jueves, marzo 31, 2011

Le temps des cerises

Ramón se sentaba en el mismo banco todos los días. Jubilado prematuro, separado poco después, hacía la misma rutina todos los días: se levantaba y se duchaba con agua fría, en invierno o en verano, hiciera frio o calor. Se afeitaba con navaja, una navaja que había sido de su padre antes que él, y que afilaba una o dos veces al año, se vestía normalmente con un pantalón de pana y una chaqueta sobre una camisa blanca, y salía a la calle.

Desayunaba en el bar Maya, lo había estado haciendo los últimos 25 años. Tanto el dueño, Paco, como su hija Myriam, le conocían de toda la vida y sabían lo que le gustaba: café con leche con unas tostadas de jamón y tomate, o unas migas cuando las preparaban en el menú. Siempre decía que esos platos le recordaban su infancia en el campo de Daimiel, los largos meses de invierno o sus primeros días como segador.

Si hacía bueno, bajaba caminando por la carretera Real hasta el parque, junto al río, antes de llegar al puente Viejo. Allí se sentaba en el mismo banco, cerca de la orilla, viendo pasar el agua. En 25 años había visto muchos cambios. Los árboles que antaño cubrían la orilla del río habían sido sustituidos por bloques de cemento y piedra, pavimentando el curso fluvial; ahora no se mojaba los pies cuando el río se desbordaba, pero tampoco le cubrían las hojas del fuerte sol veraniego.

El parque mismo había cambiado mucho también. Inicialmente había sido un pequeño remanso de paz a las afueras de la ciudad, un diminuto laberinto de caminos y zonas arboladas; luego, cuando los gustos cambiaron, las zonas de arbustos se convirtieron en cortas praderas, con arriates de flores que se plantaban en cada estación. La ciudad creció, y pronto el parque quedó rodeado de zonas urbanas, edificios con gente joven en su interior, que demandaban zonas verdes y de esparcimiento para sus hijos. Y el parque cambió de nuevo. Creció con terrenos robados al río y se instaló en él una zona de juegos infantiles, con toboganes y columpios; las madres llevaban a sus hijos, pasando las cálidas tardes de primavera cerca del frescor que llevaba el agua.

Sin embargo, el banco de Ramón no cambió; era el único banco de hierro forjado que quedaba en el parque, abuelo de los actuales de madera y hierro, más grandes y cómodos. Seguía estando en el mismo sitio que cuando se sentó por primera vez. Hacía un par de años le habían puesto una farola cerca, lo que le permitía estar más tiempo por las tardes, observando a los paseantes, viendo como la corriente se iba llevando el agua hacia el mar, pensando en qué ocurriría con todo ese líquido.

Aquella mañana Ramón se había cortado al afeitarse, algo que no le pasaba desde la mili. Mientras caminaba hacia su banco en el parque cavilaba sobre lo que podría significar ese corte. No tenía mal pulso, se conservaba bien para su edad, y el médico le había felicitado por ello. Pensando en ello llegó al parque y alzó la vista, para ver su banco. Se detuvo. Había una persona en él, una anciana de pelo blanco y riguroso luto. Se sintió inquieto. Normalmente evitaba la compañía de otras personas sentándose siempre en el centro del banco, así dejaba claro el mensaje: “No me molesten”. Era muy raro que hubiera alguien ya sentado en el banco cuando él llegaba por la mañana, y en esas ocasiones procuraba echarlos lo antes posible. Le gustaba la soledad. Le gustaba su banco.

Se acercó despacio, intentando hacer todo el ruido posible, pero parecía que la anciana era sorda. Seguía mirando al frente cuando Ramón se sentó en el extremo opuesto al que ella ocupaba. No la saludó. Comenzó a moverse, inquieto, a toser, a carraspear, a hacer sonidos obscenos… No hubo reacción. La anciana seguía mirando la corriente, ajena completamente a su presencia.

Al cabo de un buen rato, Ramón se resignó a la compañía forzosa. No estaba a gusto, pero había intentado todo lo que estuvo en su mano para molestar a la anciana, sin resultado. El sol estaba ahora calentando sus piernas, y pronto se sintió amodorrado.

No había nadie en el parque, ni siquiera oía automóviles corriendo por las calles aledañas. Miró la corriente del río. El agua bajaba turbia, de un color marrón claro producto de los desechos y sedimentos que recibía rio arriba. De vez en cuando una onda o un remolino captaban su atención, pero él sabía que nunca era igual; cada segundo pasaban por su mirada litros y litros de agua, todos distintos, todos diferentes, cada gota un universo dentro de miles de universos diferentes…

Tan distintos y tan iguales…

La voz le sobresaltó. La anciana le estaba mirando con interés, aún sentada en el otro extremo del banco, las manos apoyadas en un bastón de madera y plata. Ramón se removió, indeciso e intranquilo, no iba a entablar conversación con esa desconocida usurpadora, que se atrevía a sentarse en su banco, más le valía que se fuera con viento fresco y le dejara en paz.

