jueves, marzo 05, 2015

De nieve, huracán y abismos...

Se había levantado una brisa fresca, un ligero poniente que hacía que las salpicaduras del oleaje llegarán hasta la sala de control, remojando un poco el cristal de la tronera. Ignorante de esas gotas sobre el sílice de la ventana, un hombre miraba hacia el infinito, acodado ligeramente en la barandilla del balcón, sujetando su vieja taza de porcelana con un humeante café negro, mientras allá, en la lejanía, decenas de embarcaciones dependían de la luz de su lámpara para poder orientarse y regresar a salvo.

La jornada se esperaba tranquila. No había aviso de temporal ni se había anunciado nada que impidiera a los pescadores realizar su labor diaria. Sin embargo el hombre se sentía inquieto, no sabía por qué. Ni siquiera el fuerte sabor del café, preparado como siempre a última hora de la tarde para ayudarle a soportar la vigilia de cada noche, hizo desaparecer su desasosiego. Desde su privilegiada atalaya, el farero podía vislumbrar las luces de los barcos faenando en las proximidades de la costa. Se preparaba para una guardia más, no muy diferente de otras muchas que ya había hecho en ese puesto. Tomando un sorbo de caliente negrura entró en la torre y bajó hasta el cuarto de servicio, donde se acercó a la mesa que tenía dispuesta para la noche, justo debajo de la linterna giratoria. En ella se encontraban algunos utensilios necesarios para hacer su trabajo y pasar las horas: una vieja radio con la que se comunicaba con los barcos y otros faros; el diario de anotaciones, ya abierto por la página indicada para escribir cualquier incidencia que ocurriera; un ajedrez con una partida a medias, en la que las negras llevaban ventaja de un peón y un alfil; una cafetera llena, dispuesta en un hornillo eléctrico que mantendría el brebaje como a él le gustaba (“el café debe ser como un beso, dulce y ardiente” le gustaba citar)…

En una silla cercana se acomodaba su gato, un ejemplar atigrado, de rayas marrones casi negras en la semipenumbra bajo la linterna, que le observaba realizar su rutina cotidiana. Cuando el farero terminó de hacer sus comprobaciones, el animal se levantó y, desperezándose, se dirigió hacia la mesa en la que se acostó sobre un viejo diario de anotaciones, que parecía dispuesto para su comodidad.

“Una noche más, Mefistófeles, una noche más…” dijo el hombre, mientras observaba como el felino se limpiaba meticulosamente las patas con la lengua y finalmente se instalaba en su posición, guardando las manos bajo los brazos, en esa postura tan típica de los gatos al descansar. Sus ojos, de una rara tonalidad, a veces parecían verdes y en otros momentos grises como la pizarra de los montes natales del farero, dependiendo de cómo se reflejara en ellos la luz.

Dejando su taza de café a un lado, el farero comenzó por anotar los datos iniciales del día en su cuaderno: la fecha, la hora en que se encendió el faro, el estado de la mar, la previsión meteorológica, las pequeñas incidencias técnicas de un mecanismo con más de cuarenta años de servicio… Su letra era clara, funcional, su estilo parco en palabras y ceñido a los hechos.

Conforme iba rellenando su informe diario notaba como los párpados le comenzaban a pesar, así que tomó otro sorbo de café y siguió completando el diario. El sueño, sin embargo, pugnaba por ganarle y la escritura se le iba haciendo más y más complicada, de trazos sinuosos e irregulares. De su mano salían palabras cada vez más indescifrables, hasta que solo líneas curvas e inescrutables llenaron las páginas del viejo cuaderno.

Al mismo tiempo, su vista se iba haciendo menos aguda, y los continuos tragos de café no ayudaban en nada. Sacudiendo la cabeza, decidió que necesitaba un poco de aire fresco, y sus pasos le encaminaron de nuevo hacia la baranda del balcón, donde esperaba que el aire marino le ayudara a despejarse. El gato, sin moverse aún de su lugar en la mesa, observaba los torpes movimientos del humano, con una mirada que parecía definir miles de preguntas sin respuesta.

La sal y humedad que el viento portaba hicieron que recuperara algo de su agudeza mental, parecía incluso que podía respirar mejor allí, recibiendo la espuma del mar y escuchando el sonido de las olas romper contra la base del acantilado en el que se encontraba el faro. A lo lejos, las linternas de los pescadores iluminaban la noche como cuentas de un collar rodando por un suelo negro. Sorprendido, el hombre pensó en la tranquilidad que esa misma oscuridad le podría dar, una ausencia de sonido y luz que invitaban al descanso más eterno…

De pronto, se descubrió abriendo la boca espasmódicamente, como necesitado no ya de respirar sino de alimentarse de aire, mientras su cuerpo sufría ligeras convulsiones que iban a más. Al poco, apenas lograba sujetarse con sus puños a los oxidados hierros de la barandilla. En todo momento seguía sintiendo esa llamada de la oscuridad, de esa zona tranquila en la que podría soñar eternamente, entre algas y corales…

No sintió la caída, como tampoco sintió el golpe con la mar ni se dio cuenta de la transformación. En su mente solo podía ser consciente de la dicha de volver al origen, de regresar al mundo al que pertenecía, mientras una pequeña nube de escamas doradas salía de su cuerpo mientras se movía cada vez más velozmente hacia el mar abierto. En lo alto de la barandilla un gato atigrado, de intensos ojos verdes, movía la cola con tranquilidad y con su mirada felina observaba como el tritón desaparecía entre las olas. Sabía que volvería al amanecer, saliendo de entre las aguas con su forma humana de nuevo, para pasar el día como un simple farero en aquel remoto puesto, como lo había estado haciendo los últimos cuarenta años. Y él le esperaría en la puerta de la casa, mirándole con sus ojos enigmáticos, y le acompañaría en sus quehaceres, como había estado haciendo los últimos quinientos años…

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