miércoles, agosto 31, 2011

31 de agosto. Sueño.


“No entiendo el porqué, pero parece que a mí siempre me encuentran los hombres cuando están en la recta final de algo, cuando ya son más aire que otra cosa. En esos momentos tienen una gran moralidad, una sensibilidad extrema hacia el dolor de los demás, una incapacidad para seguirme (“yo apenas salgo ya de casa”), excepto por aquella playa de Ulla…

Hoy he estado revisando las fotos de mi recordado romance con Giorgio. Le he visto de nuevo seguro, dispuesto, paseando por aquella playa, consciente de que lo mejor que podía hacer era tirarlo todo por la borda, irnos juntos y desaparecer conmigo en aquella orilla en la que la arena nunca terminaba…”

La carta era larga, casi dos folios de apretada letra, y al leer los primeros párrafos el corazón de Carlos se resintió. Las descripciones que Alicia hacia de su antiguo amante y sus sentimientos se clavaban como pequeñas espinas en sus venas. Hacía tiempo que estaban distanciados, no conseguía volver a conectar con ella, pero nunca hubiera esperado esa carta.

sábado, agosto 20, 2011

En las noches vacías en que regreso

Llegamos al laboratorio de la cuarta planta a la hora prevista, en parejas o de uno en uno, algunos viniendo directamente de la biblioteca, donde repasaron las lecciones aprendidas en la mañana, mientras que otros veníamos de la cafetería, en la que habíamos pasado las horas muertas anteriores jugando al mus. Varios ya veníamos vestidos con nuestra bata blanca, nuestro símbolo de científicos en ciernes, de jóvenes investigadores. En aquel entonces yo vivía en un pueblo de la afueras, y tenía que tomar varios transportes para llegar a la facultad: autobús, tren, metro, luego caminar un par de kilómetros… No sé por qué siempre salía con la bata puesta desde casa, un manto blanco entre el montón de trabajadores que iban a la gran ciudad a ganarse el pan diario, y no faltó la ocasión en que me confundieron con un médico por ello, preguntándome por este o aquel síntoma…

Nuestra profesora era una destacada experta en su área, que, por razones que todavía desconozco, gustaba de dar clases prácticas a sus alumnos. El experimento del día iba a consistir en descomponer cerebro e hígado de rata en sus componentes bioquímicos, utilizando para ello centrifugadoras de alta velocidad, enzimas rompedoras, colorantes orgánicos para diferenciar los distintos componentes… Y por supuesto, una rata.

La facultad no tenía problemas para encontrar suministros de este tipo. Años más tarde me enteré de que había una ‘floreciente’ industria proveedora de roedores y anfibios para las prácticas de los estudiantes universitarios en toda la nación, y que incluso algunas universidades conservaban sus antiguos animalarios operativos, convencidos de que así ahorraban y obtenían un mejor producto.

La rata que nos tocó aquella tarde de otoño nada tenía que ver con las que yo estaba acostumbrado a ver en mi camino a la ciudad, las que merodeaban por los basureros ilegales que rodeaban mi pueblo. Era un hermoso ejemplar de rata de laboratorio, de un blanco purísimo, limpia y con unos bonitos ojos rojos que parecían dos gotas de sangre sobre su cráneo. Tenía un buen tamaño, muy diferente de los ratoncillos que estábamos acostumbrados a usar en otras prácticas, y una larga y poderosa cola.

Nuestra profesora pensaba aprovechar la clase para darnos unas pequeñas nociones de fisiología, es decir, quería que diseccionáramos in vivo al pobre animal. En aquel entonces yo formaba pareja con Gema, una menuda morena de la que estaba secretamente enamorado, y con la que intentaba competir en notas a la vez que pasar el máximo tiempo posible a su lado. Por azares de apellido, ese día íbamos a hacer la práctica con Antonio y Clara; eran compañeros de curso, y ya habíamos coincidido en otras sesiones, por lo que nuestro grupo era uno de los más avenidos y que mejor humor tenía.

Todas las instrucciones estaban ya impresas en nuestros cuadernos de laboratorio, material que habíamos tenido que comprar al inicio del curso, y con el que se financiaba el departamento, según nos enteramos algún tiempo después. Lo primero que había que hacer, evidentemente, era sujetar y anestesiar al sujeto. Para ello nos habían provisto de agujas, cloroformo y algodón. La idea del experimento era mantener con vida pero anestesiado al roedor, mientras realizábamos nuestro trabajo.

