sábado, abril 30, 2011

Un beso es la promesa de lo que vendrá después

Siempre le había gustado ese sitio. La cueva del Moro era una oquedad en lo alto del risco, fresca en verano y bien orientada en invierno, que los pastores de la zona habían usado durante generaciones para guardar el rebaño en las jornadas de tormenta o lluvia intensa. La cueva era básicamente una gran oquedad en el lateral de la montaña, causada por un derrumbamiento en épocas pretéritas; un trozo del techo había caido hacia ya muchos años, y por el agujero entraba la luz del sol y la lluvia, pero la cueva proporcionaba un amplio abrigo en todo tiempo.

A Héctor le gustaba llegar hasta la cueva durante sus paseos; la ascensión al risco era complicada solo en la última parte, y su disposición, justo en la cuerda entre los dos valles, le permitía tener una visión magnífica del pueblo, por un lado, y el pantano y el valle adyacente por el otro. No era el único que pensaba así; durante el verano era punto obligado de excursion de los jóvenes del pueblo, que venían a pasar la tarde en un lugar que se prestaba a acciones escondidas.

Hector ya llevaba un buen rato sentado a la entrada de la cueva, como atestiguaban las numerosas colillas a sus pies. Habia dejado de fumar más de veinte años atrás, pero la tarde anterior, después de salir de casa de Lumia, confundido y aturdido, habia entrado en el estanco de la plaza y comprado papel y un paquete de picadura. No sabía quién se había sorprendido más, la estanquera al ver a un cliente inesperado, o él mismo, al liar el primer cigarrillo y encenderlo, después de tanto tiempo...

Esa noche durmió mal. Inquieto, su cabeza no paraba de dar vueltas e imaginar escenarios imposibles. Su corazón pugnaba por ganar la batalla a su razón, y en el combate él se desveló. No había salido aún el sol cuando se levantó, se puso la primera ropa que encontró, un abrigo liviano, y comenzó a caminar sin rumbo, primero alumbrado por las escasas luces del pueblo, luego por las estrellas al dejar las últimas casas, después por los primeros rayos del sol por encima de los riscos, eliminando poco a poco las estrellas.

El sol ya estaba muy alto en el cielo, y Héctor seguía sin poder decidirse. La tarde anterior se había visto sorprendido por el abrazo de Lumía, al que respondió con alegría y ternura después de un segundo de indecisión. Seguramente su alegría y ternura habrían sido mayores si no hubiese atisbado una mirada de preocupación entre los abuelos de la niña, confusos y sorprendidos al igual que él.

Una lagartija se subió a su zapato, mientras él la miraba sin ver, su cabeza perdida en los recuerdos de la tarde anterior, liando un nuevo cigarrillo: el perfume de Lumia, el brillo de sus ojos al verle, la luz en su rostro cuando saltó a abrazarle… Hector había vivido demasiado como para no reconocer los signos, así como los de su propio corazón: estaba enamorado de la muchacha desde hacía muchos meses, posiblemente desde las primeras horas que pasó con ella en la habitación de la casa del médico, tras su rescate. Nunca olvidaría las lágrimas que la muchacha volcó sobre su hombro cuando la llevaba en brazos a la casa, la fuerza con que se abrazó a él, como si no quisiera volver a caer en la desesperación ni la soledad…

viernes, abril 29, 2011

Have you found what you’re looking for?

Amanece un día más. Un día más el camino se encuentra delante de mí. ¿Dónde me llevará hoy? ¿Estarás al final del día, esperándome?

Veo la carretera pasar bajo mis pies, llevo horas recorriendo este camino. El resto de los viajeros ya hace tiempo que desapareció para mí, el autobús es un lugar sombrío y cargado de olores, en el que me encuentro viajando hacia mi destino. No puedo pegar ojo. Pienso constantemente en qué encontraré al llegar. Por qué monté en este viejo autobús.

Recuerdo otros viajes, otras rutas. Compañeros habladores, compañeros silenciosos, la soledad como acompañante la mayoría de las veces. Recuerdo otros paisajes, otras noches en vela sentado en asientos como este, intentando distraer mi ansiedad con libros, canciones que siempre hablaban de ella, sueños imposibles, viejas sensaciones que acudían a mí en el amparo de la noche.

