jueves, septiembre 30, 2010

La luz en la oscuridad

No era tal y como lo recordaba. El pasar de los años había hecho que el número de casas creciera, calles antes vacías tenían ahora luz y calor, los viejos caminos antaño solitarios ahora empezaban más lejos. El pueblo había crecido y las paredes de lajas de pizarra unidas con barro o adobe eran ahora de ladrillo. La mayoría de las calles tenían un suelo de cemento en vez de las viejas piedras que fueron sus compañeras de niñez. Había desaparecido la fuente de la plaza, en la que tantas veces calmó la sed después de asistir a la iglesia con sus padres.

Pero todo eso dejó de tener sentido cuando llegó la noche. El silencio seguía ahí, esperándole, como un viejo amante perdido al que de pronto vuelves a encontrar en una multitud. Lo disfrutó esa y muchas noches más, cuando todas las luces se apagaban y los ruidos del pueblo cesaban; le gustaba caminar a esa hora, cuando la noche se convertía en madrugada, y sus pensamientos eran más claros, vagando por las calles y caminos hasta la alborada.

Fue en uno de esos paseos cuando se encontró con la niña. Regresaba del monte, tras una larga caminata por los viejos senderos de cabras, con la mente llena de recuerdos de su infancia, cuando le sobresaltó un ruido. "Muy grande para una comadreja" pensó mientras volvía sobre sus pasos, el viejo instinto de huir siempre presente. Otro ruido le detuvo; ese sonido despertó memorias largo tiempo enterradas, cruzaba su corazón como un ventarrón de otoño, abriendo ventanas atrancadas hacía eones. La niña lloraba, como solo hacen los corazones rotos, cuando la edad hace que todo sea un mundo y no se vislumbre la salida del túnel.

Despacio, sin pensar en lo que hacía, se acercó al hueco de donde surgían los sollozos, fiado de su excelente vista nocturna. Era una oquedad profunda, la cavidad de las raíces de un viejo roble caído durante la última tormenta; la niña estaba sentada en el fondo, la cabeza entre las manos, sus hombros moviéndose al compás de los gemidos. Él carraspeó. La niña paró su llanto, miró hacia arriba. Había tenido cuidado de ponerse de perfil para que pudiera verlo bien contra la luz de las estrellas. Tendió su mano.

sábado, septiembre 25, 2010

El hombre de la casona

La gente del pueblo decía que estaba loco, y lo evitaba si se lo encontraba en los caminos. Se rumoreaba que era el último vástago de una de las familias más poderosas de la región, que había venido a morir en la vieja casona. Allí apareció un día, para susto de la tía Tomasa, la guardesa; un hombre mayor, ya entrado en los cuarenta, de conplexión gruesa y pelo cano y sin arreglar, con una gastada mochila por todo equipaje. Había comprado la casona, y venía a vivir en ella.

Al poco tiempo despidió a la tía Tomasa, por no poder pagar su salario dijo, y ella, en venganza por haber perdido la casa en la que hacía y deshacía a su antojo desde que tenía uso de razón, se dedicó a propagar rumores y falsedades por el pueblo: que si olía mal, que lo primero que hizo al llegar fue quemar todos los crucifijos de la casa, que no dejaba que entrase la luz en su habitación... Esos rumores, y el hecho de que no apareció nunca por la iglesía, ni siquiera en la fiesta de la Candelaria, cuando todo el pueblo rendía honores a la patrona, hizo que la imaginación de los paisanos se disparase.

Nadie visitaba la casona, al final de una calle solitaria a la afueras del pueblo; cada 40 días llegaba un paquete para el hombre a la oficina de correos, que recogía siempre al día siguiente, y una vez a la semana llegaba el chico de los ultramarinos con el pedido. Ni el cartero ni el chico consiguieron nunca entablar conversación con el hombre, más allá de unas cuantas frases de cortesía o una observación banal sobre el tiempo. Su aspecto no varió en todos los años en los que permaneció en la casona: barba de una semana, pelo corto sin arreglar, el mismo pantalón y chaqueta de pana, y una camisa blanca que había visto mejores días.

Con el correr de los años, las historias sobre el hombre fueron perdiendo fuerza y poco a poco se integró en el paisaje de Algerna. El hombre de la casona, como le llamaban, pasó a ser el monstruo con el que se asustaba a los niños revoltosos o que no querían comerse las verduras, y el protagonista de muchas de las historias de terror que la muchachada contaba junto a la chimenea del bar Castro en las largas noches de invierno.

miércoles, septiembre 08, 2010

Lumia acababa de cumplir trece años y ya odiaba al mundo

Encerrada en su habitación, con la llave puesta, Lumia recordaba cómo había sido su vida, en el día de su trigesimotercer cumpleaños. Y no le gustaba. Las peleas entre sus padres habían sido constantes en los últimos años, y no lograba comprender por qué no podía tener una familia normal, como el resto de sus amigas: un padre trabajador, alto y fuerte, que regresara a casa con una sonrisa, y una madre cariñosa y maternal, siempre con la respuesta correcta a sus problemas. El hecho de que sus padres fueran famosos, y ella la envidia de sus amigas por ello, no le compensaba.

Ninguno de los dos iba a estar en su cumpleaños, ya lo sabía, aunque los dos le habían dado sus regalos el día anterior. Su padre estaba ocupado en la inauguración del enésimo hotel de la cadena familar ("Esto es importante, cariño, tengo que hacerlo", le había dicho), mientras su madre se encontraba en el extranjero, rodando otra película quién sabe dónde ("tengo que aprovechar esta buena racha, ya tendremos tiempo de estar juntas" le había dicho años atrás, cuando le preguntó por qué nunca estaba en casa). Siempre era así. Las veces que coincidían los tres en casa los gritos y recriminaciones eran la tónica habitual, y ella se encerraba en su cuarto, llorando bajo la almohada para no escuchar cómo se destrozaba su familia.

Lumia no lo sabía, pero su mundo iba a cambiar de forma drástica...