jueves, diciembre 30, 2010

Y en Santiago tantas cosas...

Fue el año que llegaron las gaviotas al pueblo. Nadie sabía qué hacían esos pájaros de alas afiladas sobrevolando el pueblo en bandadas hacia el sur, mientras la primera luz del día se filtraba por las ventanas, y que regresaban al anochecer haciendo el camino contrario. Jano, el boticario, las identificó como gaviotas marinas, porque había hecho la mili en Sidi Ifni y era de los pocos en el pueblo que había visto el mar. Doña Blasa enseguida las consideró como una señal del fin de los tiempos, lo que obligó a don Joaquín, el cura párroco, a desmentir tan fasto acontecimiento desde el pulpito de la iglesia.

Fue ese verano cuando, en una tarde más calurosa de lo habitual para las fechas, y mientras todo el pueblo dormía la siesta con las persianas bajadas y huyendo del azote del sol, llegó a la plaza del pueblo un viejo autobús Chevrolet, traqueteando por la carretera desde Valgarrovillas. Algunos de los vecinos luego contaron que se bajaron del mismo varias mujeres, algunas con rabo o con grandes pechos, dependiendo de quién contase la historia. La realidad es que sólo bajó una persona, una mujer de mediana estatura, vestida con una falda tableada de amplio vuelo y una camisa de seda blanca, con el pelo recogido en un moño y tocada con una gran pamela para protegerse del sol. Con la ayuda del conductor y varios de los pasajeros bajó un gran número de maletas y varios arcones, que fueron transportados desde la plaza al interior de una de las casas medio derruidas que estaban entonces en la calle Camino.

Ahora ya no existen, devoradas por el afán constructor que asoló el país hace algunos años, donde cualquier terreno o edificio de alguna edad era pasto inmediato de grúas y andamios, para acabar como hostal, pabellón o edificio de apartamentos. Pero en aquel entonces en la calle Camino había media docena de casas construidas a mediados del siglo pasado y que, aunque aún sólidas y en buen estado, habían visto mejores tiempos: ventanas sin cristales, techos derruidos, basurero de las casas aledañas, criaderos de malas hierbas y matojos, hogar de roedores y lechuzas, en fin, típicas casas abandonadas como hay en muchos pueblos de nuestra España interior.

Después de entrar el último de los baúles, el viejo Chevrolet carraspeó y partió siguiendo la carretera, perdiéndose en la distancia y en la memoria. Cuando los vecinos despertaron de la tórrida siesta, nada quedaba en el pueblo que hiciese sospechar que tenía un habitante más.

Todo eso cambió a la mañana siguiente, cuando, entre una nube de polvo y palabras malsonantes, llegó a la plaza un camión Ford AA con una cuadrilla de hombres subidos a él, que empezaron a gritar y maldecir al calor en voz alta en cuando se bajaron del vehículo. De la carlinga salió un hombre ya mayor, tocado con una boina de franela negra, a pesar del intenso calor. Él fue quien saludó a la mujer que salió a recibirles a la puerta de la casa, mientras el resto de la cuadrilla descargaba aperos y herramientas. Tras una breve charla con la mujer, el hombre comenzó a gritar ordenes y asignar trabajos, y al poco tiempo la calle Camino hervía de actividad: mientras un grupo comenzaba la limpieza de basuras y escombros, otro se encargaba de la preparación de materiales, mientras otro realizaba las primeras labores de estimación del trabajo, bajo la supervisión del hombre de la boina, que consultaba de vez en cuando con la mujer. Ella se había puesto un pantalón de tela negra y una camisa de manga corta roja, junto con un pañuelo blanco al cuello y un sombrero de paja para el calor, que ya comenzaba a hacer mella sobre las piedras de la calle.

martes, diciembre 28, 2010

No me cansaría de ser tu batalla diaria

Me llamo María. En realidad no es mi verdadero nombre, pero comprenderán que no quiera que se sepa. Tengo 39 años, y estoy casada hace hace más de 20 años. Mi vida sentimental siguió los mismos patrones que las de otras muchas chicas de mi edad: me educaron en un colegio de monjas, y a pesar de todos sus desvelos, me eche novio en cuanto terminé el colegio, uno de esos chicos malos que había en el barrio. Con él perdí la virginidad y mucha de la inocencia que me habían dejado las hermanas Ursulinas. Luego conocí al que es ahora mi marido, empezamos saliendo en pandilla con otros amigos del barrio, luego tuvimos algunas citas a solas, al cine, a algún concierto, y al poco tiempo ya nos estábamos morreando en su coche o en el parque. Nuestra relación tuvo sus altibajos, lo dejamos un par de veces, pero al final nos dimos cuenta de que nos encontrábamos más a gusto el uno con el otro que separados y decidimos hacernos novios formales. Seguimos saliendo mientras él iba a la Universidad, y al acabar los estudios entró como pasante en un bufete de abogados que debía algunos favores a su padre, mientras yo trabajaba en un banco como administrativa. Poco tiempo más tarde nos casamos y nos convertimos en una pareja de lo que llamábamos pequeñoburgueses en nuestra época universitaria.

Mi relación con Juan (tampoco es su nombre real) es buena, nos conocemos muy bien y sabemos cómo soportar nuestras pequeñas manías. Por desgracia no podemos tener hijos. Juan es un buen hombre, reservado para sus cosas pero muy divertido y alegre cuando se lo propone.

Todo comenzó una tarde de verano, cuando ya se acababan las vacaciones, y yo apuraba los días de playa, con el fin de obtener un bronceado más intenso, que provocara la envidia de mis compañeras de oficina. No es por echarme piropos pero aún tengo un buen tipo: unos pechos firmes, no muy grandes, un vientre casi plano, una cara agradable con una (me han dicho) bonita sonrisa. Vamos, que en bikini aun soy capaz de levantar algunas miradas, y otras cosas más…

Ese día estábamos en la playa, cerca del hotel en el que nos alojábamos, y Juan había decidido ya abandonarme por una cerveza bien fría en el chiringuito, mientras yo terminaba de hacerme por un lado y me daba la vuelta para el siguiente. Normalmente leo, escucho música o dormito en esos lances, pero aquel día me dio por mirar hacia la playa. Y entonces le vi. Surgiendo de las aguas, como un Venus Afrodito, apareció el mejor cuerpo que había visto hasta entonces: un muchacho alto, de pecho ancho y brazos torneados en el gimnasio, unos grandes pectorales y (según pude comprobar más tarde) duros como piedras, igual que sus abdominales, con unas piernas fuertes y largas. Me sorprendí a mi misma deseando que se diera la vuelta para poder admirar el resto de su anatomía, que un escotado tanga dejaba más que adivinar.

Debió ser la fuerza de mi pensamiento, porque el caso es que giro su cabeza hacia mí y sonrió, dejando ver unos dientes blanquísimos en una mandíbula de acero. En ese momento la temperatura en la arena a mi alrededor debía estar cerca del punto de cocción porque yo sentía mi cara completamente ardiendo, pero no podía dejar de admirar su hermoso cuerpo, ni apartar la mirada del cacho carne que le salía por…

¡¡María, ¿está ya la comida?!! No sé qué coño haces escribiendo tanto, parece que estés haciendo caligrafía. Anda, ponme la mesa que tengo que irme a ver el partido con los amigos al bar de Luis.

María dejo el lápiz sobre el cuaderno, y comprobándose los rulos, fue a poner la mesa a su marido. Mientras le servía las patatas, bajo el murmullo de la tele, pensaba en la continuación de su relato y trataba de que no se asomara la sonrisa en su cara.

lunes, diciembre 27, 2010

Prólogo

Me gusta viajar en tren, sobre todo saliendo muy temprano. La sensación de ver amanecer sentado cómodamente mientras siento el traqueteo del viaje la he asociado siempre a un tiempo de ocio, de vacaciones. Hoy estoy recorriendo el país para encontrarme con mi familia, en mi hogar natal. El mundo aún no se ha despertado, y el exterior se va aclarando conforme pasan las horas. Es un día gris, lleno de agua, y el reflejo de interior del vagón en el cristal tarda en desaparecer.

Al cabo de un rato, pierdo la mirada en los paisajes de mi tierra: grandes dehesas, con alguna casa solariega escondida entre montes de encinas y alcornoques, vallados con una red de alambradas y carteles de Prohibido cazar. Agua en todas sus manifestaciones: charcos, lagunas, regatos, ríos, pantanos, nubes. El paisaje verde armoniza con mi estado de ánimo, alegre pero cansado. Me siento bien, con nuevos proyectos para el año que comienza, nuevas ideas, nuevos sentimientos...

En cada parada examino cuidadosamente a los pasajeros, personas mayores que van a visitar a los hijos o nietos, jóvenes que marchan de regreso a la universidad o vuelven a casa por vacaciones, militares en tránsito entre dos destinos, jovencitas en viaje de estudios. Todos tienen una característica común, el viaje, somos compañeros durante un tiempo de nuestras vidas y luego nos perderemos de vista

La metáfora resulta clara cuando lo pienso: el viaje en tren es un trasunto de la vida. Partimos de la estación de Nacimiento, atravesamos diversas paradas durante nuestra niñez y adolescencia; en cada estación suben y bajan personas que nos acompañan durante un trecho, algunas por más tiempo, otras solo durante un breve momento. Nuestro tren, como la vida, va recorriendo sus vías y nosotros nos acercamos poco a poco a Término, cómo lo hagamos depende muchas veces de nosotros mismos. Algunos pasajeros, pocos, nos acompañarán hasta que nos bajemos en nuestro destino, a otros los habremos perdido mucho antes. Somos nosotros los que elegimos, los que nos presentamos, hablamos, conversamos, nos reímos, convencemos a cada pasajero de que se quede con nosotros un rato más, les hacemos perder su apeadero y seguirnos en el viaje.

Yo soy afortunado. Conmigo viajan varias personas, todas ellas excepcionales y únicas, algunas han ido en el mismo tren, pero en distinto furgón durante gran parte del camino, otras se acaban de incorporar al viaje; unas pocas se han sentado a mi lado durante algunas estaciones, a esas siempre las recordaré. Pero el tren no para, y en las próximas estaciones puede que encuentre a alguien que se siente conmigo el resto del viaje, ¿quieres ser tú?

martes, diciembre 21, 2010

Futuro presente II

Querido hijo,

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud, tu madre y yo nos encontramos bien, gracias a Dios.

Te escribo para contarte que hace frío, desde que te fuiste no ha habido calor en el hogar, y tu madre ha estado llorando casi todo el tiempo. A mí la congoja también me agarra el corazón y los ojos se me llenan de lágrimas, aunque los hombres no lloramos.

Te escribo para pedirte que nos perdones, nunca quisimos tu mal, todo lo hicimos siempre pensando en lo mejor para ti. Nunca pensamos en que nuestra vida juntos se acabase, ni quisimos que tú sufrieras por ello.

Te escribo para pedirte perdón, por los años en los que falté, por no haber estado cuando me llamabas, ni haber podido arroparte en las frías noches de invierno. Pero había que llevar pan a la casa, y tuve que marchar lejos para poder hacerlo. Los años que pasé lejos de ti fueron tristes y sin alegría, nunca me perdonaré haber perdido tu infancia.