Ha llegado el tiempo de las cerezas…

Ramón sintió como un escalofrío le recorría la espalda, y el vello de sus brazos se erizaba. No podía ser. Llevaba muerta más de 50 años… Esa frase, que les recordaba el momento en que se habían dado el primer beso… Se giró hacia la anciana, con miedo, con el corazón palpitando, y vio en su lugar a una joven morena, de delicada piel blanca que contrastaba con el negro intenso de sus ojos, y el rojo húmedo de sus labios; con las manos apoyadas en su regazo, sobre una falda en tela escocesa, le regalaba una media sonrisa mientras le miraba entre avergonzada y deseosa…

Any?

Sus ojos negros se iluminaron al oír su nombre de sus labios, y extendió sus manos hacia él, que las recibió entre las suyas, mientras acercaba su rostro al suyo, aspirando su aroma a limpio, con ese ligero toque a manzana que tanto le gustaba. Se miraron a los ojos, mientras entrelazaban sus manos. ¡¡Tenían tanto que contarse!!

Era el último día de sus vacaciones, y ella regresaría a Madrid al día siguiente; Any no lo sabía, pero iba a pedirle que fuera su novia, que le escribiera desde Madrid. Llevaba en el bolsillo del pantalón un papel con unos pétalos de rosa que había estado secando cuidadosamente la última semana, manteniendo ese aroma que tanto le gustaba a ella. Iba a ser su regalo…


Encontraron a Ramón en su banco de siempre, frente al río, esa noche. Su portera había dado aviso al no verle llegar a la hora acostumbrada. El forense no encontró nada que justificara su muerte, así que fue catalogado como “múltiple fallo orgánico debido a la edad”. En su mano encontraron un papel doblado cuidadosamente; en el papel, envueltos en trozos de periódico de 1942, hallaron cinco pétalos secos de rosa, de un rojo intenso, que perfumaban el aire a su alrededor…

sábado, marzo 26, 2011

De noite sonho contigo...

El polaco se recostó sobre la hierba y dejó que su frescor le empapará la sudada camiseta, mezclándose con su sudor y su cuerpo, haciendo que le bajará la calentura que sentía desde que había dejado a Gema en la puerta de su casa, unos minutos atrás.

Juan José nació rubio y de ojos claros en un pueblo donde todos eran morenos de ojos oscuros; su padre no pudo soportar la duda y les abandonó a su madre y a él a los pocos meses. Su madre, incapaz de aguantar la pena y las habladurías de la gente, se suicidó cuándo él tenía apenas dos años. El polaco nació cuando se fue a vivir con su pariente más cercano, un hermano de su padre que tenía ya 5 hijos morenos y de rostro cetrino. Su piel blanca, sus ojos azules y el color de su pelo le llevaron el mote por parte de sus primos, y las primeras palizas. Crueles como solo los niños saben ser, sus primos mayores le usaron como cabeza de turco en todas las fechorías, y con el tiempo aprendió a defenderse, pasando la mayor parte de su infancia lleno de arañazos y cardenales.

Se escapó por primera vez a los 11 años, aunque la Guardia Civil lo encontró a los pocos días y lo devolvió a la casa de sus tíos. Su tía no quiso saber nada más de él, echándolo de la casa a las pocas horas; nunca volvió a hablar con su tío. Fue a vivir un tiempo con su abuela, y a la muerte de esta, con un pariente lejano en la ciudad. Este le puso a trabajar como aprendiz en el taller de un conocido, aunque pasaba más tiempo en los billares y en la plaza fumando con otros descarriados que entre grasa y motores.

A sus 16 años, el polaco era un joven alto y delgado, fibroso, de rápidos reflejos y navaja pronta, que se había hecho un nombre en el barrio a fuerza de golpes y bravuconería. Era lo que entonces se consideraba como un ‘chico malo’, muchos de los cuales murieron poco después por sobredosis o en accidentes de carretera. Su aspecto de antihéroe de película, que él cuidaba vistiendo cazadora de cuero y pantalones vaqueros en casi todo momento, le granjeaba furtivas miradas de las adolescentes de la vecindad, que procuraban esconder de sus madres y padres, pero que le proporcionaban toda la compañía femenina que requería.

Había visto a Gema a la salida del colegio, un viernes de abril, cuando ya el aire huele a verano y la piel está deseando ser acariciada. A través de amigas de amigas supo de su interés en él, y a las pocas semanas tenían su primera cita dentro de un grupo de chicos y chicas, como otras veces le había sucedido con otras chicas en años anteriores. El polaco se sabía guapo, y esperaba cierta adulación por parte del grupo con el que se codeaba y adoración por parte de sus chicas. Gema demostró ser una joven pudorosa y tímida, que se sonrojaba fácilmente con las bromas que hacían los otros chicos, y que debía regresar muy temprano a casa. Casi la dejó tras esa primera cita, pero un punto de orgullo y muchos malos deseos hicieron que los paseos con el grupo continuaran durante parte del verano.

Al llegar julio y el final de las clases, el polaco había decidido que era momento de recoger sus frutos, y jugó sus cartas para obtener una cita a solas en el parque. Cuando la vio aparecer, con su vestido vaporoso que dejaba los hombros al aire, el pelo recogido en una cola de caballo, sus ojos brillantes a la luz de la tarde veraniega, todos sus instintos se afilaron, dispuesto a devorar la inocencia como otras veces, sin remordimientos ni compasión.

