miércoles, diciembre 17, 2014

Sazonas mi interior

Veía la lluvia caer sobre el valle mientras tomaba una taza de café humeante, asomado a la ventana del salón, escuchando el crepitar de los troncos que había echado al fuego apenas unos momentos antes. Había reparado el tejado justo a tiempo. Los últimos días de sol otoñal los había pasado limpiando el desván, sacando a ratones de sus madrigueras y a palomas de sus nidos, reemplazando tejas, maderas y recubrimientos podridos o rotos. Fueron días extenuantes, de trabajo duro y honrado, hecho con las manos, como le gustaba, aunque su espalda se lo negaba.

Las nubes de color acero corrían veloces sobre la montaña, manteniendo un cielo oscuro y húmedo sobre el valle, en el que de vez en cuando se dejaban ver fugaces unos jirones de azul, como jugando. Sabía que el agua que caía fertilizaría el terreno de su jardín, haciendo que las cenizas de sus recuerdos se mezclaran e integrarán con la tierra. Había plantado grupos de lavanda, tomillo y otras hierbas, buscando el equilibrio entre las distintas floraciones y sus necesidades de tener siempre alguna nota de color a la vista. Más adelante pensaba comprar unos plantones de cerezo y manzano, y tal vez un nogal, aunque dudaba sobre este último; tenía suficiente espacio, ¿pero tendría suficiente vida?

Al limpiar el terreno había mantenido la higuera que crecía salvaje sobre una de las esquinas del muro, quizás porque sus retorcidas ramas le recordaban un poco de su pasado. Algunas tardes las había pasado observando sus vueltas y revueltas, las hormigas subiendo por el tronco para arrancar las últimas mieles de los pulgones, las marcas de su corteza que evidenciaban los embates del tiempo y del abandono... Y sin embargo, crecía fuerte y sana a pesar de todo, con las raíces buscando la vida en las profundidades y sus hojas anhelando el cielo.

Un estallido en el hogar le sacó del ensueño. La madera de encina que había comprado al viejo del pueblo ardía bien y proporcionaba un calor que su cuerpo agradecía. Volviendo la mirada hacia el interior de la casa no pudo dejar de sentir un cierto orgullo. En apenas unas semanas aquel viejo caserón se había convertido en un refugio a su gusto, con muebles cómodos y agradables, algunos cuadros de amigos o comprados en sus viajes, recuerdos gratos esparcidos por todas partes. No obstante, aún sentía que quedaba mucho por hacer: tenía que renovar parte de la estructura de los dormitorios, demasiado vieja para aguantar el paso de las estaciones, construir una estantería para colocar sus libros, buscar un artesano que le hiciera un baúl como siempre soñó y colocar el viejo escritorio en la habitación que había preparado en el desván, bajo la claraboya que se había hecho instalar y que le permitiría ver el cielo de verano mientras escribía.


Sí, todo parecía ir en orden. Y por eso sabía que no duraría demasiado.

jueves, diciembre 04, 2014

viernes, noviembre 28, 2014

En el nombre del viento

Una corriente de aire furioso agitaba su pelo, podía sentir cómo se levantaba su escaso flequillo y el aire le tiraba de cada uno de sus cabellos, ese viento frío y juguetón que le ponía mechones tapando sus ojos o que tiraba de su cabeza casi con delicadeza.

El muchacho estaba feliz. Le gustaban mucho esos días de ventolera, sobre todo cuando podía disfrutarlos a solas, como ocurría esta vez. Una tromba del noreste recorría el pueblo, un vendaval que había espantado a todos los parroquianos, yendo de la mano de aguanieve y bajas temperaturas. El chico estaba convenientemente abrigado, llevaba un grueso jersey de lana de color marrón que le había tejido su madre, un jersey de cuello doble que con los años iría adelgazando como si pudiera compensar el aumento de kilos de su portador. Una parka de recia tela completaba su abrigo, abierta por delante para que los remolinos jugaran con ella como si fuera parte del cuerpo infantil, creando alas para su imaginación desbocada... 