Las tinieblas de la noche son rotas por los faros de otros conductores, que vienen, que van, que me acompañan en este viaje. De vez en cuando amistosas luces me llaman a un lado del camino: descanso, comida, bebida, ¿tal vez amor? Continúo en la carretera, buscando mi destino final, esperando que esta vez sea realmente el final y no una parada más en un largo recorrer.

jueves, abril 28, 2011

Qué andarás haciendo

Despertó a las cinco de la mañana, Silvia aún dormía, desnuda y abrazada a él. Con cuidado, tratando de no despertarla, se levantó y se vistió en silencio; una vez vestido, se acercó a ella y le dio un dulce beso en la frente, despidiéndose. No acostumbraba a quedarse a dormir en casas ajenas, le había explicado la noche antes, era un hábito que le costaba. Con la ciudad apenas despertando entró en el metro y se dirigió a su casa, observando en el trayecto a los noctámbulos y rezagados, chicos de extrarradio que iban a tomar el primer tren de vuelta a sus pueblos, después de una noche de juerga en la capital.

Después de una ducha y dormir un par de horas, se preparó para su visita semanal a casa de sus padres. Hacía ya algunos años que había dejado el nido, pero siempre que podía regresaba a pasar unas horas con ellos. No era solo para mantener el contacto, sino también para regresar a un estado de su vida que había perdido para siempre cuando se fue de casa. En el camino, llamó a Silvia, asegurándose de que estuviera bien, y no se hubiera enfadado por abandonar su casa tan sigilosamente; quedaron esa misma noche en el Trashoras, un local de moda en el centro al que hacía tiempo que quería ir.

Sus padres le estaban esperando, con el mismo ritual de siempre: su madre le dio dos besos, casi al mismo tiempo que se quejaba de su ropa, de su poco peso, de su aspecto desaliñado, mientras su padre le preguntaba por el trabajo, por sus novias, por su necesidad de dinero… Los dos sabían que él nunca les contaría nada que les preocupara, pero ambos intentaban sonsacar a su hijo menor en cada visita. Al poco rato llegó Víctor con las niñas. Víctor era su hermano mayor, un divorciado cuarentón con dos niñas de 7 y 10 años, a las que solo veía una vez al mes, y que en esa ocasión traía a comer con los abuelos. Sabía cuánto le costaba a su hermano ese paso, deseoso cómo estaba de estar con ellas todo el tiempo, y por eso las risas y chistes se adueñaron del salón de la casa hasta que la mesa estuvo puesta y se sentaron todos a comer.

Después de la comida, las niñas se quedaron dormidas. “Se despertaron muy temprano”, explicó Víctor, mientras las llevaba amorosamente a la cama matrimonial de sus padres. Su madre había preparado café, pero su hermano tenía ganas de hablar con él, por lo que le pidió que fueran a tomar café a un lugar cercano. “Cuidarme las niñas, ¿eh? Volvemos enseguida”

El café no era más que un viejo bar reconvertido, con mesas de hierro y mármol, donde ahora no había más que dos parejas, más interesadas en ver la tele que en su conversación. Hablaron largo rato, mientras tomaban un café y liaban unos cigarrillos. Tenían muy buena relación, a pesar de los años de diferencia, o quizás tal vez por eso. Víctor había estado a su lado cuando las cosas habían estado complicadas, y él le había pagado en la misma moneda cuando necesitó ayuda, en el proceso de divorcio y en los largos meses posteriores. En esa época acostumbraban a salir juntos, Víctor buscando el olvido en el alcohol y en los brazos de cualquiera, él intentando que no se perdiera en el proceso. Esas noches habían hablado mucho, más que en los 20 años anteriores; ver a su hermano derrotado y sin capacidad de respuesta había supuesto un duro golpe, acostumbrado como estaba a verle triunfando y siempre seguro. Habían seguido el camino de la recomposición juntos, y desde entonces Víctor y él estaban más unidos que nunca, y esa sensación, aunque menor, no se había perdido desde entonces.

martes, abril 26, 2011

Universo propio

Luna es una niñita preciosa, con ojos de un azul intenso, una piel muy blanca y un cabello rubio claro, parece un ángel. Es una niña muy inteligente y activa, le gusta correr, le gusta saltar, se ríe mucho. No le gusta el colegio, no se encuentra a gusto con tanto niño, no le agrada que le toquen sus juguetes o tener que compartir. Lo pasa mal en el aula, en ocasiones sale llorando de clase por esa razón.

