martes, septiembre 16, 2014

No hablar es morir entre los seres

Llega el momento en que algo en tu interior se rompe, tú lo sabes bien, y a mí me llegó aquella tarde en la arboleda. Estábamos sentados en un banco del parque, tú leyendo el periódico mientras yo me calentaba al sol de febrero, los ojos cerrados, mi mente vagando. Y de repente, al abrir los ojos y verte ahí, a mi lado, un hombre cuarentón, gris, amable sí, pero sin ninguna chispa, me pregunté qué demonios hacía con mi vida, y a dónde iba contigo.

Me lo notaste enseguida, al girar la cabeza para mirarme. “¿Estas bien?” preguntaste, sin mucho interés, lo sé. “Nada, no me pasa nada. La luz del sol me ha deslumbrado”, respondí, y volviste a tu lectura, tranquilizado.

Pasaron los meses, y esa pequeña semilla de desazón que germinó aquel día no dejaba de crecer, alimentada por todas aquellas cosas que iba redescubriendo o en las que no me había fijado hasta ahora; tal vez no me hubieran importado antes, pero mi nueva yo se había vuelto intolerante, muy intolerante. Me desagradaba verte caminar en calzoncillos por la casa, tu falta de interés por mi día cotidiano, ese aire ausente que siempre tenías en las comidas; detestaba las tardes de paseo por el parque, ese “salir a tomar el aire” que tanto te satisfacía; incluso llegué a sentir asco algunas mañanas al despertar a tu lado y ver lo gris que era la casa en la que vivía.

Al principio traté de no hacer caso a estos sentimientos, de achacarlos al cambio de tiempo, a mis hormonas, a un cansancio inexistente, a… Tantas cosas intenté sin resultado. Luego, una tarde de otoño llegaste a casa con la noticia de que tenías que viajar unos días, que estarías fuera por necesidades de trabajo, un cliente en no sé dónde. “Por fin”, pensé, “unos días para mí”, y te ayudé a preparar la maleta, la ropa, los útiles del baño, los papeles. Te acompañé a la estación, y mientras veía como el tren se alejaba sentía mi cuerpo más y más ligero. 

Volví caminando, saboreando una libertad que creía reencontrada, entré en casa y preparé una pequeña maleta con cuatro cosas. Había decidido vivir esos días en una pequeña pensión del centro, no quería estar en casa, no quería sentir el polvo, la opresión que me embargaba en algunas habitaciones. Al salir me vi reflejada en el espejo de la entrada: una mujer joven, con el rostro arrebatado, las mejillas encendidas, los ojos brillantes y la expresión de alguien que saborea el aire marino por primera vez.