Recorría el niño las calles en dirección a la casa de su abuelo, apenas consciente del frío que reinaba en ellas. Sólo tenía pensamientos para el ventarrón, para ese viento amigo que le hacía volar en las noches más alegres, para ese ligero compañero que en esas ocasiones le permitía ver el mundo desde arriba, evitando que la soledad se adueñara de él.

Pasó el tiempo y ese niño creció, aumentó su perímetro y su altura, pero su alma no estiró su volumen de la misma manera, siendo incapaz de llenar todo el cuerpo, como esos trajes de una talla mayor que nuestras madres nos compraban para que sirvieran durante muchos años. Por eso la voluntad del chico, a veces, no llegaba a todas partes: así, cuando estaba en su cabeza los pies permanecían en automático, llevando al muchacho por el pueblo sin rumbo.

Habían pasado los años pero aún gustaba de esos días de ventolera, con el aire corriendo por entre las calles, aullando por las rendijas, provocando que los vecinos se encerraran, jugando con las hojas del olmo de la plaza, con los papeles que huían para encontrarse con los pájaros allá en lo alto…

Aquella semana las previsiones del tiempo habían sido muy claras: se acercaba una gran galerna, con lluvias torrenciales y rachas de aire que podían llegar a categoría de huracán, restos de un ciclón tropical de los que llegaban a esas tierras muy de vez en vez. Esa tarde el muchacho, ya hombre, salió de su casa con un viejo abrigo negro y un paraguas desvencijado, camino de la parroquia donde ayudaba al clérigo en las misas. Por el camino el aire comenzó a tentarle, a jugar con él, volteando su paraguas, haciendo que el pelo de la nuca se le levantase, a empujarle a la carrera en la calle Ancha, a intentar colarse por debajo de su abrigo… Las ventoleras, repentinas y muy fuertes, le iban guiando hacia las afueras del pueblo, hacia el inicio de la carretera. No podía rechazar la invitación del viento…

viernes, noviembre 07, 2014

Haiku con sobrepeso

Y se encerró cada vez más en su pequeño rincón del mundo, dejando morir las relaciones con su familia y amigos, perdiendo el contacto con la realidad cotidiana, hasta que se descubrió solo y perdido en un diminuto punto final.

martes, septiembre 16, 2014

No hablar es morir entre los seres

Llega el momento en que algo en tu interior se rompe, tú lo sabes bien, y a mí me llegó aquella tarde en la arboleda. Estábamos sentados en un banco del parque, tú leyendo el periódico mientras yo me calentaba al sol de febrero, los ojos cerrados, mi mente vagando. Y de repente, al abrir los ojos y verte ahí, a mi lado, un hombre cuarentón, gris, amable sí, pero sin ninguna chispa, me pregunté qué demonios hacía con mi vida, y a dónde iba contigo.

Me lo notaste enseguida, al girar la cabeza para mirarme. “¿Estas bien?” preguntaste, sin mucho interés, lo sé. “Nada, no me pasa nada. La luz del sol me ha deslumbrado”, respondí, y volviste a tu lectura, tranquilizado.

Pasaron los meses, y esa pequeña semilla de desazón que germinó aquel día no dejaba de crecer, alimentada por todas aquellas cosas que iba redescubriendo o en las que no me había fijado hasta ahora; tal vez no me hubieran importado antes, pero mi nueva yo se había vuelto intolerante, muy intolerante. Me desagradaba verte caminar en calzoncillos por la casa, tu falta de interés por mi día cotidiano, ese aire ausente que siempre tenías en las comidas; detestaba las tardes de paseo por el parque, ese “salir a tomar el aire” que tanto te satisfacía; incluso llegué a sentir asco algunas mañanas al despertar a tu lado y ver lo gris que era la casa en la que vivía.