O eso creía él. La muchacha le sorprendió con una pasión animal que rivalizaba con la suya propia, con un abandono inesperado en una joven de su educación. Su boca aceptó la lengua invasora y le dio la bienvenida, ofreciéndose por completo, dejando escapar pequeños suspiros que acrecentaban la lujuria del polaco, mientras sus manos comenzaban a abandonar el perfil de la cabeza de ella bajando hacia zonas más comprometidas… que le fueron permitidas. El desconcierto se apoderó del muchacho, separando sus labios de la boca que se le ofrecía, entreabierta y anhelante, todo el cuerpo de Gema relajado y dispuesto para su disfrute. La mente del polaco estaba funcionando a marchas forzadas, tratando de adaptarse a la nueva e inesperada situación, y entonces lo vio.

Gema abrió los ojos, cerrados desde los inicios del combate, y en ellos el polaco vio una necesidad de cariño que rivalizaba con su propia ansia, una soledad que podía comprender la suya, un desprecio a las reglas y normas sociales que incluso le dio algo de miedo… Ella le miraba con la pregunta en sus labios, mientras sus manos volvían a recobrar algo de vida y le atrapaban, obligándolo a acercar su boca a sus labios, manteniendo su mirada fija en él, como una sirena que usara la luz de sus ojos para atraerle al abismo.

Y el polaco cayó.

domingo, marzo 20, 2011

Major dreams, minor lies

Me siento frente a la máquina de escribir y miro a la hoja en blanco, como esperando ver aparecer escenas y personajes que se escriben por sí solos. Enciendo un cigarrillo mientras distraigo mi mirada por la ventana, observando cómo surge la luna detrás de las casas de la urbanización, grande, redonda y amarilla, y la veo limpiarse las legañas conforme sube por su trayecto diario.

La gente piensa que el oficio de escritor es sencillo: te pones a escribir y te salen los relatos como churros, uno detrás de otro, todos de excelente calidad. Solo aquellos que se han puesto son capaces de imaginar la cantidad de trabajo que requiere: encontrar la idea, pasarla a papel, revisarla, cambiarla, volverla a revisar, almacenarla unas semanas para que coja cuerpo, volverla a revisar, cambiarla de nuevo, pulirla, ponerle un vestido limpio y lanzarla al mundo, a que se prostituya por unas cuantas monedas… Pocas son las que finalmente encuentran un partido, un editor que les pone un piso y las retira; algunas, encuentran muchos admiradores, y son un motivo de orgullo para sus padres, pero la mayoría permanece en el olvido del mundo, mientras sus progenitores, los escritores, se preguntan en qué fallaron…

Esta noche no me encuentro inspirado en absoluto. El humo del cigarrillo no me trae recuerdos de otros lugares, como antaño, y la luna no me sugiere exóticas playas llenas de arena blanca, aguas turquesas y palmeras. La gente que pasea por la calle no me atrae lo suficiente como para inventarles una historia, tal vez esa pareja que se está haciendo arrumacos en el banco del parque, exponiéndose a que venga un guardia y les llame la atención por escándalo púbico.

Esta noche las musas me han puesto los cuernos, no encuentro ese 10% de inspiración que dicen que es el porcentaje del éxito. Y sin embargo, sigo aquí, frente a la hoja en blanco, que me mira burlona, fumando cigarrillo tras cigarrillo, intentando que mi mente se encienda, que surja la idea madre, de la que saldrá una nueva historia, nuevos personajes con los que jugaré hasta que estén crecidos, hasta que sean ellos lo que lleven el rumbo de la historia y yo un mero relator.

Veo las luces del edificio de enfrente apagarse una tras otra, hasta que solo queda una luz en el quinto, tal vez un estudiante preparando unas oposiciones, o quizás un enfermo al que velan unos parientes venidos expresamente para eso. Hace ya un rato que he decidido pasar a mayores y me he servido una copa de coñac, lo tengo para los casos desesperados, cuando mis meninges están tan secas que necesitan un cierto grado de alcohol para encenderse. Pero no parece haber surtido efecto, porque la hoja permanece en blanco.

Escucho a lo lejos la sirena de la policía, que me trae nítida el fresco aire de la noche. Tal vez estén persiguiendo a alguien, o quizás corran en auxilio de alguna persona desesperada. Veo pasar a lo lejos algunos automóviles, llevando a sus casas a gente que está deseando descansar, terminar la jornada; o, por el contrario, a gente que está empezando un nuevo día, de trabajo y sudor.

La luz del sol me hiere los ojos. He pasado otra noche en blanco, sin poder escribir una sola palabra, tal vez equivoqué el oficio, no parece que tenga madera de escritor…

sábado, marzo 19, 2011

Me uno al viento que va hacia ti

“Nunca sabes dónde se puede encontrar tu destino, el amor puede aparecer detrás de cualquier arbusto, la felicidad precedida de un perdón…”

Las palabras penetraron en su mente, y al instante las hizo suyas. Los postes telegráficos seguían pasando monótonamente, marcando el espacio y la velocidad de un tren que tomaba casi todos los días, volviendo a casa desde el trabajo.