Te escribo para que perdones a tu madre. Siempre te tuvo en su corazón y en su cabeza, y si trabajó como una esclava fue para poder darte lo mejor, una buena escuela, buenas ropas, comida. Siempre que pudo estuvo a tu lado, siempre que pudo jugó contigo, te ayudó con los deberes, hizo de padre y madre a un tiempo.

En fin hijo, ahora que eres un hombre y que pronto serás padre, perdona a tus padres por todo lo que te han faltado, aprende de nuestros errores y repite nuestros aciertos, que también los tuvimos.

Y si te acuerdas, riega de vez en cuando el árbol que plantaste sobre nuestras cenizas para que crezca fuerte y pueda sostener a nuestros nietos cuando jueguen con nosotros.

Tu padre que te quiere.

viernes, diciembre 17, 2010

Peace on Earth

La Navidad también llega al sur, momento de hacer balance. Un año difícil en el que han pasado cosas malas y cosas buenas, rupturas y encuentros, besos y bofetadas, inicios y finales. Un año de muchos principios, que me llenan de esperanzas para el que viene; un año de descubrimientos, un año de gratitud. A los que estáis al otro lado,

Felices Fiestas y Próspero Año Nuevo!
Season Greetings and Happy New Year!
Prettige kerstdagen en een Gelukkig Nieuwjaar!

즐거운 성탄절 보내시고 새해 많이 받으세요
Joyeux Noël et bonne année

 أجمل التهاني بمناسبة الميلاد و حلول السنة الجديدة
 Sretan Božić!

lunes, diciembre 13, 2010

Edén

Los veo casi cada día, al volver al trabajo despues de almorzar, sentados en una de las esculturas del museo, o en las escaleras, ajenos a mi mundo y creando el suyo propio. He de confesar que muchas veces ralentizo el paso cuando los diviso, envidioso de su felicidad y de su juventud. Ellos permanecen ajenos a mis miradas, y a mis sonrisas complices, ella sentada sobre él, mientras le acaricia la cara con arrobo; él, con la mirada abandonada en sus ojos, sus manos en su talle, que en ocasiones se pierden dentro de su camisa, o acariciando suavemente la piel de su costado.

En los breves momentos en que nuestras vidas se cruzan cada día, nunca les he oido hablar, están en esa fase del amor en que los susurros retumban en el cielo, y los silencios tienen más significado que cualquier discurso. A veces me preguntó qué podrán decirse, y recuerdo mis propios inicios, con profundas conversaciones sobre nada y largas lecturas de los ojos de mi pareja.

En ocasiones ella visté el uniforme del colegio, mientras él sigue con vaqueros raidos y camisa. Me divierto imaginando la salida de ella de las clases, los susurros y comentarios de las amigas, su alegría sin disimulos cuando se encuentra con él, el beso tierno y corto para que no les molesten las compañeras, caminar de la mano hasta el museo y encontrar un lugar donde poder abrir un universo privado, donde solo ellos pueden entrar.

Luego las preocupaciones y problemas cotidianos me hacen olvidar a esa pareja juvenil hasta que los vuelvo a ver al día siguiente, siempre en la misma zona asoleada del museo, siempre en la misma postura, recordandome que la esperanza no muere, que pasado y futuro se confunden en el presente.

sábado, diciembre 11, 2010

Dejando al corazón volar

Los años pasaron por Algerna lentos y tranquilos, mientras Lumia crecía y se convertía en mujer. Internada durante el año escolar en un centro para señoritas de la capital de la provincia, acostumbraba a pasar los veranos en casa de sus abuelos, haciendo la vida apacible y serena que hacían las niñas de su edad: conversaciones con las amigas a la salida de misa de doce, siestas durante las horas centrales del día, bien durmiendo en su cama en el piso noble de la casa, o bien cosiendo y hablando con la abuela en la fresca terraza del piso superior. Durante las tardes, como todas las muchachas de Algerna, paseaba arriba y abajo por la carretera, los primeros años con alguna tía o prima mayor, que hacía de carabina para evitar que los muchachos pudieran intentar algo indecente.

Aquel era el primer año en el que el grupo de amigas paseaban solas, haciendo la carretera mientras cuchicheaban y hablaban de sus cosas: de los vestidos que tenían o habían visto, de los temas candentes del pueblo, de los próximos bailes, de la romería y, por supuesto, de los chicos que las seguían a varios pasos, o las esperaban a las afueras del pueblo, lejos de las miradas indiscretas de padres y tutores.

Lumia se había convertido en una bonita joven, con un hermoso pelo castaño y un rostro agradable, donde destacaban unos ojos negros y una sonrisa que iluminaba su cara. No era la más hermosa del pueblo, pero no se encontraba fea cuando se miraba al espejo, y eso era todo lo que necesitaba. Las huellas del accidente y de la muerte de sus padres ya estaban profundamente enterradas, y solo de vez en cuando una expresión de tristeza se asomaba a sus ojos, cuando algo le recordaba a sus padres.

Ese verano conoció a Franco, un muchacho italiano, moreno, de ojos negros y piel bronceada por el sol, que estaba pasando el verano en el campamento juvenil que los hermanos teresianos tenían junto al río, en la Tejeda. No debían haberse conocido, puesto que los chicos no subían al pueblo y los curas controlaban las visitas en el campamento, pero el día de su llegada el autobús de los chicos se rompió al entrar en el pueblo, y los campistas tuvieron que recorrer los últimos kilómetros a pie, y coincidieron con las muchachas durante su paseo vespertino.

Notas y mensajes cruzaron el camino entre el campamento y Algerna, gracias a Gertrudis, cuya madre trabajaba en la cocina del campamento, y a los pocos días un grupo de chicos se escabullía por el monte para llegar a un punto predeterminado en la carretera, donde apareció un grupo de muchachas al poco tiempo. Esos encuentros furtivos se repitieron todo el verano, aunque el grupo se fue desmembrando hasta que cada pareja tuvo su propio ritmo y lugar.

Franco y Lumia gustaban de un grupo de rocas de granito, en un prado mirando al valle entre dos bosquecillos de pinos, con un hueco que les protegía de miradas indiscretas; las rocas estaban calientes por el sol de la tarde, y ese calor les dio la excusa perfecta para iniciar el juego. Besos, torpes caricias y promesas de amor eterno se sucedieron en ese escondrijo, hasta que el mes de septiembre llegó, con su olor a vino, higos y manzanas, y el final del campamento.

La tarde anterior se despidieron con lágrimas y besos, regalándose objetos que demostraban su amor eterno: Franco le regaló una pequeña copa tallada en madera, en la que había estado trabajando todo el verano, y Lumia un pañuelo con sus iniciales bordadas por ella misma, que Franco usó para enjugar sus lágrimas cuando se despidieron hasta el año próximo, aunque ellos no sabían que no volverían a verse.

Unos meses más tarde, mientras los dos adolescentes endulzaban el olvido con el fuego y la pasión de la juventud, un grupo de operarios llegó a Algerna. Durante varias semanas estuvieron arreglando la vieja casona, reparando agujeros en el techo, paredes podridas, ventanas torcidas, instalando una nueva fontanería más moderna…

Se fueron como habían llegado, en silencio, y con la explosión de flores en los cerezos de la majada llegó el hombre y se instaló en su casa.

jueves, diciembre 09, 2010

Bendita tu mirada

Me gustan las tardes claras, después de una mañana de lluvia y vientos intensos. El azul del cielo nunca es tan vívido como cuando la tormenta ha aclarado los cielos de la ciudad, ni la brisa es tan agradable como cuando lleva los aromas de las hojas y ramas verdes en descomposición, lavadas por el temporal y aplastadas por los pasos de la gente.

En esas tardes me gusta salir a pasear, con el viento en la cara, con el corazón alegre, bebiendo de la vida que se despliega a mí alrededor. El agua de charcos, ríos y lagunas me calma, me proporciona paz; en esos momentos me vienen a la memoria otras aguas, otros mares en los que pasé parte de mi vida: el limpio añil del Nilo, saliendo fresco y ligero de la presa Nasser, la transparencia de las aguas ibicencas, la inmensidad del Pacífico desde los acantilados al sur de Ranu Kau, donde los sueños podían volar.

martes, diciembre 07, 2010

Todos los muertos están bajo tierra

Todas las casas antiguas tienen su respiración, y la mía no era una excepción. Corrientes de aire, que entraban y salían por recovecos en muros y techos, crujidos nocturnos, cuando las viejas maderas se enfriaban y se preparaban para pasar la noche, espejos que reflejaban los rayos de sol de formas extrañas engañando a mis ojos, todo el repertorio de ruidos y luces se podía encontrar en mi casa.

La compré hace unos años, cuando ya no podía soportar más en la gran ciudad y necesitaba un lugar tranquilo y alejado. La había visto en un catálogo de una inmobiliaria especializada en casas de campo, y me había gustado su ubicación, y sobre todo su precio, muy por debajo de lo que se suele pagar por estas casas. Efecto de la crisis, pensé. Sin embargo, me costó muy poco decidirme cuando la pude recorrer por primera vez a solas, mientras el corredor terminaba unos asuntos con los guardeses.

De estilo castellano popular, con recias vigas de roble y suelos de barro cocido, la planta noble estaba dominada por una escalera de madera, que cubría una despensa bajo sus peldaños. Este detalle, que me recordó a la casa de mis abuelos, junto con el buen estado de conservación y el bajo precio, me hicieron decidirme en la primera visita.

En la primera planta, dando al oeste sobre un hermoso prado y un bosquecillo de tejos, había una pequeña habitación con una ventana que inmediatamente se convirtió en mi despacho y sala de lectura. Con una antigua mesa de trabajo rescatada de un chatarrero y restaurada por mi, la habitación se convirtió en mi lugar preferido, trabajando sobre mis libros y dejando descansar ocasionalmente la vista sobre el verde prado.

Sin embargo, tenía una peculiaridad: su puerta se abría y cerraba sola. Las primeras veces no le di ninguna importancia, acostumbrado como estaba ya a la respiración de la casa, y achacando el fenómeno a corrientes de aire o a que la había cerrado mal. Una noche de verano todo cambió. El cielo presagiaba tormenta, y yo había subido a mi despacho con un buen montón de folios mecanografiados y un vaso de whisky; mi intención era repasar gran parte de lo escrito en el último mes, y, consciente de las rachas de aire huracanado que precedían a la tormenta, cerré concienzudamente la puerta de la habitación, para evitar sobresaltos. Recuerdo claramente haberlo hecho.

Pasaron varias horas, y yo estaba enfrascado en un pasaje dificil cuándo escuché claramente el clik de la puerta al abrirse. Algo había tirado del pestillo y la había abierto. Mi primer pensamiento fue de fastidio, por no haber cerrado bien la puerta. Me levanté y fui a cerrarla. Pero a dos pasos de ella, la puerta se cerró. Suavemente, como si alguien se hubiera equivocado y no quisiera molestar. Me paré en seco. Aún estaba en esa posición, intentando asimilar lo ocurrido, cuando vi claramente como bajaba el pestillo y la puerta se abría de nuevo lentamente. Un escalofrío recorrió mi espalda, los pelos de mis brazos se erizaron como tocados por una corriente eléctrica, y una inquietante sensación de hormigueo se instaló en mi nuca.