Al principio traté de no hacer caso a estos sentimientos, de achacarlos al cambio de tiempo, a mis hormonas, a un cansancio inexistente, a… Tantas cosas intenté sin resultado. Luego, una tarde de otoño llegaste a casa con la noticia de que tenías que viajar unos días, que estarías fuera por necesidades de trabajo, un cliente en no sé dónde. “Por fin”, pensé, “unos días para mí”, y te ayudé a preparar la maleta, la ropa, los útiles del baño, los papeles. Te acompañé a la estación, y mientras veía como el tren se alejaba sentía mi cuerpo más y más ligero. 

Volví caminando, saboreando una libertad que creía reencontrada, entré en casa y preparé una pequeña maleta con cuatro cosas. Había decidido vivir esos días en una pequeña pensión del centro, no quería estar en casa, no quería sentir el polvo, la opresión que me embargaba en algunas habitaciones. Al salir me vi reflejada en el espejo de la entrada: una mujer joven, con el rostro arrebatado, las mejillas encendidas, los ojos brillantes y la expresión de alguien que saborea el aire marino por primera vez. 

lunes, junio 30, 2014

La magía de la memoria

La casa estaba fría y oscura. Nadie había vuelto a ir desde el funeral, y el polvo comenzaba a acumularse sobre los estantes y los viejos trabajos de madera del abuelo. Yo no había podido ir a su funeral por razones de trabajo y ahora me acercaba a su casa con la intención de despedirme de él, a mi manera.

Mi tía me había dejado la llave, una de esas grandes llaves de hierro de las viejas casonas. “Puedes estar todo el tiempo que quieras”, me había dicho y yo planeaba tomarle la palabra. Aún no se había procedido al reparto de las cosas que había dentro de la casa, mis tías y tíos estaban esperando a que todos los hijos se reunieran en las próximas fiestas del pueblo, no había prisa. Mi abuelo ya había dejado todos sus asuntos en orden hace muchos años, cuando murió mi abuela, y todos los hermanos sabían qué pertenecía a cada uno.

Yo era el nieto primero, y, en consideración a mis largos viajes y extraños hábitos de trabajo, me habían dejado elegir entre las muchas cosas de mi abuelo. No había querido nada. Me parecía una costumbre tan bárbara esa de repartir las pertenencias del muerto que, educada y firmemente, les había agradecido y rechazado el ofrecimiento. “Ya tengo muchos recuerdos con él”, les había dicho.

Todo eso resonaba en mi memoria mientras subía por las escaleras de madera de roble hasta el primer piso, mis pasos crujiendo sobre las antiguas vigas, provocando ecos sobre las vacías habitaciones. Mis recuerdos me llevaron por toda la casa, mis dedos dejaron marcas sobre el polvo de aquellos sitios que recordaba tan bien: el arcón donde se guardaba el pan recién hecho en el horno aún tenía ese olor tan familiar, a harina y a leña vieja, a humo y tahona; la habitación en la que pasaba los veranos, con su cama de hierro forjado y el colchón de lana, tan blandito y cálido; la despensa, con sus enormes tinajas hundidas en la tierra, donde aún se veía el brillo del aceite de la última cosecha; el balcón, donde mi abuela pasaba las tardes de invierno viendo a la gente pasar por la calle mientras sus huesos se calentaban con el sol poniente…

El despacho de mi abuelo siempre fue un lugar mágico en mi infancia. Tantos libros, tantos colores, como aquel inmenso atlas que tenía todos los países dibujados para que mi imaginación los poblara de seres y batallas, tirado sobre el suelo y moviendo tropas con un dedo. Ahora estaba tranquilo y oscuro. Me senté en su sillón, detrás de la gran mesa de caoba que fue su lugar de trabajo durante tantos años, sintiendo su presencia en las formas y huecos que tenía. Sobre la mesa seguían sus cosas: una lupa, un cajoncito con folios en blanco para escribir, la vieja escribanía de plata que le regalaron a mi abuelo al jubilarse, ahora un poco gris por falta de cuidados, un antiguo secante para sus firmas con pluma y tinta, un marco de madera vacío…

Viendo ese marco mi mente regresó a aquella tarde en que, después de estar enredando un buen rato por la habitación, mi mirada infantil se fijó en aquellas cuatro tablas de madera. Ya había visto en otros sitios que la gente mayor tenía esos extraños cuadrados encima de las mesas o de las repisas, pero todos los que había visto hasta ahora tenían una fotografía o un dibujo dentro del cuadrado (incluso había algunos con mi imagen en casa). Pero el que estaba en la mesa del abuelo no tenía nada, como pudo comprobar mi manita al pasar por el espacio vacío.