Había encontrado el libro en una librería de viejo, en la cuesta Moyano, entre un montón de volúmenes de autoayuda y economía. Le llamó la atención de inmediato, su colorida portada destacando entre las grises y funcionales de los otros libros, con las letras en un hermoso oro, ya descolorido por el sol y el uso: “Amor a distancia”. Al principio había pensado que se trataba de una novela romántica, de esas que tanto parecían proliferar actualmente, y había seguido buscando por las librerías de la cuesta algún libro que llevarse a casa. Era un lector empedernido, pasaba mucho tiempo cada día en autobuses y trenes, casi siempre solo, y aprovechaba esos ratos para leer.

Llegó hasta el final de la cuesta, ya a la vista de la entrada del Parque del Retiro, y como hacía siempre, desanduvo el camino recorrido, ya con las ideas claras sobre lo que quería comprar: una novela histórica, el segundo tomo de una saga que estaba iniciando, un viejo volumen de crónicas de viajes… Cuando llegó al puesto de saldos, el brillo de la portada volvió a llamar su atención. El libro se encontraba ahora encima de la pila de ‘todo a 500’, su dorado título iluminado por los rayos de la mañana de domingo madrileña. Lo cogió, un tanto avergonzado, y comenzó a hojear sus páginas.

No era una novela romántica, como había temido, por lo que pudo leer, párrafos aquí y allí, mientras comprobaba que todo estuviera correcto. Si bien el ejemplar parecía en buen estado, le faltaban las hojas iniciales, aquellas en la que aparece normalmente un prólogo o los datos editoriales, pero las correspondientes a la historia parecían estar completas. No fue hasta que hubo pagado y bajaba hacia la estación de Atocha que se dio cuenta de que el nombre del autor no aparecía tampoco en la portada.

Comenzó a leerlo mientras esperaba el tren en el andén 3, bajo la bóveda de metal de la vieja estación, sentado en un banco de madera que había visto mejores tiempos. La historia le atrapó de inmediato, como si alguien la estuviera susurrando a su oído, una historia que parecía ser la suya propia desde las primeras palabras: “Juan nunca se consideró digno de ser amado, su infancia había sido tan dolorosa que no se permitía albergar sentimientos hacia nadie, para evitar el dolor de la pérdida que él consideraba inevitable…”

Perdió el tren y tuvo que esperar al siguiente, 40 minutos más tarde, y también perdió ese. Las palabras que emanaban de ese libro le llegaban directamente al corazón, inundándolo de una suave melancolía, al mismo tiempo que restauraban recuerdos largo tiempo dormidos. Recordó (o leyó, nunca supo qué pasó en realidad) a aquella muchacha que le gustaba en sexto grado, y los celos hacía su compañero de pupitre cuando descubrió que las miradas de ella no eran para él; volvió a ver a aquella profesora que con sus largas piernas, faldas cortas y provocativos escotes había aparecido para despertar su sexualidad; se encontró de nuevo sentado en la terraza de aquel bar, cuando la que sería su primera mujer le tomó de las manos y le declaró su amor; sintió de nuevo el remordimiento y la culpabilidad, cuando años más tarde le abandonó entre reproches y gritos, por su falta de compromiso; vio pasar por la historia (¿o eran sus recuerdos?) las distintas parejas de noche o fin de semana, con las que conseguía saciar su sexualidad urgente, pero que no le aportaban nada emocionalmente… No pudo, sin embargo, dejar de leer en todo el trayecto, ni durante el breve recorrido desde la estación a su casa, de pie en el atestado autobús urbano, con una mano en el pasamanos y con la otra sosteniendo el libro que ahora devoraba con atención.

Esa noche, madrugada ya, después de varias horas de lectura ininterrumpida, terminó el libro, llegando a la última página con la sensación de haber estado hablando con un viejo amigo durante todo ese tiempo, repasando una vida, la suya, que se había caracterizado por la soledad y el aislamiento.



Lo descubrió la señora de la limpieza, al llegar el lunes para hacer el aseo habitual. Estaba en la cama, con un libro en la mano, parecía dormido, pero la frialdad de su cuerpo indicaba que hacía varias horas que había muerto. El forense no logró encontrar una causa no natural de muerte, y a los pocos días era enterrado en el cementerio local, con la presencia de unos pocos amigos y familiares. No dejó testamento, por lo que sus bienes fueron a parar al pariente más cercano, un sobrino que apenas conoció a su tío, y que lo primero que hizo fue malvender la gran cantidad de libros que se encontró en el piso, deseoso de reformarlo y alquilarlo por una buena cantidad.

“Amor a distancia, autor desconocido, le faltan varias páginas del principio” cantó el ayudante del librero, mientras este tomaba nota para hacer el inventario del lote de libros que acababa de adquirir procedente de una herencia.

“Ese, directo al cajón de saldos”

sábado, marzo 12, 2011

The happy and the bad memories

Lumia llegó a Algena durante una tormenta primaveral. El autobús que la llevaba se abrió paso a duras penas entre el raudal de aguas que bajaban por la calle, subiendo con dificultad hacia la plaza, mientras los escasos viajeros miraban con ansiedad, unos buscando a los conocidos y familiares, otros hacia el cielo , preguntándose por el estado de sus maletas.