La primera discusión fue, como es normal, quién operaría y quién sería el anestesista. Por unanimidad, Antonio y yo fuimos nombrados cirujanos, mientras Gema y Clara se encargarían de mantener el algodón convenientemente empapado de éter para conservar viva a la rata. Antonio y yo procedimos a sacar al animal de su jaula y colocarlo sobre la mesa de trabajo, un tablero de corcho de regulares dimensiones, mientras las chicas preparaban el algodón sobre el tubo que usaríamos para acercarlo al morro del bicho. Una vez lo tuvieron listo se lo pusimos a la rata y esperamos unos instantes mientras se calmaba, antes de empezar con la primera parte del trabajo: sujetarla al tablero de corcho.

Pusimos al animal de espaldas sobre el corcho, mientras Gema iba acercando de vez en cuando el cloroformo para que respirase más anestesia, y la estiramos de manera que luego pudiéramos trabajar cómodamente. Usamos las agujas para engancharla al soporte por manos y pies, operación que íbamos realizando mientras conversábamos alegremente, burlándonos de los escrúpulos de las chicas.

Habíamos decidido que Antonio haría la primera incisión con el bisturí, en el vientre, abriendo un corte que nos permitiera acceder a los órganos internos y seguir con la práctica. Clara no estaba muy conforme con el procedimiento, y estaba manifestando sus reparos, con lo que no andaba muy atenta a renovar la anestesia. Tal vez por eso pasó lo que pasó…

En un instante, cuando Antonio estaba acercando el escalpelo a la rata, esta se movió, primero un poco, y luego, con un fuerte golpe de manos y pies y una voltereta en el aire, el animal se liberó de sus agujas y aterrizó de pie sobre la mesa de disección, con el consiguiente susto y grito de nuestras compañeras.

Lo que siguió lo recuerdo como a cámara lenta, aunque soy consciente de que pasó todo muy rápido. Antonio, que se había sobresaltado por el súbito movimiento del roedor y había reculado un poco, dejó rápidamente el bisturí encima de la mesa, y con una mano rápida y certera agarró de la cola al animal, que ya empezaba a corretear por encima de la mesa del laboratorio, causando el pánico y gritos entre nuestros compañeros, asustados de que un supuesto “cadáver” caminara entre sus libros y apuntes. Antonio la cogió de la cola, y con un movimiento circular de su brazo, semejante a un molinete, la hizo coger velocidad en el aire antes de estamparla contra el canto de la mesa, lo que la provocó la muerte inmediata por lesión craneal grave…

Ni qué decir tiene que nuestro grupo no hizo una vivisección, aunque eso no fue obstáculo para que aprendiéramos un montón de cosas esa tarde: Antonio se llevó la piel de la rata para curtirla, Clara perdió su aprensión a las disecciones y se lo pasó en grande estirando intestinos para ver su longitud y… bueno, Gema y yo estuvimos juntos durante tres horas esa tarde, posiblemente el mejor resultado para mí.

jueves, agosto 18, 2011

Time has come


Cuando se trata de hablar, no soy de los más brillantes; me cuesta articular palabras, puedo pasar horas sin emitir sonidos y estar tan tranquilo, soy mucho mejor escuchando que hablando. Sin embargo, cuando hablo de mí mismo, a veces, se abren las compuertas de mi mente y puedo verbalizar durante mucho rato, recordando las cosas o los sentimientos que tenía en el pasado. Por eso inicio este blog, con mis pensamientos y emociones. Y por eso me cuesta rellenarlo...
¿Qué contar y a qué público? Cuando escribimos lo hacemos pensando en un lector, sea un grupo de amigos o uno mismo. El oficio de escritor es un método para imaginar nuevos mundos, para viajar con el pensamiento o para ahorrar dinero con la cuenta del psicoanalista. A mí me encantaría ser capaz de crear nuevos mundos y situaciones, inventar una nueva Arda o poblar las estrellas con civilizaciones y mundos diversos; sería feliz al visualizar los paisajes de mi infancia y adolescencia, con aquellos colores recién descubiertos, y poner blanco sobre negro esas sensaciones que te llenaban el corazón.