“Abuelo, ¿por qué no tienes nada aquí?” le pregunté. Él me miró sonriendo, se quitó las gafas y me levantó del suelo para ponerme en sus rodillas. “Ah, pero el caso es que sí tiene, este es un marco mágico, ¿sabes? Si me fijo bien, puedo ver a tu abuela como la vi la primera vez que nos conocimos, con aquel vestido rojo tan bonito. O puedo ver a mis padres el día de nuestra boda, tan orgullosos y emocionados que casi parecían ellos los novios. Otras veces veo a tu madre, pequeña y frágil, corriendo por esta misma habitación como lo haces tú, o sentada con tu abuela en aquel rincón cosiendo. Puedo ver a tu tío Modesto antes de irse a hacer el servicio, tan marcial con aquel uniforme. Y cuando no estás aquí, te puedo ver en ese marco tan pequeño y desvalido como me pareciste al entrar en mi casa por primera vez.”

Yo miraba y miraba, y lo único que podía ver era la puerta del despacho a través del marco de madera. “Abuelo, no me engañes. No es mágico, no se ve nada.” Él volvía a sonreír, me bajaba al suelo y, tomándome de la mano, me llevaba con mi madre a tomar la merienda.

Ahora miró ese viejo y deslustrado recuadro y sé que mi abuelo tenía razón. Le veo a él, con su traje negro de sus últimos años, paseando con su bastón y la boina que nunca se quitaba. Puedo contemplar su expresión cuando regresé del extranjero por vez primera, sus lágrimas de orgullo y satisfacción. No solo eso. Veo a mis padres esperándome a la salida del colegio, a mi hermana correr delante de mí en los prados del norte, a Rebeca sonriéndome una mañana al despertar en nuestra cama…



El tren traquetea llevándome de vuelta a la ciudad. Sentado al lado de la ventana veo pasar los campos y dehesas de mi juventud. En mi maleta, envuelto entre periódicos para protegerlo, el marco mágico de mi abuelo, y con él, mi niñez y mi vida entera…

jueves, junio 26, 2014

A veces es azúcar...

Me acuesto y la noche alarga sus horas. Los minutos se hacen eternos mientras mi cama se hace más grande cada vez, aumentando mi soledad. Cierro los ojos e imagino mundos en los que podría ser feliz, a sabiendas de que se trata de un placebo que utilizo para que mi mente desvaríe y no se centre en tu pensamiento. Por eras paseo por esos mundos, me obligo a recorrer infinitos, a que mi cerebro se canse para poder descansar, en vano.

Durante esas pocas horas he recorrido cada noche miles de planetas, volado a través de los espacios sin sonido y navegado por los mares más tormentosos, he vivido en casas bajo las olas y he sentido el aire al atravesar nubes con mi cuerpo desnudo, he viajado a miles de lugares de mi memoria y a otros tantos que nunca he conocido y en los que sin embargo me encuentro como en mi casa…


Despierto en la mañana al sentir la presión de la luz sobre mis ojos. Mi gato me espera, sabe que he de darle de comer, que empieza la rutina de un nuevo día, que tu imagen vuelve a ocupar mi cabeza y mi ser. Siento las sabanas vacías, el lugar en el que deberías estar tú, mi ancla, mi libertad, mi prisión, mi cielo azul…

martes, junio 24, 2014

Fin de curso

Leía el otro día un artículo en el periódico sobre Salou, al parecer convertida en la ciudad preferida por los alumnos de 4º de ESO para celebrar el fin de selectividad, y vinieron a mi mente las imágenes de mi propio viaje, ya hace tantos años. Entonces Salou ya tenía su fama, era un centro de verano en la Costa Brava, con muchos hoteles, apartamentos, algunas discotecas, muchos bares enfocados a la clientela británica, supermercados…