Su abuelo la estaba esperando bajo el soportal de la iglesia. Cuando el autobús entró en la plaza, abrió un inmenso paraguas negro y fue a su encuentro, ayudándola a bajar y recogiendo su maleta. Por alguna razón desconocida, como suceden estas cosas, Lumia recordó su llegada al pueblo unos años atrás, también en este mismo autobús, pero en otras condiciones. La muchacha tímida y recién salida del hospital se había convertido en una hermosa joven, de ojos grandes y cuerpo ya formado; muchas cosas habían pasado en ese tiempo, y Lumia no había podido dejar de recordarlas.

Durante el viaje había estado pensando en su futuro. Las monjas del internado habían sido muy amables, sus notas eran excelentes, y tras algún intento de conseguir su compromiso para asistir a los ejercicios espirituales de ese verano, le habían deseado mucha suerte. Lumia había llorado al partir, al despedirse de sus antiguas compañeras y maestras, aunque no podía decir que dejaba atrás ninguna verdadera amistad; estaba deseando volver, por razones que ni siquiera ella entendía.

Saludó con cariño a su abuelo, que le respondió con una afectuosa sonrisa y un cálido beso; al acercar su mejilla a la del anciano pudo oler su vieja loción de afeitar, junto con el aroma de su tabaco de pipa. Caminaron deprisa por la calle Alta, hacia la vieja casona donde les esperaba la abuela, intentando sortear los arroyos y charcos provocados por la lluvia en las empinadas calles. Lumia iba del brazo de su abuelo, contenta y dichosa por volver a su casa; hablaron del colegio, de las notas, del viaje…

Al llegar a la casa los viejos aromas le volvieron a asaltar, intensificados por la humedad del día: espliego y manzanas, usadas para aromatizar la ropa de cama, el olor a roble viejo, de las vigas y tablas de la casa, pisadas y lavadas centenares de veces, las flores de la entrada, un ramo que la abuela siempre procuraba mantener fresco, lirios en esta ocasión, y el perfume distintivo de la abuela, que los esperaba en la salita, con el fuego encendido y ropa seca para ella. Se abrazaron emocionadas, con las lágrimas a punto de salir de sus ojos, mientras el abuelo permanecía en un discreto segundo plano, aparentando colocar el empapado paraguas en la pila de la cocina, pero con el corazón lleno de afecto por sus mujeres.

Hablaron durante mucho rato, reconfortados por un buen fuego en la chimenea, que el abuelo se encargaba de mantener, y tomando una ligera merienda de té y bollos. Lumia les contó su año escolar; aunque les escribía regularmente, y había visitado Algena varias veces en ese período, ella sabía que les encantaba oír las historias del internado de su boca, y así les fue contando sobre el curso, los exámenes, las travesuras, de la partida de Sor Antonia para casarse (uno de los temas que más dio que hablar en el colegio), de sus nuevas compañeras, de sus planes de futuro…

Cuando ya comenzaba a caer la tarde, y la lluvia se había convertido en un persistente calabobos, llamaron a la puerta. El abuelo bajó a abrir, y se escuchó una voz masculina, grave, saludarlo. El corazón de Lumia dio un vuelco al oír ese sonido. Expectante, con los ojos ansiosos, se volvió hacia la escalera que subía del piso inferior, esperando…

El abuelo apareció con Héctor, con el abrigo y sombrero completamente empapados y un ramito de violetas campestres en la mano; las había protegido de la lluvia con un tosco cucurucho de papel, que ahora retiraba, torpemente. Cuando vio a Lumia su rostro se ilumino: los ojos brillaron de alegría, y su cara se transformó con una sonrisa, al mismo tiempo que decía: Hola Lumia, bienvenida a casa.

La muchacha no pudo soportar más. De un salto se levantó del sillón en el que estaba y en dos pasos cruzó la pequeña salita, echando los brazos al cuello del sorprendido Héctor, que dejó caer las violetas sin saber muy bien qué hacer, mientras los abuelos se miraban con sorpresa.

jueves, marzo 10, 2011

Excuse my English

Ya sé que es la misma canción de siempre
pero esta vez es solo para ti
es lo único que es diferente.
Ya sé que he cantado como un millón de
palabras y frases prestadas de mucha gente,
esta es igual de buena que la primera vez
sin tantas florituras, te amo.

Durante el día cambio palabras como flores
que entrego durante la tarde,
Porque quién paga, elige
hoy he usado todas las horas
explorado hasta la calle más pequeña
y ese sentimiento aún persistía,
sin tantas florituras, te amo-

Sí, me he perdido algunas veces,
pero tuve que pagar,
en algunas ocasiones me he pasado completamente,
cambiando un millón de frases, intentando hacer que levanten el vuelo
la única línea que se remonta
diciendo al resto Adieu,
sonando igual de bien que la primera vez
sin tantas florituras, te amo

¿Hola, estás todavía conmigo?
He olvidado darte las gracias del capitán y la tripulación
y así, sin el dulce perfume de las rosas,
espero que aún creas que es cierto
desnudo de todo el ruido,
sin tantas florituras, te amo
sin tantas florituras, te amo

Usando mis dedos para hablar por mí

Lumia había estado pensando en las vacaciones durante las últimas semanas de colegio. Ese era su año final en el internado, y con 17 años muchas de sus amigas ya tenían novio formal y hablaban de sus próximas bodas, o de las cosas que harían con sus novios durante el período estival. Unas pocas, como Lupita Moyano, pensaban ir a la universidad, estudiar unos años hasta conocer a un guapo marido y casarse. Alguna, como su amiga Nines, se debatían entre vivir en el mundo o entrar de novicia en un convento, cosa que no agradaba mucho a sus padres según lo que contaba...