Pero no lo hice durante mucho tiempo. Han sido más de treinta años encerrado en una isla imaginaria, desde la que veía pasar la vida sin participar de ella, una roca solitaria en medio del mar, que sólo ahora es consciente de todo lo que pasa a su alrededor. Con el tiempo he logrado escribir de mis amores y dolores, describir el calor que produce mi hijo en mi alma, el olor de las lágrimas retenidas por años...


Campanas de agua

martes, agosto 16, 2011

Se me olvidó olvidarte

La abuela les había contado la historia miles de veces, pero ella le pedía que la repitiera cada verano. Su abuelo había sido un hombre muy grande, un gigante para su época, mientras que, cuando la conoció, ella era una mujer bonita, pequeña y menuda. La gente había hecho muchas bromas cuando se hicieron novios, pero ella había sido la envidia de sus amigas.

Cuando sus nietas tuvieron edad para entenderlo la abuela contaba sobre su miedo en la noche de bodas, su temor ante un hombre tan grande y poderoso, su sorpresa ante su delicadeza, ante su ternura en aquel momento… Aquella noche habían hecho el amor por primera vez, y a la abuela le gustaba decir que había sido la primera vez que había amado, con una sonrisa pícara en sus ojos.

Vivieron juntos durante más de 50 años, pasando por los buenos y los malos tiempos, pero siempre se había sentido protegida por ese ser tan alto y fuerte, hasta que llegó la enfermedad. Durante muchos meses el abuelo había sufrido el dolor en silencio, pero cuando los médicos emitieron el fatal veredicto no pudo más, y se derrumbó. Fue la primera vez que la abuela vio a su marido, a su protector y amigo, llorar como un niño, desconsolado. “Entonces me tocó a mí ser la fuerte”, decía al llegar a este punto de la historia.

Durante los últimos pasos de la enfermedad lo cuidó y protegió como una madre, mientras el hombre que fue desaparecía para convertirse de nuevo en un niño desamparado. Cuando llegó el final, el abuelo tuvo un último deseo: que sus cenizas se esparcieran en el jardín, alrededor de un roble que había plantado cuando nació el primero de sus hijos, para que el árbol heredara la poca fuerza que le quedaba, y así permanecer con su familia más tiempo del que le había sido dado.

El abuelo murió cuando el invierno ya estaba dando sus últimos zarpazos, y su mujer hizo que lo incinerarán. Una noche, en presencia de todos los hijos, grandes y pequeños, esparció las cenizas del hombre que había amado y respetado durante casi toda su vida alrededor del árbol que él había escogido, y las cubrió con tierra fresca y flores. Esa primavera el roble creció y creció, llegando a ser más alto que la casa, con ramas sólidas y espaciadas. Y cuando llego el verano, y los nietos fuimos a pasar unos días, descubrimos que nos había dejado un lugar de juegos emocionante y maravilloso, con sitios para trepar, para esconderse, para descubrir la vida, como hubiéramos hecho con él…

Esta es la historia del roble del abuelo, tal y como nos la contó nuestra yaya, cuando éramos niños y nuestro sentido de la maravilla aún no había muerto.

Como libélulas de secano

El bochorno de la tarde había dejado paso a una noche cálida y a un cielo estrellado, sólo roto de vez en cuando por alguna estrella fugaz, que cruzaba el firmamento concediendo deseos a aquellos que lograban verla. Maribel tenía los brazos cruzados sobre la cabeza, dejando que la escasa brisa nocturna secara el sudor de sus brazos y piernas, mientras miraba intensamente hacia las estrellas. Estaba tumbada en el jardín, bajo el roble del abuelo, dejando que poco a poco su corazón se fuera calmando y recobrara la paz que había perdido con la discusión.

Su mente se había perdido mirando los astros, había decidido desconectar sus pensamientos, dejando que los sentidos tomaran el mando, intentando no pensar: veía el titilar de las luces del cielo, oía el movimiento de las ramas del roble sobre ella, podía oler la carne asada que estaba preparando el vecino, saboreaba el gusto agrio y familiar de un tallo de hierba que había cortado y puesto en su boca, sentía cómo la brisa acariciaba sus piernas y cómo enfriaba su piel poco a poco…

Siempre le había gustado ese lugar. De niña venía aquí, con sus hermanos y primos, para subirse al viejo roble, jugando a ver quién se subía más alto, quién era el más valiente y habilidoso. Con el tiempo, los primos se fueron a la ciudad y sus hermanos se alejaron de la casa de sus ancestros, y finalmente sólo ella venía a dar compañía al anciano árbol y a hablar con él.

domingo, agosto 07, 2011

Para que nunca falten ganas de soñar

Despertó con un terrible dolor de cabeza. Su primer pensamiento fue intentar averiguar dónde estaba. No recordaba nada de la noche anterior, desde aquel momento en el baño con la rubia del top rojo, después de tomar otro par de rayas de coca. Intentó abrir los ojos, y la luz de un halógeno justo encima suyo le penetró por las órbitas como un cuchillo ardiendo que se clavase en su cerebro.