En casa es una niña adorable, no hace ruido, no molesta a sus papás, no rompe los juguetes… Es una niña que tiene un gran mundo interior, al que se aísla como refugio cuando no comprende el mundo de sus mayores. Allí están sus amigos, como Thomas el tren, o Rayo, su amigo el coche rojo. También están esos amigos que nadie ve y que le hacen reír a carcajadas por la noche…

A Luna no le gusta salir de casa. No le gusta dejar a sus amigos, ni ir a casas desconocidas, excepto a la de Paquito. Paquito es su amigo, y hacen buenas migas; en su casa se siente a gusto y puede caminar y retozar en el parque. Un día, se quiso llevar a Paquito a su casa, a jugar, pero su mamá no quiso, porque eran muy pequeños.

Sus papas se dieron cuenta de que algo iba mal cuando les dijeron que Luna no hacia contacto visual, que no miraba a los ojos. Luego les dijeron que se angustiaba con los cambios, con las texturas nuevas, con las novedades… Cada persona que consultaron les dijo una cosa diferente: que si era normal en una niña tan pequeña, que si era igual que el padre, que si tenían que pasar unos años antes de poder dar un diagnostico definitivo…

Mientras, Luna seguía yendo al colegio, pasándolo mal a veces, regresando a su casita, donde se sentía segura, jugando con sus juguetes y corriendo por el salón, riendo con sus amigos invisibles y regresando a ese mundo interno cada vez que el exterior le amenazaba.

Un día, llegaron unos señores muy amables que le estuvieron haciendo preguntas, mientras sus papás se miraban entre sí. A Luna no le gustaron los señores, y pronto se fue a jugar con sus amigos. Pero una señora que venía con ellos se sentó a su lado, y poco a poco fue penetrando en su mundo, hablándola con palabras claras y sin dobles significados, no como en el colegio, procurando cruzar su mirada cada vez, sonriendo y haciendo siempre gestos amistosos. Al poco rato, otro señor se sentó junto a ellas, y comenzó a preguntarla, ¡incluso le echó una carrera y le ganó!

Ahora Luna tiene nuevos amigos. Aún le asusta el mundo de los mayores, pero sus nuevos amigos le ayudan a etiquetarlo. Carlos le va mostrando cómo tiene que reconocer las nuevas formas y texturas, y que no hay que asustarse ni angustiarse por algo nuevo. Pilar le ayuda a interpretar las caras de la gente, ¡es divertido! Mamá y papá están con ella siempre que pueden, y le transmiten la seguridad que necesita cuando no está en su casa.

Pero a veces, algo la preocupa, no sabe cómo reaccionar ante algo nuevo o alguna persona le parece mala o agresiva. Y entonces vuelve a refugiarse en su universo propio, con sus amigos Thomas, Rayo, la abuela…

lunes, abril 25, 2011

El próximo verano

"Comienzas a gatear en esta vida, sin saber hacia dónde te diriges, y cuando quieres echar la vista atrás ya es demasiado tarde para cambiar de rumbo"

Las palabras de Víctor aún resonaban en sus oídos, cuando despertó a la mañana siguiente, con la cabeza dolorida y los ojos ardiendo, como cada lunes por la mañana, después de un fin de semana de alcohol y marcha. Una ducha fría y un par de píldoras le pusieron de nuevo en movimiento, despejando las últimas telarañas y preparándole para la jornada que se avecinaba.