Sabía positivamente que estaba solo en la casa. La penumbra que rodeaba el dintel no era lo suficientemente intensa como para que alguien se estuviera escondiendo en ella, y sin embargo, yo notaba una presencia, una mirada desde más allá de la puerta. El sonido del viento en los huecos de la casa producía silbidos y susurros, como si alguien intentara comunicarse conmigo. Con cierto temor, tengo que reconocerlo, gire la manilla y cerré de nuevo la puerta.

domingo, diciembre 05, 2010

Bel canto

La escena se repitió durante gran parte de su niñez. Su padre, de regreso de una de sus muchas reuniones de trabajo, había llegado a la casa de forma repentina, inesperadamente. Su madre estaba estudiando el diálogo de su próximo papel, mientras Lumia permanecía en su cuarto, envuelta en su mundo de fantasía: una princesa de cuento, rodeada de sus caballeros y pajes, de amor y cariño, hermosa y feliz.

No recordaba cuándo se percató de las voces y los gritos. Las peleas entre sus padres eran tan corrientes e hirientes, que Lumia procuraba no darse cuenta de las mismas: sus padres, cuando ella no estaba presente, no se refrenaban en absoluto, y muchas veces las palabras de desprecio eran seguidas por el ruido de los destrozos, y, en ocasiones, de los golpes.

La niña no lograba entender qué pasaba de malo en su familia. Un padre exitoso y una madre bella y famosa, que eran la envidia de sus amigas del colegio, pero que por alguna razón no se soportaban en la intimidad. Con el correr de los años, y las muchas discusiones, había logrado entender que sus padres estaban juntos solo por conveniencia, solo por evitar rumores de la sociedad, que los veía como una pareja feliz mientras en la realidad cada uno hacia su vida por separado.

Años más tarde, cuando tuvo edad y fuerza suficiente para hurgar en la vida de sus padres, descubrió los muchos amoríos de ambos: secretarías, bailarinas, compañeros de reparto, directores… Todos una forma de buscar el amor y cariño que no encontraban el uno en el otro, mientras su hija iba creciendo demasiado lentamente para ellos.

Aquella noche fue distinta. Su padre había llegado bastante más bebido que de costumbre, y su madre estaba furiosa porque el guión se le estaba atragantando. Así que la tormenta de reproches e insultos estalló casi instantáneamente, subiendo de tono y fuerza, logrando sacara Lumia de sus ensoñaciones. La muchacha escuchó por un momento, mientras las hirientes palabras le llegaban desde el salón en el piso inferior. Una rabia que no había sentido nunca antes se apoderó de ella, mientras intentaba acallar los gritos con la almohada; las lágrimas surcaban su rostro mientras pedía que se callaran, primero en susurros y luego con toda la potencia de su garganta.

El silencio la asustó más que la discusión, su casa nunca estaba tan callada. ¿Mama? ¿Papa? La falta de respuesta hizo su miedo mayor. Salió de la habitación y bajo hacia el salón. Una bombilla parpadeante daba un poco de luz desde una lámpara caída. La habitación estaba en desorden, con sillas y cuadros por el suelo, vasos rotos y fotografías destrozadas. ¿Mama? ¿Papa? volvió a repetir, ahora ya asustada.

Tropezó con los cuerpos, y cayó sobre su madre, Tenía una expresión como de sorpresa, mirando hacia el techo, y una mancha de… Se levantó aterrorizada, la palma roja con la sangre de sus padres, que yacían a sus pies. Iba a salir gritando cuando unas fuertes manos la agarraron y la taparon la boca, impidiéndola respirar. Forcejeando histéricamente con su opresor, no escuchó sirenas lejanas mientras perdía el conocimiento.
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La policía había llegado apenas unos minutos después de que los vecinos les alertaran, cansados ya de las broncas y discusiones, y eso salvó a Lumia. El inspector, amigo de juventud del hombre, y que le había ayudado a rellenar los vacíos de la historia, le contó también de las conexiones mafiosas del padre de Lumia, de sus deudas de juego, y del móvil del crimen; una advertencia para otros deudores. “La muchacha no era más que un extra, por eso la dejaron vivir” le dijo, mientras le daba la mano al despedirse.

miércoles, diciembre 01, 2010

Espirítu de las navidades pasadas

Recuerdo las largas noches sobre mi escritorio, escribiendo y volviendo a escribir notas que nunca mostré a nadie. Recuerdo mis primeras poesías de adolescente, un chico retraído que buscaba cómo atraer a sus compañeras, pero que no podía soportarse a sí mismo. Recuerdo las primeras heridas en mi corazón, cuando los primeros brotes de amor se secaron por unas palabras mal dichas. Recuerdo los años de ausencia, perdido en mi mundo, cuando alguna ventana se abría al exterior pero yo inmediatamente la cerraba, temeroso de que el aire del exterior quebrantará mi atmósfera.

Recuerdo mi primer viaje, el autobús, los compañeros, la primera noche en el hotel, todos sentados en la cama de la habitación de las chicas, las risas; los chistes en el camino al santuario, el paisaje de una ciudad quemada y misteriosa. Recuerdo los champiñones fritos en el restaurante, con mi compañera de viaje, el sabor del mundo exterior, el frío nocturno y la alegría de viajar, de caminar, de estar fuera de mí.

Recuerdo el azul profundo del río, la maravilla del agua en el desierto, las ruinas que hablaban de milenios, la belleza de los atardeceres y el mágico instante de un café junto al río de la historia. Recuerdo la soledad, el ruido del motor del barco en mi habitación, las flores que brotaban en mi balcón, qué placer el té frío al mediodía.

Recuerdo la cerveza, la grappa después de una buena comida, el hablar con gentes de otros países, otras culturas, la camaradería, el dolor de la pérdida, no menor por esperada.

Recuerdo la nieve sobre las cumbres de los Andes, el inmenso océano bajo mis pies, el viento que quería elevarme sobre la cima del volcán, la niña que corría alocada ladera abajo, la expresión sorprendida de un bebé al salir del vientre de su madre, las primeras risas, las caricias, la fuerza de su mano en mi dedo…

domingo, noviembre 28, 2010

Air éphémère de l'hiver

Pasa, por favor, hace tiempo que quería hablar contigo. Siéntate, ponte cómoda. ¿Te puedo ofrecer algo, café, té, una infusión? Aún tienen ese té inglés con naranja que tanto te gustaba. ¿Sí? Yo tomaré un café vienés, por favor.

Cuánto tiempo. Te vi pasar el otro día por enfrente de la tienda, y eso me animó a llamarte, espero que no te molestase. Qué tontería, si estás aquí. Perdona, estoy un poco nervioso, he pasado toda la noche planeando lo que quería decirte y ahora no me acuerdo de nada.

¿Recuerdas cuándo empezamos a salir? No querías que te acompañara a casa para que no te viera tu madre. Te dejaba en la esquina, y a veces dábamos varias vueltas a la manzana, para prolongar un poco más el tiempo. Me acuerdo de aquellos primeros besos con lengua en el Retiro, debajo del árbol del amor, y de aquellos largos paseos en invierno.

Conservé muchos años el pequeño búho que me regalaste. Claro que no contaba la historia completa, no creerás que querría meterme en líos. También conservo tus cartas, tus postales y tus fotos. Todo en una vieja caja, junto con otros recuerdos que ya no visito.

Sí, hace ya mucho tiempo de eso. Los dos hemos crecido, hemos estado con otras personas, tenido hijos, ya no somos aquellos niños, pero tengo que decirte que muchas veces he pensado en tu mirada durante aquellos primeros meses, en la calidez de tus ojos, en su luz.

Pero no es eso por lo que te he llamado. No quiero hacerte perder el tiempo con recuerdos ya viejos, los dos tenemos ya otra vida. Solo quería preguntarte ¿por qué?

sábado, noviembre 27, 2010

Un regalo de tu propia fé

No hemos hablado nunca pero creo que te conozco. Te observo sentado en el mismo banco todos los días, haga frío o calor, faltando solamente los días de lluvia muy fuerte. Llegas a media mañana, con tu andar cansino, el peso de los años en tus pies. Siempre te sientas en la misma zona del banco, como si ya se hubiera adaptado a la forma de tu cuerpo. Te instalas lo más cómodo posible, descansas un momento, viendo a la gente pasar a tu lado por el parque. Y empiezas a tocar.

Cada día tocas durante un par de horas, ajeno a las personas que te rodean, y que a veces aplauden al terminar tu repertorio. No pides dinero, no hay ningún sombrero o cartel cerca de ti (me fijé una mañana en que decidí escucharte en directo). Por la elección de tus canciones sé cómo te encuentras cada día: ritmos rápidos, alegres, pueden convertirse luego en melancólicas baladas. A veces, una canción popular se cuela entre trozos de piezas clásicas. Otras, una alegre tonada celta encuentra acomodo junto a trozos de Vivaldi. En ocasiones, realizas tu propia versión de melodías populares ya hace algunos años.

Te veo tocar cada día, desde mi ventana. Te escucho. Cuando el tiempo lo permite, abro mi ventana de par en par para que tu música inunde mi cuarto de estudio, sacando preocupaciones y miedos, y algunas veces tus melodías han hecho brotar lágrimas de mis ojos.

Todos los días, haga frio o calor, al llegar el mediodía, cuando los oficinistas empiezan a llegar al parque para tomar su apresurado almuerzo, te veo recoger tu flauta, con cuidado, como una amante, y guardarla en su funda. Te tomas unos minutos, tal vez para descansar, para recuperar aliento, y te levantas. Y el único sonido que me llega de ti entonces es el tactac de tu bastón sobre los adoquines de la ciudad.

James Galway - Brian Boru's March

Anoche soñé contigo

El viento jugaba con tu pelo negro cuervo mientras paseabas por la calle con un amigo. Mirabas hacia otro lado, por lo que no pudiste verme. Llevaba buscándote mucho tiempo, había volado a tu encuentro como tantas veces hice en mi niñez, usando la fuerza del aire para cumplir mis deseos. Ese aire que ahora me traía el sonido de tu voz, el olor de tu ropa, de tu piel…

Me levante con la imagen de tu rostro en mi mente, otra vez tus ojos llevándome al vacío, intentando ver en su negrura el reflejo de mí mismo. No quise despertar.

jueves, noviembre 25, 2010

Giggling for no reason

Te encuentras en la calle, solo y desamparado. Miras a tu alrededor y ninguna cara te es conocida. Intentas recordar por dónde viniste, qué camino recorriste para llegar allí y no lo consigues. Te acercas a la gente que pasas a tu lado, quieres pedir ayuda, estás perdido, pero ningún sonido sale de tu garganta.

Caminas sin dirección, mirando a todos lados para ver si reconoces algo. Los transeúntes se cruzan contigo, te golpean como si no te vieran, tienes que apartarte de su camino. La ciudad se va perdiendo, mientras te adentras más y más en un terreno que te es desconocido. Llamas a las puertas, a las ventanas, entras en comercios y restaurantes. Nadie te hace caso, no existes para el mundo, nadie te ve, nadie te necesita. Tienes frío.