Lumia no había hecho planes de futuro. No tenía un novio que la estuviera esperando a la salida del internado (las comunicaciones con Franco se habían agotado muchos meses atrás), ni lo quería tener; tampoco tenía la inquietud intelectual de estudiar en la universidad, a pesar de ser una chica inteligente y curiosa. Sin embargo, desde hacía días tenía una extraña inquietud, el deseo de volver a la casa de sus abuelos se había ido acrecentando poco a poco, y ahora ansiaba volver a pisar las calles de Algena

martes, marzo 08, 2011

C’est pas facile mais prend ton temps

Camino por el borde del canal, camino por el borde del abismo. Cuántas veces he pensado en dar un paso en falso y acabar con todo, cuántas otras me he arrepentido en el último momento. Ahora las dudas del pasado han desaparecido, mi perro me acompaña para guiarme y para traerme de vuelta, la mañana es clara y luminosa, no hay fantasmas que me puedan atacar…

Veo debajo de mí los frutales y viñedos que conforman este valle, el verde vegetal alegra mi alma de secano, el rumor del agua a mis pies calma mi corazón, como seguramente hacía en las viejas alcazabas y palacios árabes. Me siento en una piedra en un lateral del camino, un peñasco que seguramente se arrancó cuando construyeron el canal y ahora sirve de atalaya para los caminantes que llegan hasta aquí. Mi perro, que corría por delante de mí, en busca de conejos y libertad, regresa a mi lado, mirándome con curiosidad. “¿Hora de volver, ya te cansaste?” parece que preguntan sus ojos negros. Cuando me ve sentarme en la cima de la roca, baja al agua para refrescarse y regresa a su eterna búsqueda de conejos entre las zarzas.

Desde mi asiento puedo ver mi casa, allá en lo alto del cerro, con las ventanas brillando por el sol de la tarde. Sale humo de la chimenea, seguramente la señora Rosa la habrá encendido para mi vuelta. No tengo prisa. Tengo todo el tiempo del mundo.

Siento ganas de fumar. Es extraño, nunca he sido fumador, mi último pitillo sería fácilmente 20 o 25 años atrás. Y sin embargo, en determinadas ocasiones me entran unas ganas tremendas de encender un cigarrillo, y ver cómo el humo lo consume en mi mano. En una ocasión llegué a comprar una cajetilla, para esos momentos, y tuve que tirarla después de unos meses. Aún así, la sensación es muy poderosa a veces, por ejemplo ahora me veo sentado en la roca, mirando cómo el sol se pone tras las montañas, fumando un cigarrillo interminable…

Aquí arriba siempre se me aclaran las ideas. No necesito mucho, un lugar tranquilo, una postura cómoda, tiempo… Mi mente se despeja de todo pensamiento consciente, poco a poco el ambiente a mi alrededor va entrando en mi subconsciente, el aire limpio penetra en mis pulmones, el silencio se apodera de mis oídos, la luz limpia mis ojos… Cuando consigo ese estado de nirvana, en apenas unos minutos, mi mente ha volado a otros niveles, los problemas desaparecen, las soluciones se ven claramente, las decisiones parecen fáciles, los caminos abiertos, puertas que antes se cerraban se abren de par en par, el futuro no parece incierto…

Anochece. El aire frío de la sierra llega hasta mí. Llamo a mi perro y emprendo el regreso, con nuevas energías, con mis pensamientos claros y serenos, regreso a una vida de preguntas sin respuestas, de sentimientos rechazados, de tensión y frustraciones. Sé que pronto tendré que subir, a estirar las piernas y hacer que mi perro busque conejos y libertad…

domingo, marzo 06, 2011

Viajero

Palabras que me gustan como suenan, frases que oigo en sueños, personajes que aparecen en la oscuridad de mi vida, historias que me susurran las piedras, vidas que trae el viento en las garras de un halcón…

Primero

Despierto con la luz del sol. Mi habitación está orientada al este, y suelo abrir los ojos un poco antes de su salida. En estos días invernales no me molesta, descanso bien y me acuesto temprano, aunque en verano las noches son más cortas y el descanso es menor, tengo que echar mano de las siestas…

No me levanto inmediatamente, necesito remolonear unos minutos. Es mi manera de transitar desde el sueño a la vigilia. La noche ha sido tranquila, mi cerebro no me ha enviado mensajes en código, que luego tendría que descifrar para saber qué es lo que mi subconsciente intenta decirme; hoy no he tenido sueños conscientes, estoy listo para un nuevo día.

Mientras me abrigo con la ropa de la cama, repaso en mi mente la jornada que me espera. Ya hace algunos años que uso agenda, pero aún planifico mi día según lo que me espera. Hoy no tengo visitas, no he de ir a la ciudad ni vendrá la señora Rosa. Tengo toda la casa para mí. Hoy tenía previsto terminar de revisar las pruebas del último libro, quiero que esté listo para el cumpleaños de J, ya es hora de que le introduzca en la literatura fantástica; posiblemente eso me llevará toda la tarde. Podría salir después del desayuno a pasear, la lluvia de anoche limpio el cielo, lo veo cada vez más claro y azul desde mi ventana, y hay que aprovechar el buen tiempo. Además Thor está inquieto, lleva mucho tiempo sin salir del jardín, le hará bien un paseo largo por el bosque.