Mirándose en el espejo del cuarto de baño intentaba recordar qué había pasado la noche anterior, pero la cara que le devolvía la mirada no podía responder. Pasó unos minutos mirando a su contraparte, espiando cualquier signo de vejez o restos de la noche. Mientras se afeitaba, rememoraba la ruta del fin de semana. Había empezado igual que los últimos meses, con unas cervezas con los compañeros a la salida del trabajo, en el bar debajo de la oficina. El buen ambiente de trabajo se reflejaba en esas tardes de viernes, cuando todos iban alegres, se comentaban los chismes semanales, se hablaba del trabajo pendiente con un cerveza en la mano, mientras Antonio, el dueño del bar, sacaba una bandeja tras otra de tapas calientes. Se recordaba con una croqueta en la mano y la otra en las caderas de Silvia, una compañera de contabilidad con la que había tenido ya algunos roces, y ella no parecía molesta…

De allí algunos, los más gamberros, fueron al Universal, un pub cerca de la oficina donde solían continuar las charlas una vez que Antonio les echaba los viernes. El sitio estaba bien, era amplio, con una barra grande y luminosa, un gran espacio interior para bailar, con una tarima en la que los fines de semana tocaban grupos locales, y una amplia terraza con una gran vista del centro financiero de la ciudad. Allí recordaba cómo Silvia y él se habían asentado en uno de los rincones, ya separados del resto del grupo, mientras sus manos y labios se encargaban de toda la conversación, apenas conscientes del resto del mundo.

Un taxi les había llevado a casa de ella, un piso amplio en el extrarradio, compartido con dos amigas, que en ese momento estaban fuera. Llegaron tambaleándose, riendo y besándose, intentando no hacer ruido para no molestar a los vecinos. Cuando entraron en el piso, ella dejó las llaves encima de un aparador y se volvió a él, con una sonrisa pícara y el deseo pintado en sus ojos…

domingo, abril 24, 2011

Sueños y otras hierbas

Una habitación de hotel. Maletas por el suelo. Un gran hall con ascensores que suben y bajan. Agua. Niños jugando en el barro. Un muro que tengo que salvar para llegar al otro lado. Tú esperándome en el otro lado. Caminos que suben y se pierden en el cielo. Sensaciones de seguridad, no hay miedos, no hay dudas. La fiesta ya terminó. El metro se abre ante nosotros. Llega un tren, no hay nadie. Nos sentamos separados, nuestros destinos son distintos. El tren sale al exterior, un día soleado, con un cielo azul intenso. Parada. Bajo, me esperas en la playa. Camino por la arena, mientras el mar se levanta. Los castillos de arena se alzan mientras los niños corren entre ellos. Cambio de escenario. Intento encontrar mi habitación, me equivocó, una empleada del hotel me pregunta, “no hace falta, conozco mi camino”. Me dirijo a la zona correcta, pero dudo, hay tres puertas, no veo los números (¿mi habitación es la A?).

Despierto. No quiero despertar. Mi cabeza aún ronda en ese sueño, mi cuerpo está cómodo, caliente en esta fría mañana. El sol entra por mi ventana, me dice que es hora de empezar. Me doy media vuelta, abrazo a la almohada, y cierro los ojos.

Camino por un descampado, como los de mi niñez, lleno de niños jugando. Hay un agujero, una depresión en la que el muro se ha caido y el terreno se ha escapado, tengo que cruzar para ir al otro lado. No importa. Sé cómo hacerlo. Nada me impedirá llegar…

viernes, abril 22, 2011

Quiero beber de tu boca

La noche me envuelve. Hace rato que se apagaron las luces, y las estrellas brillan más que en ninguna otra noche que recuerde, dejando entrar la claridad por la ventana. Me envuelvo en la manta y me levanto de la cama. Salgo al exterior. Miro al cielo. No reconozco las constelaciones, es un cielo extraño para mí, pero muy hermoso. Hace frío, debería haber traído una chaqueta. El frescor nocturno me despeja la cabeza, me ayuda a eliminar preocupaciones, a dejar de sentir, mientras levanto la vista y permito que la luz de millones de puntos me llegue y me sane.

Me tumbo al lado de la piscina, el rumor del agua me recuerda al de los arroyos de mi juventud, a las fuentes que manaban de las rocas, a vida y luz. Cierro los ojos y me veo de nuevo en esos lugares, con la hierba alta y fresca, mariposas volando sobre los prados llenos de flores, el aire pasando entre los pinos, miles de insectos viviendo, y yo tumbado observando el color de una flor.