Te acurrucas en un rincón, cansado de deambular por las calles. Tus pies sangrantes son testigos de tu caminar, tus ojos enrojecidos lo son de tus lágrimas, tus manos ásperas y agrietadas de tus intentos por llamar a las puertas de los demás. Ya no quieres vagar, no quieres sufrir, quieres descansar. Cierras los ojos. El mundo se difumina a tu alrededor y dejas de oír los sonidos de los coches, de las conversaciones, el ruido de la noche…

Y escuchas el sonido de tu corazón. Rítmico. Constante. Fuerte. Te concentras en él. Empiezas a sentir el calor que lentamente recorre tus venas, manando de tu interior. Tus vasos sanguíneos son vías de vida, ahora más que nunca. Poco a poco tu cuerpo responde al llamado. Tus ojos se limpian, tus pies se curan y fortalecen, tus manos se vuelven ágiles y fuertes.

Te levantas. La oscuridad que te rodea no te preocupa, tú tienes la luz en tu interior. Adelantas un pie. Luego otro. Y otro. Pronto estás caminando, corriendo, sintiendo la sangre latir en tu corazón, llenarte de fuerza y de vida. La luz que surge de tu interior te permite ver el camino, y es cada vez más fuerte. Parte de esa luz se refleja en otros rostros, que te sonríen, dándote parte de su luz a cambio.

Ahora estás saltando, ves toda la ciudad en cada salto. Otra persona está a tu lado, irradiando tanta luz que crees que te quemas. Os tocáis. El estallido de energía es tan grande que os hace tambalear, pero os tocáis y os abrazáis. Ahora vuestra felicidad ilumina el mundo.

martes, noviembre 23, 2010

Aún quedan días

Faltaba una hora para que el sol se hundiera en el horizonte, y Viktor ya había revisado el generador y llenado los depósitos de aceite y gasolina en el nivel inferior. Antes de continuar con su rutina, salió un momento al exterior para fumarse un cigarro, como hacía todos los días a la misma hora. Las olas rompían contra la base del acantilado, y las oscuras nubes que llegaban del este presagiaban una gran tormenta esa noche, tormenta que se ya anunciaba en fuertes rafagas de viento. Viktor se abrochó otro botón de la zamarra, cubriendo el calor del cigarrillo con sus manos, mientras miraba hacia el horizonte con los ojos vacíos.

Volvío a la sala de control, como le gustaba llamar al pequeño cuarto donde conservaba sus herramientas y los repuestos eléctricos, y giró el interruptor. El rugido del generador compensó sus esperanzas, al mismo tiempo que le llegaban los familiares crujidos y soniquetes metálicos del piso superior.

Una vez pasaron unos minutos, y el sonido constante del generador le inspiró la suficiente confianza, subió por la escalera de caracol de la torre hasta la habitación de arriba, donde anotó la hora de encendido en el gastado libro de rutinas: “6.45 pm, encendido. Viento Norte, 12 nudos. Aviso de tormenta”

El faro era una construcción centenaria, fuerte y sólida, que se había reforzado hacía pocos años, al terminar la guerra; su torre se veía desde muy lejos en días claros, y su luz y sirena eran bien conocidos en la costa. Estaba en una posición estratégica, marcando la entrada de la bahía y sus peligrosos escollos a todos los barcos que pasaran a menos de 15 millas, y más de una vez su sirena había alertado a un pesquero dormilón antes de estrellarse contra las rocas de la entrada. Viktor llevaba en el faro más años de los que le gustaba recordar, repitiendo siempre las mismas rutinas. Era un hombre alto, con mucha nieve en el pelo y unos pectorales que habían sido la envidia de todos en la Academia, antes de la guerra.

Una vez cumplidas las obligaciones del reglamento, subió por el fuste hasta la cámara de servicio, donde comprobó que la linterna giraba normalmente, asomado al balconcillo exterior. Desde allí vio como el sol se ocultaba bajo las aguas, y como un reguero de perlas se encaminaba hacia el puerto, conforme los pesqueros locales regresaban para buscar cobijo ante la tempestad que se avecinaba. El viento era ahora más fuerte, y su aullido al pasar por la torre le recordaba algunas escenas de su niñez, cuando en los frios inviernos su madre le arropaba mientras escuchaban al viento correr por la estepa castellana.

Con las primeras y gélidas gotas se retiró, bajando por el fuste hasta las dependencias auxiliares. Estas eran dos construcciones en piedra, con tejado de pizarra, que estaban adosadas a la torre del faro, y que constituían la vivienda y propiedad del farero, su casa. Allí, ante la chimenea ya encendida, se quito el pesado abrigo, y se dispuso a pasar otra noche de trabajo: el café ya hervía en la vieja cafetera de latón, la radio sonaba con voces de otros lugares y otros mundos, su perro meneaba la cola, acostado junto al hogar… Con una sonrisa, Viktor se sentó en la robusta mesa que le servía de comedor y escritorio, y abrió el libro.

sábado, noviembre 20, 2010

Nota del redactor

En el pueblo se contaba que la casa estaba habitada por fantasmas. Se relataban historias de luces que se movían en la noche, de persianas que se separaban sin que hubiera nadie en la casa, de sonidos escuchados donde no debería haber ninguno. Asomarse por sus ventanas era el típico rito de iniciación para los niños del pueblo, sobre todo si se hacía en noche sin luna, cuando las imaginaciones se disparaban hasta límites insospechados; muchas madres eran conscientes de estos actos cuando descubrían la ropa interior de sus hijos al día siguiente.

Por supuesto, el corredor que me vendió la casa no me dijo nada de esto, ansioso como estaba por cerrar el trato; ya se sabe, los de la ciudad somos muy impresionables, y la casa ya llevaba varios años en venta sin haber encontrado un comprador. No obstante, cuando el camión de la mudanza apenas estaba doblando la esquina, después de dejar toda mi vida en mi nuevo hogar, yo ya había sido visitado por varios ‘amables’ vecinos, que no perdieron el tiempo para contarme historias de la casa y sus molestos “inquilinos”.

Confieso que inicialmente me lo tomé a broma. Todos saben que las casas antiguas tienen su propio sonido, incluso su propia iluminación, y una casa como la mía, al final de la calle, con un amplio y descuidado jardín a la entrada, y abandonada durante varios años, se prestaba a todo tipo de historias y cuentos. Ocupé las primeras semanas en adecentar un poco la vivienda, dando una mano de pintura al exterior, revisando toda la fontanería, las ventanas, puertas, limpiando el desván y tapando las grietas del techo… Excepto algunos roedores bajo el tejado (un par de ellos con alas, debo admitir) no encontré ningún fiambre ni nada que sustentará la imaginación de mis vecinos, y con el paso de los meses, yo mismo olvidé todo lo que me contaron al llegar.

Sin embargo, una noche todo cambió. Por mi oficio de escritor, y también por mi naturaleza noctámbula (nunca me ha gustado madrugar), suelo aprovechar las horas de tranquilidad nocturna para trabajar, sentado en mi despacho frente al ordenador, y con un montón de libros a mi alrededor. Esa noche hacía calor, y había abierto las ventanas de la habitación para que corriera el aire fresco por la casa, recalentada durante el día.

Estaba escribiendo un relato corto para el periódico local, sobre un viejo pirata que había usado el puerto como base de sus correrías. Me había documentado bien sobre el personaje, pero, no sé si por el calor o por alguna otra razón (esa noche ya llevaba varias copas encima), me encontraba atascado en el desarrollo de la historia. Después de un largo rato de pensar y pensar, consultar libros y volver a pensar, apagué la pantalla y me dirigí a la cocina, a prepararme otro combinado que despejara mis ideas. No recuerdo muy bien, pero me debí quedar dormido en la mesa de la cocina, ya que al despertar el sol ya estaba alto en el horizonte.

No era la primera vez que me pasaba, y después de una ducha y un buen desayuno, volví al despacho, con la idea de que el trabajo se hiciera con mucha transpiración, ya que la inspiración no llegaba. Me sorprendió ver la pantalla del ordenador encendida, como si acabara de dejar de escribir, y al acceder a mi relato me encontré con un texto que no tenía nada que ver con lo que inicialmente había escrito: donde yo había puesto barcos y mares en llamas, me encontraba un relato intimista sobre la mujer del pirata, donde yo tenía acción y mucha testosterona, había una historia de sentimientos fuertes y duraderos. Al leerlo me envolvió la historia, como hacía mucho que no me pasaba con mi trabajo, estaba bien redactada, con un vocabulario rico y plenamente integrado en la narración. “Vaya, ahora escribo mejor borracho que sobrio” fue lo primero que pensé, mientras enviaba el texto a mi editor.

Con el paso de los días fueron sucediendo otras cosas misteriosas, aunque no me di cuenta hasta mucho después: encontraba mis textos ya corregidos por la mañana, los libros parecían abrirse justo en la referencia que necesitaba, en ocasiones tenía la impresión de que el teclado iba más deprisa de lo que yo tecleaba… Pero no me importaba: mis relatos ganaron mucho en calidad, y no era el único que lo notaba, mi agente y mi editor me escribieron y llamaron varias veces, gratamente sorprendidos por mi repentina madurez literaria. Nada se me resistía, escribía igual historias de ciencia ficción, relatos románticos, cuentos históricos, todo parecía que se me daba bien. Hasta esa noche.

Un repentino ataque de bronquitis hizo que me tuvieran hospitalizado durante varios días, en los que no escribí nada, por consejo de los médicos, que no querían que ningún estrés me afectase durante el tratamiento. A la vuelta a mi casa note algo extraño, una cierta tensión eléctrica, contenida, que yo estúpidamente catalogué como producto de una casa cerrada durante varios días.

No pude dormir esa noche. Daba vueltas y vueltas en mi cama, más atento de lo normal a los ruidos de la casa: el crujido de la madera empujada por el viento, el quejido de una ventana al asentarse con el frescor de la noche, los murmullos de esos habitantes diminutos que rondaban mi cocina… Después de varias horas me levanté, decidido a usar el tiempo provechosamente y escribir algo. Al dirigirme al despacho me sorprendió ver luz, y mis ojos se abrieron como platos al acercarme a la puerta y ver el interior.

Una forma luminosa estaba sentada frente a mi ordenador, que brillaba con una luz fosforescente, mientras las letras aparecían en su pantalla. No podía ver las manos del espectro (llamémosle así), pero unas líneas de luz se movían a gran velocidad sobre el teclado. No había un cuerpo o una forma definida sentada en la silla, sino que parecía como si un jirón de niebla se hubiese instalado en mi despacho, y yo estuviera viendo pasar a gente a través suyo: un viejo campesino, un hombre de traje y corbata, una mujer joven con una pamela, un cráneo con un ajado sombrero pirata, un letrado inglés con su tradicional peluca, un soldado con su traje de batalla, una odalisca con velos tapando su cuerpo…

No pude evitar una exclamación, y en ese momento, como esparcido por un huracán, todo desapareció: mi ordenador volvió a quedar en negro y la habitación a oscuras, mientras yo permanecía en el dintel con la boca abierta.

Pasé gran parte de ese día sentado en mi sillón favorito, mirando por la ventana y pensando mucho sobre mi futuro y mi pasado. La noche me sorprendió en el mismo sitio, pero ya había tomado una decisión. Esperé hasta esa hora mágica de la madrugada en la que el silencio es dueño y señor, cuando el tráfico ha desaparecido y todos los televisores se han apagado. La casa estaba completamente a oscuras excepto, como yo esperaba, por una luz difusa que surgía de mi despacho.