Eramos un grupo de lo que entonces se llamaba COU. No habíamos terminado la selectividad, ni íbamos solos como los chicos de ahora; con nosotros vinieron la profe de física y el de inglés, el preferido de las chicas del instituto. Era el viaje de fin de curso, por el que habíamos estado trabajando todo el año, vendiendo bocadillos, haciendo fiestas en el gimnasio… Un largo viaje en tren desde Madrid para llegar y disfrutar de unos pocos días de sol, playa, amigos, discotecas...

Muchos recuerdos de ese viaje. La marcha nocturna a Tarragona, a la discoteca; la tarde en mi habitación tocando la guitarra, los desayunos comunales en la habitación de las chicas, sentados en la playa con el parka puesto, el mar elevando mi cuerpo, las voces en el rompeolas, las quejas de los vecinos por el ruido…

El profesor de inglés enfermó, no recuerdo si fue real o simplemente para darnos algún tipo de lección. Estábamos todos preocupados, no sabíamos qué hacer. Asomados a la puerta de su habitación, recuerdo haber oído a Mar decir “Y si se muere, ¿nos devuelven el dinero?”.

De ese viaje siempr me viene a la memoria otra anécdota. Ocurrió en el único apartamento mixto que había, en la que estaba uno de los guapos del grupo, Alberto, luego cantante en un grupo famoso en el que lleva muchos más años de los que parece. Alberto iba con su guitarra, a primera hora de la mañana (debía ser mediodía, por tanto) pasando delante de uno de los dormitorios de las chicas cuando se escuchó una voz desde dentro, “Alberto, pasa y tocanos algo”. La calenturienta y rápida mente de chavales adolescentes, con las hormonas en ebullición, hizo el resto.

Qué rápidos han pasado estos años. Ya Pedro no se pone el sujetador de una compañera con unas naranjas para celebrar su cumpleaños, ni Ana muestra su bikini por los pasillos del hotel. No sabe igual el desayuno, ni el mar es tan cristalino como lo es en mis recuerdos, aunque las risas siguen sonando con la misma fuerza de entonces.


sábado, junio 21, 2014

En aquel tiempo perdido

He tomado la costumbre de salir al balcón por las noches, antes de acostarme y cerrar el día. Con una copa de vino o un cigarrillo abro las ventanas y me asomo por la baranda, sintiendo como me envuelve la noche. Es tarde, me he acostumbrado a hacer largas las anochecidas ya que mi sueño es ligero y sobresaltado. No hay luces, mi terraza se asoma sobre una parte del pueblo que no tiene farolas a la vista, solo algunas bombillas se estremecen en invierno, y algunas ventanas se perfilan en la oscuridad del verano. Apenas unos conos amarillos destacan contra el fondo de las casas apagadas…

Es mi momento, los instantes en los que dejo que me cerebro descanse, que sea dominado por los sentidos sin elaborar sensaciones ni crear pensamientos conscientes. Observo las estrellas perfilarse contra las montañas, oscuro azabache contra un mar de perlas; la luna pasea entre ellas, haciendo que palidezcan y desaparezcan ante su brillo. Un búho ulula a lo lejos, llamando a su pareja a volver al nido mientras escucho el sonido del viento en los pinares de la umbría. Una polilla despistada se acerca a la brasa fugaz de mi cigarrillo, para desaparecer después, confundida y en busca de otras luces más poderosas.