Vuelvo a la habitación. Mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad, y con la luz de las estrellas veo el contorno de la cama, la silla en la que deje mi ropa en la tarde, la maleta con la que vinimos. Me acerco sin hacer ruido, el suelo de piedra está frio, pero no lo siento. Te veo dormida, con una mano apoyada sobre la almohada, las piernas flexionadas, respirando tranquilamente.

Recuerdo tus ojos hace apenas unas horas, mientras hablábamos, mientras nuestras manos mantenían una conversación sin nuestro conocimiento, más sincera, mostrando nuestros sentimientos, sin miedos. Recuerdo el sabor de tus lágrimas cuando las besé, el olor de tu pelo cuando enterraste tu cabeza en mi pecho, la expresión de tu rostro cuando entraba en ti…

Ahora duermes en paz, ¿qué sueñas? ¿Estoy yo en tus sueños?

viernes, abril 15, 2011

Irreconocible desde que te conocí

Comenzaron a besarse en los postres. La cena había transcurrido con normalidad hasta ese momento, con charlas y comentarios sobre cosas banales, los dos aún temerosos de poner los sentimientos encima de la mesa. Tal vez fueron las dos copas de vino, o el perfume de ella, pero cuando retiraban el servicio del plato principal y ya habían ordenado el postre (tiramisú él y flan casero ella), él la tomó de la mano, por sorpresa. Ella se dejó querer, asombrada al principio pero deseosa de ese contacto, y a los pocos segundos envolvía la mano de él entre las suyas, mientras la conversación se hacía más intima, más susurrante, sus ojos buscándose con ganas, los dos inclinados hacia delante para poder estar más cerca el uno del otro.

No tomaron café. Tras firmar la cuenta se dirigieron hacia las escaleras cogidos de la mano. Se habían dado el primer beso, suave y delicado, antes de que llegaran los postres, sus cabezas muy juntas, y ninguno terminó su dulce. Los besos habían pasado de cortos y cariñosos a requerir el concurso de sus lenguas, ansiosas de conocerse…

Mientras esperaban el ascensor, él se puso detrás de ella, aspirando su aroma mientras ella bajaba la cabeza, coqueta. Un beso, rápido y dulce, sobre su cuello la hizo estremecerse, más cuando a ese le siguió otro, y luego otro más; a él le encantaba su nuca, y continuaba besándola cuando se abrió la puerta del ascensor y ambos entraron, ya completamente centrados el uno en el otro. Ella le atrajo hacia sí mientras le esperaba con la boca entreabierta, los ojos dilatados, su respiración entrecortada; él, cogiéndola de la cintura, la abrazaba mientras sus bocas se encontraban, besos largos y húmedos que bajaban por su cuello, hasta el principio de su escote.

Siguieron besándose en el pasillo, incluso mientras él buscaba a tientas la llave de la habitación. Se rieron los dos ante su torpeza para abrir la puerta. Entraron. La habitación estaba ligeramente a oscuras, un ambiente ideal para la noche que ambos esperaban.

Sus labios ya no se despegaban, sus manos recorrían el cuerpo del otro, atraían, acariciaban, preguntaban... Ella se apoyó en la pared, temerosa de que sus piernas la fallaran, mientras él recorría su cuello con sus labios, adivinando el placer que ella sentía. Ninguno de los dos decía nada, atentos solamente a sus sensaciones y al otro.