Me acerqué en silencio, casi conteniendo la respiración, y miré hacia el interior. Allí se encontraba otra vez el fantasma, interactuando con mi ordenador y escribiendo esos relatos por los que tanto me habían felicitado. Esta vez no hice ningún sonido, sino que me apoye tranquilamente en el quicio de la puerta, observando cómo cambiaban los rostros y atuendos de mi inquilino, de acuerdo con el compás de la historia. Al cabo de un rato pareció darse cuenta de mi presencia y giró su cabeza hacia mí, nuestros ojos se encontraron por un momento y pude ver la inmensidad de su soledad, los largos años de angustia, de cautiverio, el descubrimiento de otro mundo en las letras de mi ordenador, la alegría de la liberación y el éxtasis de la creación. No debieron ser más de un par de segundos de contacto visual, pero en ese tiempo hablamos y nos comprendimos como si fuéramos hermanos. Las historias seguían llenando mi disco duro cuando me di la vuelta y me fui a dormir, descansando como no lo había hecho desde muchos años atrás.

Ahora soy un escritor famoso, habrás visto mis relatos cortos en muchas revistas, las recopilaciones son siempre bestsellers, y se han traducido a varios idiomas. Mi nombre empieza a sonar para alguno de los grandes premios literarios, doy entrevistas a diarios de tirada nacional y viajo a ferias en el extranjero. Pero mi mejor momento del día es siempre cuando me siento en la mañana frente al ordenador, con una buena taza de café en la mano, y disfruto el primero de las historias que allí aparecen.

domingo, noviembre 14, 2010

Volver a camino abierto

Cuando abro la ventana de mi mente veo un verde valle, rodeado de cerros y montañas, en una cálida tarde de verano. Estoy en mi casa, sentado en la terraza con licor dulce en la mano y leyendo un libro; mi perro está acostado a la sombra, dormitando, mientras la brisa mueve las hojas de los sauces, y me trae el murmullo del agua cercana. El silencio hace que la naturaleza me acepte, veo como los pájaros e insectos hacen su vida a mí alrededor, un colibrí agita sus alas en mis flores, un pájaro carpintero taladra el tronco de mis árboles, dejándome ver su duro trabajo. Dirijo la mirada a lo lejos, mientras el sol se pone entre miles de tonos rojos y naranjas.

Otras veces estoy sentado en un acantilado, viendo como mis piernas se balancean sobre el océano, y sintiendo el fuerte viento en mi cara y mi cuerpo; mi espalda está apoyada en una cálida roca volcánica, y mi vista se relaja observando el mar azul e infinito, mientras el sol se esconde a mi espalda. El ruido del viento me impide pensar y eso me calma, me dejo envolver por los sonidos que lleva, intentando imaginar las voces que me trae y su mensaje. Los pelícanos, gaviotas y otras aves marinas sobrevuelan las olas a mis pies, y tengo la tentación de saltar y dejar que el viento me eleve por encima de las líneas de espuma de las olas.

En ocasiones me encuentro caminando por una senda en un bosque, recorriendo lo que antiguamente era un camino de piedra entre robles y rebollos, mientras a mí alrededor escucho aves e insectos zumbar. Llego a lo alto del camino, y la brisa me refresca, alejando a los mosquitos que revoloteaban alrededor de mi pelo. Desde mi punto elevado veo grandes manchas de brezo en flor, el verde de los alcornoques y castaños, zonas de cultivos cubriendo la falda de las montañas, canchales grises que muestran el paso del tiempo y el desgaste de los cerros, águilas y buitres volando en lo alto, en busca de alimento o refugio...

En otros momentos me veo sobrevolando una blanca capa de nubes y observando sus formas, su geografía, intentando descubrir la causa de sus ríos, de sus montañas, de sus valles. Veo como sus capas de algodón se distribuyen cubriendo de horizonte a horizonte, pero encuentro miles de detalles que reclaman mi atención: una cresta más elevada me hace preguntar si habrá una cordillera bajo ella, veo formas sinuosas que sólo puedo comparar con ríos, veo muros que se elevan separando la uniformidad de la diversidad, veo lagos cuyas profundidades me muestran ciudades, campos, carreteras.

Pero de vez en cuando, ocasionalmente, recuerdo rostros, ojos, expresiones, sabores: la veo tumbada en la cama con una de mis camisas como único vestido, sonriéndome con una rosa en su pecho, distingo su rostro entre la multitud, y su expresión de alivio y alegría al comprobar que he esperado para nuestra primera cita, siento el sabor de sus lágrimas aquella noche en que el amor dejó paso al dolor… Y me doy cuenta de que por muchas montañas que escale, por muchas profundidades que descienda, mi hogar está en las alturas de su pecho y en las profundidades de su alma.

sábado, noviembre 13, 2010

El mundo en el exterior de tu ventana

Voy a menudo a una playa cercana a mi hogar, me sirve para despejar mi cabeza y alinear mis pensamientos, me relaja el sonido del mar, contar las olas, sentir la espuma salada en mi cara. Desde la carretera, un camino de planchas de madera serpentea hasta llegar a la zona de dunas, fue hecho especialmente para los bañistas veraniegos. Es una playa tranquila, en forma de media luna, con la salida de la ría en la zona derecha, y protegida por dos promontorios elevados a ambos lados. Afortunadamente los turistas aún no la han descubierto, y normalmente estoy solo, con las gaviotas o un grupo de mariscadoras en la zona intermareal.

Hoy me he levantado temprano, mi cabeza y mi corazón estuvieron discutiendo toda la noche y casi no he pegado ojo. Decido ir a la playa, para disfrutar de una mañana fría y soleada. Una vez allí, camino algo más hasta el faro, una pequeña construcción rectangular de un solo piso, con una torre donde se sitúa la lámpara, rodeado de un bosque de eucaliptos; su muro oeste da al mar abierto y me gusta pasar las horas muertas en él, escribiendo o dejando volar mi imaginación.

De camino al faro la vuelvo a ver. Está en la playa, corriendo. Es una mujer joven, que suele venir acompañada de un hombre alto a hacer ejercicio. Desde donde estoy no puedo verla bien, pero me siento para ver sus evoluciones. El hombre está haciendo flexiones, ejercicios estáticos, mientras la mujer corre de un lado a otro de la playa. En un momento dado se cruzan y ella le saluda con la mano.

Me pregunto qué estará pensando. Tal vez vaya escuchando música o hablando consigo misma. Me la imagino teniendo una conversación imaginaria con alguna amiga, tal vez esté recordando pormenores de la noche pasada, seguramente el hombre que la acompaña es su marido, y aprovechan estos momentos para conservar la forma y estar tranquilos. En los siguientes semanas la veo varias veces en la playa, y cada día le voy inventando una vida: es una joven estudiante universitaria, que viene con su compañero a desentumecer los músculos, después de noches de estudio y amor; es un ama de casa ya madura, pero aún joven, que aprovecha estos momentos para sentirse libre, en compañía de un amigo de la infancia, por el que siente una secreta pasión; una famosa deportista ya retirada, que mantiene la forma que le hizo famosa con marcha sobre la playa, junto con el entrenador que la descubrió y con el que acabo casándose; un alma solitaria, que viene a la playa buscando el consuelo del mar y el sol…

Poco a poco me voy dejando embrujar por su presencia, y, aunque sé positivamente que no puede verme desde mi atalaya entre los árboles, siento que sus paseos y ejercicios son para mí, que viene para hablar conmigo, para mostrarme que hay vida más allá de mi ventana, que los restos de mi naufragio ya llegaron, rotos y esparcidos, a la playa, que solo tengo que bajar, recogerlos y recomponer mi vida…

Hace días que no la veo, la playa está más solitaria sin ella. Trato de encontrar sus huellas en la arena, solo para darme cuenta de que la echo de menos, que se ha convertido en una parte de mi vida, una perfecta extraña dentro de mi mente y mi corazón.

Un trocito de antes (y II)

Estos paseos a solas levantaban muchos murmullos entre los vecinos. El hecho de que el hombre fuera soltero, y, sobre todo, la gran diferencia de edad, escandalizaban a muchas beatas y a no menos jóvenes, que veían como un posible partido quedaba fuera del escenario. Con el tiempo los rumores llegaron a los oídos del abuelo de Lumia, que decidió hablar con el hombre.


Fue una conversación tensa, pero cordial. El abuelo no dudaba de las buenas intenciones del hombre, pero quería preservar el buen nombre de Lumia de ser pasto de las habladurías del pueblo, y el hombre había vivido demasiado para esperar otro comportamiento de sus vecinos, la mayoría gente anclada en el pasado, y a quienes asustaban los cambios que estaban llegando a Algerna.

A resultas de esta conversación, el hombre desapareció durante una temporada de Algerna. Nadie excepto la tía Tomasa, siempre espiando lo que ocurría en la vieja casona, le dio mayor importancia. El verano había llegado, y con él el regreso de muchos de los que estaban estudiando o trabajando lejos del pueblo, las fiestas locales se volvieron a celebrar con vaquilla, bailes, peregrinación a la ermita del santo, romería y fuegos de artificio.

Gracias a estas distracciones Lumia terminó su convalecencia. Los recuerdos de la muerte de sus padres aún la atormentaban algunas noches, con pesadillas en las que despertaba gritando y empapada en sudor frío, pero el cariño de sus abuelos y los largos paseos por el bosque devolvieron el color a sus mejillas y el aliento a su alma herida.

Echaba de menos al hombre. Sus recuerdos e historias le habían ayudado a recuperar la ilusión y las ganas de vivir: su mente se perdía viviendo el atardecer en las islas del Pacífico Sur, mientras tus pies cuelgan de un acantilado de vértigo, las largas y blancas arenas de las bahías cubanas se mezclaban con las arenas del desierto mientras el Nilo se deslizaba a sus pies… En sus historias se entremezclaban gentes de todas las razas y países: los obsequiosos árabes tomaban café con las bellas mulatas del Caribe, mientras los jinetes patagónicos conversaban con mujeres de ojos rasgados…

Sin embargo, la naturaleza y la vitalidad de sus 13 años hicieron que ese verano participara de su primer baile, compartiera la romería con unos primos lejanos, sentados bajo un alcornoque, y se emocionara con unas vecinas mientras los mozos hacían quites a la vaquilla, entre otras ocupaciones veraniegas.

jueves, noviembre 11, 2010

Vacíos de la memoria

Manolo dejó su pueblo en León a finales de los años cincuenta del siglo pasado, con una maleta de madera atada con cuerdas y un único traje de pana, heredado de su abuelo, por equipaje. Durante días viajo en un tren de ganado con otros paisanos, conocidos y desconocidos, cruzando Europa hasta los paraísos del trabajo en Alemania y Francia. Tuvo suerte. Un familiar había llegado antes y le había buscado alojamiento en la ciudad, junto con otros 6 españoles, dos de ellos un matrimonio de Gijón; no tuvo que vivir en el albergue, con otros españoles, italianos y griegos, a las pocas mujeres que llegaban (siguiendo a sus maridos en su mayor parte) las alojaban en un pabellón diferente, con un riguroso calendario de visitas. Si alguna se quedaba embarazada, la expulsaban de vuelta a su país de origen.

