jueves, febrero 27, 2014

La séptima ola

Uno, dos, tres…

Las olas golpean el muro de piedras y bloques de cemento sobre el que una pasarela de madera y roca se asienta. Un único banco de hierro forjado y pintado de azul se ubica mirando al mar, y sentado en él, un hombre cuenta las olas.

Cuatro, cinco, seis…

Lleva ya un buen rato en ese lugar, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos para protegerse de las frías gotas que la brisa le lleva desde el océano, con la vista fija en el límite entre tierra y agua, en la unión del rompeolas y el mar.

Y siete, ahí viene…

Una ola más potente se acerca a la rompiente, el mar golpea con más fuerza y la espuma se eleva por encima de los grandes peñascos. Desde dónde está sentado el hombre parece como si el frente de la ola fueran unos gigantescos dedos, que se estirasen hasta casi rozar con sus uñas blancas el banco de hierro. Por un momento parece que el agua va a engullir al hombre, que permanece quieto, esperando, hasta que la fuerza del mar se reduce. Solo entonces se le ve sonreír observando la resaca…

Uno, dos, tres…

Dicen las leyendas que hace muchos años un joven marinero, bronceado y musculoso, de ojos verdemar y dientes blancos como perlas, conquistó el corazón de una sirena, de la hija más querida del rey del océano, y que la convenció para huir con él tierra adentro, lejos de la furia de su padre…

Cuatro, cinco, seis…

Pero la pena de la sirena por estar lejos de su hogar se interpuso entre ellos, y con el tiempo el amor que sentían se convirtió en hastío e indiferencia. El marino abandonó a la bella muchacha y ella murió de dolor y pena, lejos del perfume de las algas y el brillo de las escamas de los peces.

… y siete.

Desde entonces el rey del mar intenta alcanzar al marinero, para vengarse de él. Pero ay, el mar es muy grande, y mover toda el agua de los mares le cuesta un gran trabajo. Por eso las olas vienen en grupos, y la séptima ola es la más grande y fuerte, porque el rey de los mares necesita seis intentos para acumular fuerza y lanzar todo su poder contra la tierra.

Uno, dos, tres…

martes, febrero 25, 2014

Pan y agua de manantial

No he seguido por el camino fluvial, como acostumbraba a hacer, sino que en esta ocasión me he metido por un sendero entre cañas y piedras que conduce a un antiguo molino, ahora ya en ruinas. La industria, esa gran benefactora, hace tiempo que acabó con los molinos locales, con esas pequeñas empresas que pasaban de padres a hijos y en los que el cargo no era ya un trabajo sino que también constituía un status entre los lugareños, el molinero, ese espécimen situado siempre entre los ricos y los pobres, famoso a veces por su codicia y otras por su parentela...

Pero me estoy desviando del tema. El caso es que el molino del lugar se encuentra en ruinas, como les estaba diciendo, apenas cuatro paredes mal sujetas por las lianas y los hongos, que sobreviven a la humedad que sube desde el rio, mientras el roble añejo de las maderas del techo se van pudriendo lentamente.

Me gusta este camino. Queda lejos del ajetreo del paseo ribereño, se encuentra escondido para la mayoría de los transeúntes, a los que les apetece más sentarse en los bancos y lugares para jolgorio dispuestos por el ayuntamiento que bajar durante unos cientos de metros entre la vegetación de la orilla para encontrar un lugar tranquilo donde poder pensar.

Mientras observo por enésima vez las raíces de la vieja higuera hundirse entre las rocas del lecho, y hacer así un pequeño puente entre el agua y el cielo, enciendo un cigarrillo y aspiro el humo con placer. Siento como recorre mi garganta para ir a depositarse en mis pulmones, para luego hacer el camino inverso y salir por mi nariz. Cuánta ceniza habré creado ya. Llevo fumando desde los quince años, primero aquella picadura asquerosa que hacíamos recogiendo colillas y desliando el poco tabaco que quedaba. Luego los fieles Celtas y Bisontes, hasta que llegué a tener suficiente dinero como para comprar americano de contrabando, y así hasta ahora...