En un momento dado, él la hizo darse la vuelta, apoyando las manos en la pared, mientras apartaba su cabello para poder besar de nuevo el principio de su nuca. Con un movimiento rápido bajó la cremallera de su vestido, que quedó a los pies de ella, mudo testigo del combate. Comenzó entonces a besar y acariciar su espalda, mientras luchaba con un sujetador rebelde; ella gemía de placer, arqueando su cuerpo para ofrecerse por entero a sus caricias, a sus labios, solo pendiente de sus sentidos. Las fuertes manos de él ya rozaban sus senos, mientras ella sentía sus labios en su espalda, en su nuca, en su cuello, buscando su boca; solo quería que siguiese, que nunca acabara ese momento, sentir su cuerpo contra el suyo…

Jadeando, se dio la vuelta y atrapó su cabeza con sus manos, pasando los dedos entre su pelo, corto y fuerte, mientras su lengua buscaba ansiosa el enfrentamiento. Él respondió con pasión, las barreras ya derribadas, entregado por completo a ella. Ya no importaban las horas para la despedida, no importaba el largo viaje de vuelta, no importaba la separación, ese era su momento, real y compartido, y pensaba disfrutar de cada milésima de segundo con él…

domingo, abril 10, 2011

Ya lo sabes...

Mi día ideal es mezcla de varias situaciones:

Me gustaría despertarme descansado, temprano, habiendo dormido bien toda la noche. Que sea domingo, y haga un día de sol radiante, luminoso, de esos en los que el cielo duele de tan azul. Salir a desayunar por ahí, algo rico, pausado, con mucha fruta y dulces, y un café largo, caliente y que me dure mucho, leyendo el periódico o charlando con alguien a quien aprecie, sentados en una terraza, con buenas vistas (recuerdo ahora la terraza de un hotel en Valparaíso, en Chile, en la que predominaban las flores y la vista al mar). Luego, me gustaría dedicar la mañana a caminar, a pasear, sin prisas, por el bosque o la playa, un lugar donde pueda descansar la vista, charlando con amigos o simplemente dejando volar mi imaginación.

Una buena comida con amigos: cordero, chino, un picnic con lo que llevemos, lo que sea pero con amigos, y una larga sobremesa junto a la chimenea, con café y copa, muchas risas y alegría. Que mi estómago quede satisfecho y mi corazón también.

Pasaría la tarde leyendo algo entretenido, o paseando de nuevo, o durmiendo la siesta, o jugando una partida de cartas, de manera que cuando llegase el atardecer me pondría a preparar algo de comer, picoteo, de ese que tardas más en hacer que en comer, con una copa de vino y mi gente. Hablar de la vida y de la muerte.

Llega la noche, y paso un tiempo conmigo mismo, al aire libre, bien abrigado, mirando las estrellas, sentado junto a la mujer que amo, acariciando su piel y sus cabellos, mientras ella respira tranquilamente a mi lado, confiada y segura. Me duermo dando gracias.

sábado, abril 09, 2011

Para mi corazón basta tu pecho

“… se encuentra firmando en nuestra librería, en la planta baja.”

A Daniela le sorprendió escuchar el nombre. Había ido a los grandes almacenes un poco a pasar el rato, realmente no necesitaba nada, pero siempre le había gustado curiosear por los distintos departamentos, y hoy el día aconsejaba estar a cubierto. El cielo plomizo y el viento no invitaban a pasar la tarde en el exterior.

Escuchó por segunda vez, para comprobar que no se había equivocado. Su mente retrocedió 15 años, a sus primeros años de universidad. Allí le conoció, en un foro sobre literatura romántica al que una de sus amigas le invitó, un joven de su misma edad, con ganas de ser escritor. Fue un flechazo. ¡Tenían tanto en común! Ella fue la destinataria de sus primeros escritos, torpes intentos de poesía que sin embargo le hicieron la mujer más feliz del mundo. Ella criticaba sus primeros intentos, le aportaba ideas, se embelesaba con su forma de escribir, de hablar. Durante el resto del curso estuvieron cogidos de la mano: conferencias, tardes en la biblioteca, salidas al cine, a bailar…

Sin saber cómo, Daniela se encontró en la sección de librería, sus pasos la habían llevado hasta allí de forma inconsciente. Cerca de la caja principal habían dispuesto una mesa con un tapete rojo, sobre la que había una pequeña pila de libros, seguramente dispuestos para la firma. Él estaba sentado, con un traje gris, sin corbata (nunca le gustaron), el pelo corto, inclinado hacia delante; una jovencita se encontraba en ese momento presentándole un libro, seguramente pidiendo el autógrafo del autor.