Mamadou dejó su poblado en Sierra Leona huyendo de la guerra y del miedo, después de que mataran a sus padres y violaran a su hermana pequeña. A trancas y barrancas, junto con otros muchachos en la misma o semejante situación, cruzó África Occidental de norte a sur, con sus Adidas como única posesión. Tardó meses en llegar a Marruecos, siempre burlando la vigilancia de policías corruptos y traficantes de almas. Quería llegar a los paraísos del trabajo en Europa, donde podría vivir sin miedo y ser persona.

Manolo no entendía el idioma. El capataz de la fábrica donde trabajaba, 10 horas al día, le hablaba, le gritaba y él tenía que esperar a que un compañero italiano le tradujera como pudiese; muchas veces eran insultos o chistes racistas. Manolo no era tonto, era buen trabajador. Su sueño era ahorrar lo suficiente para poder poner un comercio en el pueblo, y casarse con la novia que había quedado atrás. Esperaba poder hacerlo en 3 años. Otros habían tardado más, pero él ahorraba hasta el último marco, enviando además dinero a sus padres para su sostenimiento.

Mamadou consiguió los dólares que le pedían para pasarle a España haciendo cosas que siempre querría olvidar. En la noche, junto con otro contingente humano, le llevaron a la playa, donde los traficantes de humanidad intentaron quitarle el resto de cosas de valor que pudiera llevar. Embarcó en un bote de madera, junto con mujeres embarazadas y niños, todos con el miedo en sus ojos, y la esperanza de un mundo mejor en sus corazones.

Manolo tardó 25 años en volver a su pueblo en León. Conoció a una asturiana, amiga del matrimonio con el que compartía alojamiento, y se hicieron novios. Ella trabajaba en una fábrica de hilos, y con los dos salarios lograron alquilar una casa en un barrio de las afueras, donde los propietarios no ponían pegas para alquilar a los trabajadores extranjeros (a mayor precio, claro). Con los años aprendió un poco el idioma, aunque nunca se integró plenamente en la sociedad alemana; sus hijos sí lo hicieron, aislándolo un poco más. Cada verano regresaba a su pueblo, orondo en su Mercedes de segunda mano, presumiendo de relojes, radios, marcos alemanes...

Mamadou pasó 6 días en la patera, rumbo a Canarias. El patrón había abandonado el barco en cuanto empezaron las complicaciones meteorológicas, dejando a las 45 personas abandonadas a su suerte. La comida que llevaban se agotó al segundo día, el agua, casi inmediatamente después. Los más débiles fueron los primeros en sucumbir, siendo arrojados por la borda por los que aún conservaban las fuerzas. Eran 32 cuando los divisó un pesquero canario...

"Interceptados 32 subsaharianos en patera, 13 son mujeres, 3 niños y 3 bebés..." Manolo estaba tomando una caña en el bar, jugando con los paisanos una partida, cuando escuchó la noticia. Algo le hizo levantar la mirada, y sus ojos se fijaron en joven negro, envuelto en una manta roja, que devolvió la mirada a la cámara. Sin pensar, dijo "No sé a qué vienen aquí, así se ahogarán todos en el estrecho"

miércoles, noviembre 10, 2010

Enterrando los besos regalados

Salgo a la noche, con la cabeza llena de humo y dolor. No entiendo lo que ha pasado, por qué ella me ha dejado. Sus palabras aún resuenan en mi mente, que intenta encontrar un sentido oculto que les quite su peso, el furioso sentimiento que me está llenando: “No me llames, me he enamorado de otro”

Siento la rabia subir por mi pecho, inundar mi corazón. La dejo fluir, no me opongo, mis pasos se aceleran, busco un lugar solitario, quiero estar lejos de la gente, mis puños se cierran, las palabras vuelan en mi cabeza, invento insultos nuevos, intento que las lágrimas se lleven mi dolor…

Y grito. Grito a la soledad que se acerca, grito a los recuerdos, a los besos compartidos, a la suavidad de sus labios, de sus pechos. Grito su nombre, la insulto, la golpeo con mis pies, con mis manos, con mi cuerpo. Me muevo deprisa, corro, fuerzo mi cuerpo, necesito liberar esta angustia, no puedo contener mis sentimientos, golpeo las ramas de los árboles, las papeleras, las farolas.

Los pocos paseantes que encuentro me miran asustados, otro loco, otro drogadicto con el mono. Un grupo de jóvenes en un banco me señalan. No les veo, mi mundo se reduce a un estrecho pasillo, apenas veo por donde voy, mi mente confusa, con el recuerdo del día anterior, con sus besos, y con el sonido de su voz en el teléfono: “Me he enamorado de otro”

Finalmente, agotado emocionalmente, me siento en un banco. Me sueno la nariz, y aquieto mi corazón. Se acabó. Medito, pienso en el pasado, mientras siguen brotando las lágrimas de mis ojos, ahora de forma serena, calma. No tengo sitio más que para el dolor de la desilusión, y la tristeza, cuando me doy cuenta de que hace ya mucho que la había perdido.

martes, noviembre 09, 2010

Un trocito de antes (y I)

Al hombre le gustaba la compañía de Lumia. Habían pasado varias semanas desde el accidente, y la muchacha estaba completamente restablecida. Lo que inicialmente había sido una presentación de cortesía, para interesarse por la salud de la pequeña, se convirtieron en visitas cada vez más frecuentes a la casa solariega. El hombre había descubierto una rara afinidad con la niña, y un torrente de recuerdos compartidos con el abuelo. Con el anciano el hombre hablaba de tiempos pasados, de otros momentos en la historia del pueblo que ya pocos recordaban o querían recordar: los años difíciles tras la gran catátrofe de los años veinte, el recuerdo de los emigrados a otros países, los largos inviernos de posguerra, con el maquis a la puerta y la represión en la ventana...


También recordaban viejas tradiciones ahora ya perdidas o en desuso: hablaban de cómo los monaguillos corrían por el pueblo vestidos de diablos en vísperas de Semana Santa, de las fiestas de la Lumbrinaria y sus bailes, donde mozos y mozas podían conocerse y de los que salieron muchos matrimonios; de los añojos en Nochevieja, de las fiestas de verano en la Gargantiella...

Pero lo que más le gustaba al hombre era hablar con Lumia. La muchacha sabía interpretar sus silencios y escuchaba atentamente sus palabras; hablaban largas horas, la mayoría de las veces de temas intrancesdentes, banales, pero entre los cuales se iban intercambiando pequeños trozos de sus almas. Con el tiempo, y la mejoría de Lumia y el clima, comenzaron a dar pequeños paseos, al principio con la compañía de la abuela o el abuelo; en esos paseos, Lumia dejaba el protagonismo a los recuerdos de sus mayores, y escuchaba afablemente sus conversaciones. Poco a poco sus abuelos empezaron a quedarse rezagados, y ahora la mayoría de las veces paseaban solos los dos, hablando, escuchando, muchas veces sentados en una piedra bajo un roble, viendo como la tarde iba dando paso al ocaso. A la muchacha no le aburrían estos silencios en su compañero: sabía que acabarían con una historia de otras ciudades, otros paisajes, o con un recuerdo de la infancia del hombre. La forma en que este lo contaba, y su imaginación, la permitían por unos minutos perderse en esos otros horizontes, volviendo al presente con la mirada arrebolada, no se sabía si por el atardecer o por los sueños que tenía.

domingo, noviembre 07, 2010

L'arrivée a l'école

Noventa y cinco, con las de la mano, ¡otra que hemos ganado!, terminó Marcial, para regocijo de don Gonzalo. Esa tarde se les estaba dando bien, y estaban en una buena racha.

¡Coño, don Manuel, a ver si me ayuda en algo alguna vez! saltó Críspulo, al mismo tiempo le hacía señas a Paco para que le sirviera otro vino, el quinto de la tarde. No le gustaba perder, especialmente cuando el dinero era suyo, y esa tarde parecía que la pareja con don Manuel no le estaba saliendo nada rentable.

Buenos días, dijo el hombre al entrar en el bar. No era un cliente habitual, pero se había acostumbrado a tomar un vino en el mirador, antes de salir a caminar por los alrededores en su peregrinar diario. Paco, el camarero, era de las pocas personas del pueblo que no le haría preguntas y le dejaría en su mundo. Se dirigió su rincón habitual, una mesa junto a la chimenea y cerca de los ventanales, cálida en invierno y fresca en verano. Al poco rato llegó Paco con su bebida, un vaso de vino de la tierra, de la propia cosecha del propietario: fuerte, de aromas intensos, un vino para tomar con tranquilidad, como le gustaba al hombre.

El ruido de la partida quedó pronto amortiguado en su mente por los recuerdos y ensoñaciones. Observando la umbría ladera del valle, recordaba otros vinos y otros bares, más caros pero quizás no tan diferentes. Volvía a ver las escaleras de la Basilique, y a su amor sentada en ellas, con esa coquetería que solo las mujeres francesas tienen. Su mente volaba observando los prados del otro lado del valle, y recordaba sus primeros escarceos amorosos, el olor de la hierba recién cortada, el frescor de las siestas bajos los castaños. El vuelo de las palomas sobre el pueblo le llevaba a otros paisajes urbanos, dónde el trópico se encuentra dentro de la sangre de las gentes, y de ahí al mar, siempre el mar, la claridad de las aguas de su niñez, el empuje contra su joven cuerpo...

¿Perdón? dijo, al darse cuenta que el ruido de la partida había cesado y se habían dirigido a él.

Le preguntaba si esta noche también encontrará a una joven perdida, repitió Crìspulo, muy divertido con su propia broma, a pesar de las miradas poco alegres de don Manuel y Paco. Parece que son su especialidad.

Las risas no hicieron mella en el hombre. Perdida su ventana al pasado, se terminó el vaso de vino, se levantó despacio y acercándose a la barra pagó su consumición a Paco, que le miraba como queriendo pedir perdón por esa intromisión en su rutina.

¿No nos va a contestar, caballero? ¿Tal vez tema que le robemos la pieza? siguió el joven dandy, envalentonado por el vino y el silencio de sus compañeros de partida.

No, joven. Sé que sus gustos siempre han ido en otra dirección, respondió con calma el hombre, despidiendose de Paco y saliendo tranquilamente por la puerta.

¿Cómo? ¿Pero qué se ha creído ese hijo de su madre? ¡Le voy a partir la cara! dijo Críspulo, intentando levantarse de la silla, y tropezando consigo mismo, mientras Gonzalo y Marcial procurabam calmarlo.

Aquí el único que parte cosas soy yo, dijo Paco, saliendo de la barra. Ea, vayan pagando sus cuentas que tengo que cerrar.

¡Pero si son solo las ocho! replicó Marcial, que quería proseguir con su racha de buena suerte.

Es igual, yo mañana tengo que madrugar, que yo sí ganó el pan con el sudor de mi frente, no como los señoritos, sentenció Paco, comenzando a retirar vasos y cartas, y apagando luces innecesarias. ¡Debería darles verguenza, meterse con ese hombre! murmuró por lo bajo.

sábado, noviembre 06, 2010

De los pasos errantes

Los granos de arena se deslizan entre mis dedos, mientras la resaca se los lleva de debajo de mis pies, haciendo un pequeño agujero que crece y crece. Siempre es igual, tengo la sensación de que me voy a hundir en la arena, pero finalmente el agua me sobrepasa y mis pies se asientan de nuevo en la playa. Doy otro paso, esperando la siguiente ola y calculando su fuerza.