Me levantó, aún pensando en la jornada que tengo por delante, y tomo mis medicamentos. Ya son parte de mi rutina diaria, más de 30 años conmigo. El doctor dice que hay una nueva terapia génica que podría eliminar mi necesidad de fármacos, pero estoy viejo para cambios.

Pongo la radio antes de entrar en la ducha. A quien me pregunta le digo que es para informarme a primera hora de la mañana; es mentira, lo hago para ahuyentar el silencio. Thor ladra en cuanto oye caer el agua, me saluda. La ducha me quita las telarañas del sueño. Un minuto para mojarme, cubrirme de jabón y 3 minutos para quitarme jabón y suciedad, sudor y sueño, el último minuto con agua fría, bueno, ahora templada, que no hay que abusar.

sábado, marzo 05, 2011

Se necesita gozar del viaje y no pensar sólo en la meta...

Enciendo la chimenea. Aunque el sol de la tarde entra por el amplio ventanal de la sala, las tardes ya refrescan cuando llega el ocaso, y es mejor prevenir. Pongo un tronco grande al fondo, para que dure toda la tarde, y frente a él pongo varios pequeños, dejando a un lado algunos que estaban húmedos; con el calor se irán secando, y así no tendré que volver a salir por leña. Con ramitas, astillas y algunos arbustos secos preparo el fuego inicial, que alimento también con todo el papel que tengo para eliminar: facturas de supermercado, billetes de metro, resguardos de cajero… Cuando enciendo el fuego, y mientras me preocupo de que prenda y se mantenga hasta alcanzar el volumen suficiente para asegurarme de que no se apagará, pienso en la visita, y en qué ocurrirá.

Hace ya muchos años que no he visto a Gemma, desde aquella vez que nos juntamos los viejos compañeros de universidad y ella se presentó con su novio de entonces. Yo había andado algo enamorado de ella al comenzar los estudios, pero realmente nunca pasó nada y conservamos la amistad todos estos años. Nos escribíamos una o dos veces al año, largas cartas en mi caso, en las que le ponía al corriente de mis avatares personales y profesionales. Ella en cambio, no me contaba muchas cosas de su vida, sus contestaciones eran a menudo reflexiones sobre las cosas que yo le decía, pero poca información sobre ella. A través de otros compañeros me enteré de que se había marchado a Alemania, para terminar sus estudios, que allí encontró trabajo en un laboratorio farmacéutico, que se casó y luego se separó, que regresó a España en uno de esos programas de recuperación de cerebros que nuestros gobiernos montan de vez en cuando, y que estaba viviendo en Galicia; nada de esto me llegó en sus cartas.

Por eso me sorprendió cuando, hace un par de años, por mi cumpleaños, me llegó una notificación en mi perfil de Facebook, un simple mensaje de “Felicidades Juan” por parte de una desconocida. No recibo muchos comentarios en ese perfil, las redes sociales no se han hecho para un misántropo como yo, pero son buenas herramientas de marketing y comunicación con mis lectores. Por eso, intrigado por la nota, entré en el perfil del remitente y vi a mujer que no conocía: con más o menos mi edad, pelo castaño largo y sedoso, una cara ligeramente alargada en la que destacaban dos ojos azules y una sonrisa luminosa.

Evidentemente la foto del perfil se había recortado de otra en la que estaba con más personas, pero no conseguí asociarla con ninguna de mis conocidas. Por cortesía, respondí al mensaje, dando las gracias y preguntando por la identidad de la remitente, a lo que me contestó como mi antigua compañera, muy divertida de que no la hubiera reconocido (no se parecía en nada a la joven de pelo corto y rizado, profundos ojos castaños y siempre delgadita que recordaba). A ese mensaje siguieron otros, una solicitud de amistad, y largas conversaciones por teléfono; me contó cómo había marchado a Alemania, llena de proyectos e ilusiones, con una beca de 3 años, cómo había estudiado y luchado en esa sociedad donde el idioma es una barrera para progresar, como consiguió un trabajo interesante y bien pagado en una de las grandes compañías del sector, cómo conoció a Joachim y se enamoró perdidamente de él, para descubrir su error algunos años después. Me habló de su divorcio, de su necesidad de empezar de nuevo, de cómo encontró la oportunidad en una pequeña empresa de biotecnología en las rías gallegas, de su regreso y de cómo estaba recomponiendo su vida.

jueves, marzo 03, 2011

Et il m'aime encore, et moi je t'aime un peu plus fort

¿Podría avisar a la señora de Medina, por favor? Creo que es la habitación 215

Mientras la recepcionista llamaba por teléfono, Carlos se acercó a la sala comedor y localizó una mesa libre, cerca del ventanal que daba al patio, y le pidió al camarero que la reservase.

Enseguida baja, señor

Carlos se miró en el espejo de recepción. No estaba mal. Las huellas de la larga noche no se notaban demasiado, tal vez un apunte de ojeras que una buena taza de café haría desaparecer sin duda. Era evidente que la ducha le había quitado muchas de las señales físicas, aunque aún quedaban las psíquicas.