Terminó el curso y se separaron, para pasar el verano en compañía de sus familias. Durante las primeras semanas se escribieron con regularidad, manteniendo el contacto; las cartas de él eran declaraciones de amor, cada vez más elaboradas, cada vez más apasionadas. Pero poco antes del otoño Daniela sufrió un accidente, que le impidió empezar el curso académico en las fechas normales. Él no fue a visitarla, y en las pocas semanas que duró su convalecencia sus cartas fueron cada vez menos frecuentes y efusivas. Sus amigas no querían hablar de él, cuándo ella les preguntaba. Al volver finalmente a las clases, pasadas las fiestas de Navidad, Daniela fue en su busca. Le encontró en la cafetería de la facultad, de la mano de una muchacha rubia que le miraba embelesada, mientras él le hablaba con pasión. Lloró durante todo el trimestre, y solo gracias a la ayuda de sus amigas pudo recuperarse y volver a disfrutar la vida.

Los años habían sido buenos con él. Se le veía fuerte y saludable, el pelo quizás un poco escaso, tal vez por eso lo llevaba muy corto, lejos ya de las melenas estudiantiles. Ya no llevaba aquellas horribles gafas de pasta (Daniela recordó la primera vez que se las quitó para mirarla). Mientras se colocaba en la cola para la firma, Daniela pudo comprobar que la mayoría de sus lectores eran jóvenes adolescentes, en parejas o acompañadas de sus madres, claramente excitadas por la posibilidad de la dedicatoria.

Se había licenciado y empezado a trabajar en un bufete, como secretaría. Allí conoció a un hombre bueno, con el que se casó y tuvo una hija. Ahora era una señora casada, y le había olvidado por completo. Hasta que una tarde, en una de sus librerías favoritas, una portada le llamó la atención, y al leer el nombre del autor su cerebro recuperó todas las memorias olvidadas. Compró el libro y esa misma noche lo empezó. No estaba mal, era una historia un tanto manida, chico encuentra chica, chica deja chico, chico recupera a chica. Sin embargo, se notaba en las palabras y en la forma de combinarlas que el autor era capaz de cosas mejores.

A partir de entonces, le siguió la pista. Supo (y leyó) de sus obras posteriores, ya más adultas, de sus colaboraciones con periódicos… Cuando una de sus novelas fue llevada al cine, escuchó una entrevista suya en la radio del coche, mientras viajaba de camino a una cita con un cliente. Oír su voz le provocó una dulce nostalgia, que ante su marido ocultó con una excusa cualquiera.

No era una sesión de firmas común. Daniela observó como él dedicaba un tiempo a hablar y preguntar a cada una de sus jóvenes fans, intentando que el momento fuera agradable para todos. Su sonrisa no había perdido la calidez con la que la recordaba, y sus manos conversaban mientras hablaba con las jóvenes.

Llegó su momento. Estaba muy nerviosa. Se acercó a la mesa, intentando que no le temblaran las piernas, adelantando el libro con una mano, mientras con la otra sujetaba su bolso contra su costado, tal vez para que el corazón no le saltara del pecho.

Hola
Hola, cómo estás
Me encanta como escribes
Muchas gracias, ¿a quién dedico el libro?
A Daniela.

Mientras intercambiaban estas frases ella le observaba, vigilando su mirada mientras veía cosas que no había percibido en la distancia de la fila: ligeras arrugas en sus ojos y frente, una lejana cicatriz en la comisura de sus labios, canas en su cabello. Su mano, que había empezado a escribir en la primera página del libro, se detuvo al escuchar su nombre. Levantó su mirada y los ojos de ambos se encontraron por un momento

¿Daniela?
Sí, solo Daniela
¿Quién es? ¿Tu hija?
Sí, es mi hija.

Fueron tal vez dos segundos, pero Daniela creyó percibir en los ojos de él un atisbo de reconocimiento, y por un instante, su cara se relajó y se transformo en el rostro de aquel otro escritor al que había amado en su juventud. Solo un instante. En seguida, el bajó la mirada y con un trazo seguro y elegante terminó la dedicatoria, cerró el libro, y se lo entregó.