Ella está tumbada en la arena, unos metros más atrás. Desde aquí no puedo ver su cara, cubiertos sus ojos por unas gafas de sol, y la distancia no me permite adivinar sus pensamientos.

El mar me reclama. Las olas siguen atacándome, intentando hacerme caer mientras camino y me voy adentrando más y más en la zona de marea. Me llegan sonidos de gaviotas con el viento, y las veo sobrevolando las rocas de la punta este. Un grupo de cormoranes se encuentra en ellas, intentando secar sus alas con el tibio sol de la mañana, siempre atentos a los movimientos de los turistas que se acercan por el roquedal.

La arena que el mar arrastra me acaricia las piernas, y siento la fuerza de las olas en cada embate. La tentación de seguir es grande, caminar mar adentro, dejarse llevar por el oleaje, por el sol, seguir las corrientes que salen de la bahía y llegar a mar abierto, profundo e infinito, donde el viento y el agua son amos y señores. La sal de miles de gotas de espuma se ha pegado a mi rostro, y siento su sabor en mis labios.

Me giro y la veo, sentada, con las manos protegiendo sus ojos y mirando en mi dirección. Me saluda con la mano, y veo como su pelo se enreda en su rostro, a merced del viento. Pienso en su cuerpo juvenil, en el sabor de su piel, en la profundidad de su mirada, en la brisa de su respiración al dormir, y me doy la vuelta, sonriendo. Ella es mi océano y mi tormenta, ella mi calma y mi tempestad, ella el mar en el que quiero perderme.

sábado, octubre 30, 2010

En un banco de Place des Vosges

El bar Castro fue de los primeros que abrieron en el pueblo. Inicialmente estaba en los bajos de la casa de Castro, el propietario original, un gallego de las rías altas que llegó a Algena a través de Portugal, algunos dicen que huyendo de las deudas de juego. Aquí conoció a una muchacha bonita y amable con la que se casó, poniendo una tienda en la planta baja de la casa, a la que con los años añadió una barra de madera donde servía vino a los lugareños.

El negocio prosperó, y pronto pudieron comprar un terreno en la parte baja del pueblo, cerca del camino principal, donde construyeron una casa más grande. La primera planta siguió siendo el bar, ahora un amplio local, con una barra de alabastro que el propietario mantenía siempre limpia, una sala grande para los bebedores, y un salón lateral, que quedaba casi al aire, gracias a la orografía del lugar. Las grandes ventanas del salón, junto con la chimenea, la hacían ideal para las reuniones sociales y festejos de la gente del pueblo, y durante muchos años el baile semanal de los sábados se realizaba en ese salón. Muchos noviazgos se cimentaron en esas ventanas, abiertas en verano a la brisa de la noche, cerradas a cal y canto durante el invierno.

Con los años, otros bares abrieron, la clientela acabó dividiéndose, y en el bar Castro, ya con su propietario original retirado, ese día sólo estaban los recalcitrantes, los amigos del dueño, y una pareja de ingleses que recorrían la comarca y habían parado a tomar algo.

Las mesas de cuatrola estaban vacías, excepto por una, en la que los jugadores llevaban ya algún tiempo. La partida estaba reñida, como lo estaba casi todas las tardes de la semana, y las exclamaciones y comentarios se iban haciendo cada vez más sonoros. Paco, el camarero, los escuchaba con desgana, ya acostumbrado al ruido y los faroles de cada tarde.

Bueno, ¿y qué me decís de la niña de los Cortijo? Ya sabréis lo que le ha pasado, dijo don Gonzalo, el dueño de la fragua, ahora reconvertida en taller para automóviles y carros.

Yo no he oído nada, respondió Críspulo, eterno estudiante de Medicina, que pasaba largas temporadas en Algena para descansar y estudiar, según su madre, aunque no se le conocían libros.

Sí, hombre, la chiquilla que se perdió en el monte, huyendo de su casa.


¿Y qué hacía una niña en el monte, sola? Nada bueno, seguro.


Señores, a las cartas, dijo el tío Marcial, que era mano y acababa de repartir. Hacía pareja con don Gonzalo, e iban perdiendo. El dueño del molino tenía muy mal perder.

¿Seguro que iba sola? dijo Críspulo, revisando las cartas. ¡Paso!

Hombre, no seamos maledicentes, es una niña de trece años, y con todo lo que le ha pasado… Marcial, ¿me ayudas con algo?


Poco tengo esta vez, pero vamos perdiendo bastante


Me arriesgo entonces, ¡voy solo!

Cuidado Críspulo, que estos van de farol, vamos a ver qué tenemos. Don Manuel era el cura del pueblo, llevaba más de 20 años como capellán de la Virgen de los Milagros, y se preciaba de conocer a todas las familias de Algena. A nadie se le escapaba la gracia de que él y Críspulo, acérrimos enemigos en lo político, fueran actualmente la pareja de más éxito en los torneos de naipe.

martes, octubre 26, 2010

Tierna mirada

La aparición del hombre en la casa para visitar a la convaleciente fue la noticia más comentada en el pueblo durante muchas semanas, aliviando así la desidia invernal de muchas casas. Se presentó un día, después de que el revuelo inicial se hubiese desvanecido y la pareja de la Guardia Civil hubiera cruzado al otro valle, en la puerta de la casa, con un pequeño ramo de flores y el viejo sombrero en la mano, solicitando ver a la enferma.

Fue bien recibido. Había tenido tiempo de charlar con el cabeza de familia después del incidente, y conocía muchos de los detalles de la trágica historia de Lumia. Sin que nadie lo supiera, sin ruido, había viajado a la capital, donde mantuvo reuniones con viejos amigos, y pidió la devolución de ciertos favores, con lo que había logrado llenar las lagunas de su historia, huecos incluso desconocidos para la familia.

Aquella mañana hacía sol, y Lumia se encontraba en el dormitorio del primer piso, recibiendo la luz con los ojos cerrados. En un principio temió que estuviera dormida, pero la muchacha abrió enseguida los ojos al notar el aroma de las flores, que la abuela ya llevaba en un pequeño jarrón con agua. Sonrió al verlo, entre tímida y desconcertada, en su mente aún fresco el recuerdo de aquella mano que salía de la oscuridad y la llevaba a la luz. Le vio cuando despertó en casa del doctor, sentado en una vieja silla de mimbre, las manos entrelazadas bajo la barbilla y mirándola con detenimiento. Tal vez fueran los calmantes que le había suministrado el médico, pero no se asustó, y le devolvió la mirada durante unos segundos, antes de volver a quedarse dormida.

La abuela trajo una silla, y el hombre se sentó, agradecido. Lumia seguía mirándole, curiosa, como sólo puede ser una niña en vías de convertirse en mujer, mientras él intercambiaba unas frases de cortesía con sus abuelos. Su traje gastado pero pulcro, una camisa limpia pero que había visto mejores galas, y sus modales toscos aunque amables, le marcaban como uno más a los ojos de Lumia, un campesino o un aparcero de sus abuelos. Sin embargo, la franqueza con que su abuelo lo trataba la hacía dudar. Y al mirarlo recordaba aquella noche, sus miedos, la caída, el terror... la mano que la rescató de aquello, y los ojos llenos de lágrimas que la recibieron.

viernes, octubre 22, 2010

Tweety

Brilla con luz propia en esa foto escolar, la única muchacha de piel y cabello claro entre el grupo, ahí, a la derecha de la profesora, donde más concentración de niños hay. La foto está hecha en el interior, posiblemente un gimnasio o un salón de actos; al fondo se ven sillas, en las que alguna alumna está descansando. Es una actividad festiva, una reunión o celebración; lo sé porque no llevan el uniforme del colegio, ellas con vestido largo, floreado las más, otras de colores vivos, y ellos con camisa y vaqueros. Debe ser a mediados de octubre, la primavera ya avanzada pero las madres aún preocupadas por la salud de sus hijos; muchos muchachos continúan con la manga larga, aunque casi todas las niñas llevan manga corta o tirantes. La mayoría esta sonriente, felices por la novedad de la foto en grupo, rodeando a su profesora. Dos de ellas están distraidas, caminando fuera del grupo, sin percatarse de la cámara.

Su mirada te atrapa enseguida. Mira directamente a la cámara, seria, el pelo pulcramente peinado y la flor blanca sujetándolo para destacar sus facciones: un rostro ovalado, aún infantil, en el que tal vez sobresalga un poco la nariz, pero sin desmerecer su belleza. La fotografía deja intuir unas pecas en su cara que con el tiempo llegué a conocer muy bien.

¿En qué estará pensando? ¿Tal vez en algo que ocurrió antes de la foto? ¿En algún comentario que le hicieron sus compañeros? ¿En la vuelta a casa en el autobús, y en cómo defenderse de los miserables que puede encontrar? ¿En quién verá esta foto? Tal vez esté su padre en casa, en una de esas temporadas en las que vivía con ellos, despechado por la otra mujer. ¿Le gustará? ¿Le hará quedarse? ¿Volverá a tener una familia normal?

Yo la conocí algunos años después, de vuelta a España e ilusionada por estar en Europa y por todas las oportunidades que el país le ofrecía. Seguía siendo una hermosa niña que maduró demasiado deprisa, y de la que no pude despedirme como hubiera querido. Ojalá haya cumplido sus sueños.

miércoles, octubre 20, 2010

Buenos Aires, 23 de junio de 2010, vuelo retrasado

La mama con su bebe en brazos, esperando que se duerma; las dos hermanas con coletas, corriendo por toda la sala, gritando y riendo, mientras la mama las vigila y regaña; el chiquitín con sus padres y hermano, parlando con su lengua de trapo; la muchachita andina (peruana o del interior) con su papi adorado; las dos trabajadoras del aeropuerto, que se abrazan después de una dura jornada de trabajo; la morenita del shirt sin mangas, que deja adivinar un cuerpo de mujer floreciendo; la rubia pechugona, seguida a todas partes por el novio recelón; el beso a los compañeros de los que terminan la jornada; la radio que no deja de hablar de fútbol en otro continente; la búsqueda del voucher para mitigar la espera; lindas muchachitas que se van a casa, o que esperan un avión...

Brillando en el olvido

Subió su menudo cuerpo a la cama. A pesar de los años, no había cambiado nada: su pelo, negro y rebelde, aún lo llevaba muy corto, enmarcando un rostro tierno en el que sobresalían dos grandes ojos castaños y unos labios finos. Seguía teniendo un aspecto frágil, que no congeniaba bien con el fuego y la pasión que ardía en su interior, como bien sabían sus conocidos. Mientras sus ojos reían y le regalaba alguna sonrisa, sus manos, de elegantes y delicados dedos, jugueteaban con su pecho.

Se habían conocido en la universidad, durante el primer año de estudios: ella se sentó a su lado el primer día de clases, y mantuvo ese sitio durante los siguientes meses. Las conversaciones surgieron naturalmente, dos jóvenes ansiosos de aprender, palabras que se fueron haciendo cada vez más y más íntimas, más largas, hasta que se dieron cuenta de que los estudios, las clases, el mundo, habían quedado en un segundo lugar y solo estaban ellos dos.