Dios, mataría por un paracetamol, o por otro par de rayas…

Estaba tumbado en un banco del metro, en una estación que desconocía. La noche tuvo que ser apoteósica para no recordar nada de ella, pensó con una sonrisa. Había salido con los amigos, como siempre, a celebrar no sabía qué. No importaba, era una excusa para los excesos, para el alcohol, drogas, velocidad… y chicas. Volvió a sonreír al recordar a la rubia, y al hacerlo un rictus de dolor se le marcó en el rostro, cuando su cerebro se contrajo dentro de su cráneo.

Dónde coño estoy…

No reconocía la estación de metro. Debía ser tarde, porque no había nadie en los andenes, ni siquiera los de seguridad. Y ya llevaba un buen rato despierto sin que hubiera pasado un tren. Debía ser muy tarde. Intentó sentarse, agarrándose la cabeza como si fuera a partirse en dos. Permaneció unos minutos en esa postura, hasta que las pulsaciones de su cerebro se ralentizaron. Tenía mucha sed.

Joder, qué noche…

Miró su reloj. No eran las diez de la noche todavía. A esas horas los andenes del metro debían estar llenos de gente, era hora punta, especialmente un domingo. Porque era domingo, ¿verdad? La cabeza le dolía mucho y necesitaba un trago. Encendió un cigarrillo y la nicotina en sus pulmones le ayudó a despejarse. Miró a ambos lados del andén, no había ninguna máquina expendedora, así que se levantó y con pasos dificultosos se dirigió a la salida más próxima.

Dónde se habrá metido la gente...

Caminó por pasillos solitarios, siguiendo las indicaciones que mostraban la dirección hacia la salida. El aspecto de los corredores del metro era fantasmal, con sus luces de neón titilando, vacios de peatones. Sus pasos resonaban en el silencio. No había escuchado ningún otro sonido desde que despertó. Unas escaleras mecánicas vacías le condujeron a la superficie, saliendo a la noche.

La leche…

Durante los últimos minutos le había venido a la cabeza el recuerdo de una película, en la que el protagonista se despertaba en un mundo vacío y solitario, como el último hombre en el planeta. Y no le había gustado imaginarse en la misma situación. Ahora, cuando al subir por las escaleras de la boca de metro salió a un rincón de la ciudad que no conocía, esas imágenes lo volvieron a golpear con fuerza.

Estaba en una acera en una gran avenida, con naranjos a ambos lados de la calle y tiendas cerradas y bien iluminadas. No había nadie a la vista. Ni un coche, ni un peatón, ni un grupo de jóvenes haciendo botellón, ni un autobús haciendo el recorrido habitual, ni un perro callejero buscando comida... Hasta dónde él sabía, toda la ciudad podía estar completamente vacía. Empezó a caminar con aprensión, mirando a todos lados, sintiendo cómo le invadía el miedo. Los semáforos cambiaban de color para coches invisibles, algún papel volaba haciendo piruetas en el frescor de la noche. De vez en cuando se asomaba por alguna calle lateral, para encontrar más de lo mismo: nada.

Comenzó a correr, su corazón desbocado, buscando alguna señal de vida. Estaba asustado. Su resaca había desaparecido por efecto de la adrenalina que le inundaba las venas. Llegó a una pequeña plaza donde confluían varias vías principales. El miedo le hacía mirar a todas partes, deseando y temiendo encontrar algún movimiento, las imágenes de los muertos vivientes de la película cada vez más presentes, más vividas en su mente…

De pronto, un sonido, no, un rugido que saliera del mayor monstruo conocido, estalló en sus oídos, haciendo que el corazón se le saliese del pecho.

¡¡¡¡GOOOOL!!!! ¡¡¡Iniesta, Iniesta, Iniesta!!! ¡¡¡¡¡GOOOOOOOOOOOOL!!!!