Espero que le guste
Muchas gracias, yo…

No pudo seguir. Él ya había desviado la mirada hacia la siguiente persona de la fila, indicando que su turno había terminado. Daniela se retiró, caminando hacia la salida, con la cabeza llena de pensamientos, de sentimientos, de cierta melancolía que se le pasó inmediatamente al llegar a su casa. Allí le esperaba su hija, y pronto olvidó el incidente.

Un par de días más tarde encontró el libro en el asiento del coche, donde lo había dejado. En la portada aparecía un faro sobre un gran peñasco en medio del océano, con olas batiendo contra su torre, que iluminaba a lo lejos. “Amor a distancia”. Lo abrió. En la primera página, con una letra alargada y elegante aparecía la dedicatoria:

Para Daniela, luz de mi juventud…

lunes, abril 04, 2011

Flying

Encontramos la isla después de varios días de navegación por mar abierto. Apareció entre neblinas, a poco de salir el sol, mientras el barco mantenía el rumbo nor-noroeste desde su salida de puerto. El capitán nos llamó enseguida, nuestro destino estaba a la vista. Nos miramos a los ojos, expectantes, ¡habíamos llegado!

En pocas horas arribamos a la isla y desembarcamos nuestras cosas: varios baúles con ropas, herramientas, alimentos. Ya habíamos estado antes, por lo que sabíamos que la isla nos proporcionaría agua, frutas y pescado durante todo el año, por lo que nuestras provisiones estaban mayormente enlatadas. El refugio que habíamos construido la última vez aún se mantenía en pie, aunque era evidente que necesitaba reparaciones urgentes.

Con un fuerte apretón de manos y un ¡Buena suerte! lleno de sinceridad, el capitán nos despidió esa misma noche, y al alba el barco ya no era visible en el horizonte. Estábamos solos. Como nosotros queríamos.

Esa noche apenas dormimos, preparando el refugio con las mínimas comodidades para poder estar en él: ahuyentamos a todas las criaturas que encontramos, desde arañas y murciélagos hasta una serpiente de manglar que encontramos en lo que sería nuestro dormitorio. Arreglamos el techo de la habitación principal, por si acaso el día llegaba con lluvia, e instalamos una nueva mosquitera en la cama, a la que pusimos relleno fresco y sábanas limpias. La noche estaba muy avanzada cuando por fin nos acostamos, los dos excitados por el sueño cumplido; incapaces de cerrar los ojos, estuvimos hablando hasta la salida del sol, cuando nos quedamos dormidos abrazados el uno al otro.

Los siguientes días fueron de un tremendo ajetreo en nuestra isla. Mientras ella desempacaba y organizaba el almacenamiento de nuestros víveres y pertrechos, yo me dediqué a cortar leña, preparar tablones, reparar puertas y ventanas, recomponer techos, remendar suelos, reformar las instalaciones de agua (teníamos una cañería de bambú que nos surtía de agua fresca desde un manantial cercano) y sanitarias (el nuevo pozo negro fue todo un reto)… A mediodía parábamos para comer algo y hacer recuento de nuestros progresos. Poco a poco el antiguo refugio se estaba volviendo habitable, y nosotros nos sentíamos cada vez más dichosos y felices.

La primera tormenta llegó a los pocos días, acompañada de improperios y autoreproches por mi parte, al comprobar el gran número de goteras que tenía el techo. Ella se rió. Me abrazó por detrás, mientras intentaba arreglar un poco el daño, y me besó en la nuca; al darme la vuelta, sorprendido, me acercó a ella y me dio un largo beso, mientras sus manos se enredaban en mi pelo húmedo. Démonos una ducha dijo entre risas, y los dos nos pusimos a perseguirnos bajo la lluvia, desnudos, hasta acabar en el suelo, uno encima del otro.

Al poco rato la lluvia dejó de caer, y enseguida el sol se abrió paso entre las nubes. Nos habíamos refugiado bajo un dosel de hojas de palmera, exhaustos después del amor, nuestros cuerpos aún enlazados. ¿Te gusta vivir aquí? le pregunté. Mirándome a los ojos me respondió No querría estar en otro sitio que no fuera contigo.