Al principio se separaban y se encontraban a la entrada de la facultad: él venía de las afueras, vivía en una pensión con otros estudiantes de provincias; ella vivía con sus padres y hermanos en una casa en el barrio alto, cerca de la Universidad. Luego él encontró un camino que le ahorraba tiempo (o eso dijo, mientras ella admitía coqueta la mentira) y que les permitía seguir juntos hasta el metro. Las distancias se alargaban, muchas veces el camino pasaba por el pequeño bosquecillo cercano al Hospital, donde permanecían sentados en el césped, en un banco, hablando, acariciándose, haciendo planes para el futuro...

Ese futuro no llegó. Él no consiguió aprobar los exámenes y sus padres, contrariados, le inscribieron en un espartano centro donde permaneció todo el verano. Ella tuvo que marchar con su familia, y al cabo de unas semanas, le comunicó que había recibido una oferta de estudios en el extranjero muy buena, que volvería pronto, escríbeme...

El tiempo y el olvido llegaron de la mano, cada uno enfrascado en su pequeño mundo. No volvió a saber de ella hasta aquel congreso. Al verla sintió como su corazón se calentaba. Estaba sola. "Hola, ¿te acuerdas de mi? Cuanto tiempo" El brillo en sus ojos le contestó. Hablaron, hablaron y el mundo se difuminó de nuevo, las arrugas desaparecieron, y el sol volvió a brillar en aquella brumosa mañana.

sábado, octubre 16, 2010

Murmullo de ojalás

Buen conversador, el doctor hacía rato que había perdido las palabras. El hombre había llegado a su puerta de madrugada, con la niña en brazos y pidiendo su ayuda. De joven, el doctor había ejercido en un pueblo del norte, y de inmediato se temió lo peor; pero una mirada a los ojos del hombre le hizo cambiar de opinión y preguntar qué había sucedido. El hombre había encontrado a la niña durante uno de sus paseos nocturnos por la fraga, caída y medio enterrada en el hoyo producido por un árbol derrumbado; al intentar ayudarla a salir, la niña se había desmayado y el hombre consideró lo mejor llevarla a su casa. No conocía a la muchacha, y eso era raro, ya que llevaba varios años en el pueblo, y prácticamente todos sus habitantes habían pasado por su consulta en alguna ocasión.

La llevaron al dormitorio y el doctor la examinó con cuidado. Tenía muchos arañazos y posiblemente alguna costilla rota, pero todo parecía estar en su sitio. Su señora le ayudó a desvestirla y lavarla, para después aplicar un vendaje compresivo en torno al pecho y sanar los arañazos más graves. Durante todo el proceso la niña no abrió los ojos, aunque se quejó quedamente cuando le comprimieron las costillas al vendarlas.

Mientras tanto el hombre permaneció en la sala, tomando un café que le llevó la mujer del médico, perdido en sus propios pensamientos. No podía olvidar el rostro de la muchacha al verlo; la luna le permitió con claridad ver sus ojos, la forma de su nariz, el pelo enmarañado que le cubría parte de la cara. Seguía viendo esas facciones cuando salió el doctor y le comunicó el estado de la niña. Reposo y sueño fue la receta.

Al cabo de un rato, el doctor se preparó para visitar al cura. "Tal vez él la conozca" sugirió. El hombre le pidió permiso para permanecer a los pies de la cama de la muchacha, al menos hasta que despertará o supieran de su familia. "¿Por qué?" preguntó el médico. "Me recuerda a una hija que perdí en un sueño" fue la respuesta.

viernes, octubre 15, 2010

Atardecer de gorriones

Mi ciudad es un pequeño lugar de provincias, con un pasado glorioso y un presente y futuro incierto. Es un lugar cuyo corazón se derrumba mientras sus suburbios crecen, un sitio en el que unas pocas decenas de miles de personas viven, sueñan y anhelan.

Mi ciudad tiene muchos parques y plazas, restos de un ayer más próspero, en los que los jóvenes se reunen y relacionan. Los gorriones de fin de semana se juntan en lugares conocidos, ellas con vestimentas más cortas de lo que sus padres desearían, ellos con la última combinación que vieron en la televisión. Quieren dejar su infancia atrás lo antes posible, sin darse cuenta de que la añorarán en unos pocos años.

Mi ciudad es distinta al resto. Paseando por sus calles verás padres paseando con sus hijos, colegiales con las carteras rellenas de saber, pero no de conocimiento; los bebes rubios y felices salen cada día a la pasarela de la plaza, mientras los fines de semana el desfile de modelos se desplaza por toda la ciudad. El funcionario sale a tomar su café, el empleado a fumar su cigarro, el jefe a sus reuniones, la señora al supermercado, a la tintorería...

Mi ciudad es un lugar de clase media. No verás obreros en camiseta vagando a la salida del centro comercial, no encontrarás a marginados sociales durmiendo en los bancos o cubiertos de cartones en los portales. Todo parece limpio y bien educado, ausentes los graffitis de las paredes de los edificios públicos. Las iglesias, esparcidas por toda la población como setas de un hongo gigantesco, están medio vacías el fin de semana, solas el resto del tiempo.

Sin embargo, si miras mucho tiempo a mi ciudad encontrarás la otra cara de nuestro tiempo. La inmigrante que cada día hace el mismo recorrido pidiendo limosna; esa otra que va paseando al perro y a los gemelos, mientras su señora está en la peluquería comentando las revistas; el grupo que duerme en casas desahuciadas, malviviendo entre dosis.

Verás también a la pareja de escolares que caminan de la mano, comunicándose con ese tacto especial que da el amor cuando es primero; al abuelo caminando detrás de la nieta y agachándose a cada minuto para evitar que sus primeros pasos sean sus primeras caídas; a la familia que trabaja, y ríe al acabar la jornada, cansados y satisfechos.

martes, octubre 12, 2010

A petición del público

Me despierto sin ganas, la noche ha sido larga y sin descanso. Faltan 20 minutos para que suene el despertador, ¡¡quiero seguir durmiendo!!. Las historias de mis sueños recorren mi cabeza, ¿vida por salir? El despertador suena ¡demasiado pronto!. Espero un poco más, esperando sin éxito que sea fin de semana. Me levanto, con las últimas brumas sobre mis ojos. La ducha me hace aterrizar, ¡el agua está fría!, pero la música es agradable y me pone en funcionamiento :) Elijo mi ropa en función de las nubes que veo desde mi ventana, la ciudad ya conoce mi cuerpo. Un desayuno corto para despedirme de la casa hasta la noche, ¡y salto al mundo!.

En el camino voy buscando belleza que haga que este día merezca la pena, fracaso la mayoría de las veces. El primer café me termina de despertar, y la jornada comienza. El trabajo es rutina, las agujas del reloj se mueven despacio. ¡¡¡No encuentro las respuesta a preguntas que no hecho!!!. El futuro es cada vez más lejano y gris.

sábado, octubre 09, 2010

Lluvia de ayer

Ella era hermosa, más hermosa de lo que había llegado a soñar en su adolescencia. Siempre recordaría ese primer beso, en los andenes, esperando el tren que los llevaría de vuelta a sus casas y los separaría por unas horas. Siguieron caminatas, días de cine en los que lo que menos importaba era la película, paseos por el parque, agarrados de la mano, salidas al monte, torpes caricias en la oscuridad de las calles cerca de su casa...No fue consciente de lo que había perdido hasta que no pasaron varios años, y logró llorar su separación.

Tras ella llegaron otras mujeres, pero la vida le pasó por encima mientras se hundía más y más en sí mismo. Ya no recordaba qué fue de aquella muchacha de rostro infantil y risa limpia, de aquella otra de ojos tristes llenos de la añoranza por su país, de la que le enseñó que también podía llorar, de la que recibió su dinero por un rato de amor... Cuando quiso darse cuenta, las penas tintaban de blanco su pelo y el silencio se había hecho su inseparable compañero.

Se había acostumbrado al aislamiento, y cuando sus padres murieron y heredó la vieja casa solariega, estaba preparado para volver a aquellos lugares que vieron su infancia. Varias horas de viaje en autobús, sin más equipaje que una vieja mochila con algunos libros y algo de ropa, le llevaron frente al portal de la casa; estuvo varias horas observando el lugar, recordando los detalles, sonidos, olores, el gusto de cada habitación. Poco había cambiado, y poco cambió él, solo eliminó la presencia de dioses en los que había dejado de creer muchos años atrás. Se instaló en una confortable rutina monástica, en una isla donde no recibía más visitas que la de los pocos afectos lejanos, o viejos amigos largo tiempo muertos pero que todavía le confortaban en las noches invernales.

No visitó a nadie, y nadie le visitaba. Las gentes del lugar acabaron aceptando su silenciosa presencia dentro del paisaje local, como uno más de los fantasmas con los que las abuelas asustaban a los niños.

Y pasaron los años.

Un día cualquiera

Me despierto sin ganas, la noche ha sido larga y sin descanso. Faltan 20 minutos para que suene el despertador, quiero seguir durmiendo. Las historias de mis sueños recorren mi cabeza, vida por salir. El despertador suena demasiado pronto. Aguanto un poco más, esperando sin éxito que sea fin de semana. Me levanto, con las últimas brumas sobre mis ojos. La ducha me hace aterrizar, el agua está fría, pero la música es agradable y me pone en funcionamiento. Elijo mi ropa en función de las nubes que veo desde mi ventana, la ciudad ya conoce mi cuerpo. Un desayuno corto para despedirme de la casa hasta la noche, y salto al mundo.

En el camino voy buscando belleza que haga que este día merezca la pena, fracaso la mayoría de las veces. El primer café me termina de despertar, y la jornada comienza. El trabajo es rutina, las agujas del reloj se mueven despacio. No encuentro las respuestas a preguntas que no hecho. El futuro es cada vez más lejano y gris.

Hora de la comida. No hay mensajes, no hay escapatoria. Actúo como un autómata, repitiendo lo mismo que hice ayer y lo mismo que haré mañana. No hay cambios a la vuelta al trabajo, deseando que la tarde traiga algo de frescor a mi vida.

Termino el día, cierro la parte de mi mundo que no me gusta y regreso a casa. Soy libre. ¿Qué estrellas conquistaré hoy? ¿Qué mujeres haré mías? Me libero de mi cuerpo y entro en esa otra dimensión en la que vivo realmente. Mi cabeza da vueltas, las historias pugnan por salir: aquella muchacha quiere contarme por qué me sonrió, esa otra por qué se viste así, la pareja del fondo quiere recordar sus noches de amor conmigo...

Durante un momento acaricio lo que pudo haber sido y no fué, mirando los colores moverse en un lienzo electrónico, escuchando el ruido binario convertirse en risas y llantos, dejando que penetren en mi corazón, que lo llenen y rebose. Luego regreso a ese otro lugar, a ese mundo de opio y rosas, de espinas y sangre, en el que las horas van pasando demasiado rápido para mi gusto.

Mi cuerpo me avisa que es momento de partir. Necesito descansar para un día más, pero no puedo abandonar ese mundo, y en mis sueños, continúo navegando por sus mares y ríos, conociendo monstruos y bellezas, esperando encontrar algún día el final del arco iris y cruzar al otro lado, por fin.