La vio reflejarse en el espejo antes de que ella le viera. Estaba magnifica. Con el largo pelo castaño recogido en un moño, una falda pantalón gris y una camisa blanca abotonada hasta arriba podría parecer una secretaria cualquiera, aunque él la veía de otra forma: el pelo suelto, libre, la camisa desabotonada y en la silla de la habitación, como la falda y el resto de su ropa, mientras ella se apoyaba en su pecho, elevando un poco la pierna desnuda…

Llegas pronto…

No podía esperar, dijo él mientras la besaba en la mejilla, sintiendo el perfume de su cuerpo por segunda vez en dos días. He reservado mesa, espero que tengas hambre

¡Podría comerme un caballo!

La conversación comenzó con temas banales. Ella pidió un coctel, un margarita, y se rió de la cara que puso él. ¡Me apetece beber! dijo, como si fuera la cosa más natural, y Carlos no tuvo más remedio que sonreír, y pedir un Tom Collins para acompañarla con el aperitivo.

¿Has dormido bien? dijo ella, sonriente, con la burla en sus ojos, sabiendo perfectamente que no. Carlos tomo un sorbo de su bebida, con una media sonrisa, intentando buscar tiempo para responder, mientras las imágenes se agolpaban en su mente: el primer beso en el ascensor, apenas unos minutos después de haberse encontrado, su frenesí para desnudarse, sin poder despegar sus bocas, sus gemidos de placer cuando…

La llegada de la comida los distrajo un instante. Durante unos minutos la conversación decayó, mientras cada uno hacía los honores a sus respectivos platos. Cuando el hambre más urgente se sació, ella volvió a mirarle, ya con la mirada ligeramente vidriosa. Carlos no era un hombre especialmente atractivo, pero su simpatía, sus ganas de vivir, su mundo y su seguridad la habían hechizado casi desde el primer día. No lo habían planeado, pero esta convención lejos de su ciudad les había brindado la oportunidad de ser ellos mismos, de compartir sus cuerpos…

Con el café, las palabras se hicieron susurros, ella se había sentado a su lado y tenía su mano entre las suyas, acariciando su suavidad (tienes manos de artista, le había dicho la noche anterior), mientras él se hundía en sus ojos. De vez en cuando se miraban, y ella bajaba la mirada, avergonzada y agradecida al mismo tiempo, mientras sentía como el vino y el deseo se mezclaban en su sangre. Carlos la besó primero, un beso tierno, que encontró inmediata respuesta en sus labios, hasta que sus lenguas se abrazaron y comenzaron una danza inmemorial, de corazones y manos, de piel contra piel, de suspiros y susurros, sangre y fuego en combinación, de la que salieron varias horas después, exhaustos y empapados en sudor, en la cama de la habitación de ella.

martes, marzo 01, 2011

Encuentra el buscar

Recuerdo esos sueños de adolescente, en los que podías volar con solo desearlo, colocarte contra el viento, abrir los brazos y sentir como el vendaval te iba elevando, haciendo que tu perspectiva aumentase, que vieras el valle contiguo, las montañas, el río… En ocasiones me elevaba demasiado y me entraba miedo, cerraba un poco los brazos (o el abrigo, que a veces me ayudaba a hacer de cometa), y descendía algunos metros, hasta que me encontraba seguro de nuevo. También, alguna vez, el viento cesaba, y yo tenía que descender sin ganas, ansioso de un poco más de libertad…

Con la edad, y las lecturas equivocadas, me enteré que volar en sueños tiene un simbolismo sexual. ¡Menuda tontería! ¡Como si las sensaciones pudieran compararse! Vamos a comparar un mal orgasmo con tener el viento de cara y ver a lo lejos, sintiendo cómo te mantiene, con la seguridad de que no te vas a caer, que puedes estar horas y horas planeando, subiendo y bajando por las corrientes de aire, avanzando o retrocediendo… ¡Amos anda!

Tal vez por eso me gustan los lugares ventosos; la sensación de un viento frio contra la cara, estando bien abrigado yo, es de las mejores que conozco, siempre me ha gustado pasear por aquellos lugares donde el viento podría elevarme, o al menos tener esa creencia. Porque no quedaría bien con mi imagen, pero he pensado muchas veces en dejarme el pelo largo, para que en esas ocasiones… pero bueno, quedaría un poco gay, como se dice ahora.

Luego llegaron los años, la adolescencia, las mujeres, el primer beso, el sexo (el de verdad), la jubilación… y poco a poco fui dejando de volar en sueños. Ya, ni pegando saltos soy capaz de elevarme de la tierra. Mis compañeros de residencia se ríen, cuando me ven el primero en los acantilados, en las excursiones a la playa, sintiendo la fuerza del aire que viene del mar; a las monjas no les gusta, y ya me han dejado sin postre varias veces. Pero todavía, en los días en que hace mucho viento, cuando todos están en el interior protegidos de la tormenta, yo me pongo una vieja gabardina y salgo al patio, poniéndome entre la cocina y la administración (es donde más fuerte sopla el viento) ¿Quién sabe? Peso poco, y tal vez en una racha de esas fuertes pueda elevarme de nuevo.