Ha parado la lluvia. Los verdes quedan luminosos cuando se asoma ligeramente el sol, las pequeñas gotas que quedan en las hojas parecen diamantes según cómo les llegue la luz. Vuelven a cantar los pájaros y el rumor del arroyo ya no se confunde con el tiptap de la lluvia sobre las hojas y el suelo. Desde mi escondite, al abrigo del soportal de una puerta milagrosamente en pie, puedo dejar volar mi imaginación y ver todo como antaño fue: los carros con el trigo y el centeno en sacos bajando por el camino que ahora es apenas una trocha para animales; el bullicio a la entrada del molino, cuando el molinero llegaba para negociar la maquila con los paisanos, mientras los carreteros aprovechaban para aliviarse al lado del rio; el olor a harina y a pan recién horneado que salía de la casa;, el polvillo blanco que se detectaba en el aire apenas entraba uno en la vivienda;, la humedad del rio y el estanque para la rueda que todo lo impregnaba...

Abro los ojos cuando un reactor pasa por el cielo, atronando y recordándome que el tiempo ha pasado, que ahora todo es distinto, que mi hombro se queja por llevar mucho tiempo apoyado contra la fría piedra del sillar, que las rodillas me arderán esta noche después del esfuerzo a que las someto subiendo y bajando esa cuesta, que mis ojos lagrimean porque te he vuelto a ver en mi ensueño, limpia y lozana, como aquella primera vez en mis años mozos...

martes, febrero 11, 2014

Camino en la noche...

Camino en la noche, lento y pausado, deleitándome en el paso. Mi estómago está agradecido y por mis venas corre el cálido recuerdo del vino. Las calles están húmedas, y en el aire se nota esa claridad que queda después de una lluvia nocturna, incluso parece que las farolas brillan más y que la luna es más blanca. Con las manos en los bolsillos me dirijo a mi hogar, saboreando las gotas de agua que aún flotan en el ambiente.

Me encuentro con poca gente. Es tarde y mi barrio no es un sitio dónde los vecinos gusten de hablar y sentarse a las puertas de las casas, sino más bien todo lo contrario. No importa. Disfruto de estos momentos en los que consigo que la soledad me acompañe, un cambio para lo que son mis días. Mis sentidos parecen haberse agudizado con esta atmósfera tranquila y serena. Escucho a lo lejos los gritos de unos niños jugando en un parque cercano, ocultos a mí por los edificios que me rodean; huelo aromas de comidas caseras, cenas tardías que las familias disfrutan en estos momentos, y que casi creo saborear en mi boca; el viento fresco que viene del río roza mi cara y alborota ligeramente mi pelo, haciéndome soñar…

Unos murmullos llaman mi atención. En una bocacalle, escondidos en las sombras, una pareja de jóvenes se acaricia. La muchacha se recuesta en la pared para que él pueda abrazarla por la cintura, mientras las manos de ella se pierden en el interior del abrigo del muchacho. Voces quedas, apenas sílabas, me llegan con el viento. Los amantes se besan calmadamente, pero con pasión. Bajos los ojos y sonrío, mientras continuo con mi caminar. Yo también besé a una muchacha en una pared oculta, pienso, también besé unos labios jóvenes que hacían correr a mi corazón, también sentí una piel suave con mis manos, pero eso fue hace mucho tiempo ya. Sin embargo, el recuerdo aún me reconforta cuando llega a mi memoria. Amé y fui amado, o eso quiero creer.


Mi casa. Las llaves están en mi mano, un gesto automático. Las contemplo un momento, pensando en que tendría que subir, acostarme y prepararme para el día de mañana, el trabajo, las obligaciones, la rutina… “Bueno, tal vez mañana” me digo, mientras guardo el llavero otra vez en mi pantalón y, con las manos en los bolsillos, me adentro en la noche, para no ser…