El vino y el tabaco saben mejor en esos instantes, pareciera que todos mis sentidos se agudizan y que fuera capaz de reconocer el mundo con ellos: bayas de otoño y madera en mi copa, sol y tierra en mi mano, el frescor del vidrio contra la suavidad del papel de fumar, el peso menguante del vaso contra el calor del pequeño sol que me consume…

Son apenas unos minutos, tal vez ni siquiera eso, un instante que me refresca, que me calma y tranquiliza, dejando que los fantasmas y preocupaciones se aposenten en mi mente, quietos y sesteando para cuando el nuevo sol me despierte de mi sueño, para volver a empezar ese ciclo eterno de vida y muerte, de arena y nieve, de niebla y lluvia, en que se han convertido mis días.

viernes, abril 18, 2014

Hefesto

El mundo no se había acabado pero le habían dado un buen golpe. Eso era lo que pensaba Daniel mientras miraba el incendio desde su porche. El fuego se extendía por casi toda la línea del horizonte, lenguas rojas contra el fondo de la noche, devorando miles de hectáreas de matorral, casas, cultivos, vidas humanas…

Se había iniciado tres días atrás. Los noticieros habían dicho que los bomberos encontraron tres brotes diferentes a varios kilómetros entre sí. El fuerte viento y la sequía habían hecho el resto; ahora era una catástrofe de proporciones bíblicas, cientos de personas habían sido evacuadas, las comunicaciones entre la capital y la costa se habían interrumpido, varias urbanizaciones y pueblos habían quedado reducidos a cenizas, las pérdidas se estimaban en miles de millones…

Volvió a entrar. La luz de las llamas no le dejaba ver las estrellas con tranquilidad. Su casa se encontraba a sotavento, por lo que no había peligro y por eso no le habían obligado a marcharse todavía. Todo podía cambiar con un cambio en la dirección del viento. Unas horas y toda su vida, sus recuerdos, su pasado, quedaría reducido a brasas y escoria. Contemplo el salón con otra mirada. ¿Qué salvaría si pudiera? ¿Las fotos de los abuelos? ¿Los títulos de propiedad? ¿Los cuadros? ¿El oso de peluche de Sonia? El recuerdo de la niña le hizo sonreír. Seguramente ahora estaría en el porche, apoyada contra la barandilla, su rubia melena suelta y enmarañada, descalza, mirando al desastre como miraba la chimenea en el invierno. Y luego preguntaría: “El fuego es un ser vivo, ¿verdad?”

Se acercó a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Las cañerías que llevaban el agua desde el depósito en la montaña a su casa estaban ahora bajo el calor del incendio y, aunque enterradas y a salvo, el agua que traían estaba templada, así que tenía que tener siempre unas botellas en la nevera para poder beber agua fresca. Pensó en servirse un whisky. Era viernes por la noche, y normalmente lo hacía antes de irse a la cama, pero esa noche no le apetecía.

Se sentó en el sillón, mirando a la ventana, y a través de ella a la furia del fuego que se desataba en el horizonte. A pesar de la lejanía, casi podía oír el estallido de los pinos al calentarse y explotar la savia que corría por su interior, podía ver arder las diminutas hojas con pavesas que flotaban en el aire caliente, podía sentir el vapor que provocaba el agua que lanzaban los aviones traídos desde el norte, saborear el sudor de voluntarios y bomberos, batallando contra un enemigo al que no podían vencer. El olor a madera quemada y azufre le llenaba el olfato y, aunque sabía que no podía ser (el viento soplaba en dirección contraria), le parecía escuchar gritos y órdenes, el fragor de los árboles ardiendo, explosiones de calderas en las casas, el estruendo de las ventanas que se quebraban por el calor, el borboteo de las telas asfálticas de los tejados al fundirse…

En su mente veía lagos de petróleo eternamente en llamas, el cielo siempre cubierto por el humo que producían los pozos ardiendo. Si miraba a lo lejos las capas de aire en movimiento hacían que los objetos distantes danzasen para él. Hacía calor. El suelo quemaba tanto que lo podía sentir a través de sus pies descalzos… espera, ¿descalzos? No podía ser, el calor debería quemarle, veía como pequeñas llamaradas saltaban a su alrededor, pequeños golpes de metano que ardían en contacto con el aire. Y sin embargo, él caminaba sin sentir nada, como si fuera su hogar. Su mano acariciaba las llamas que lamían los grandes troncos, y ellas se enroscaban melosas en sus brazos, buscando su contacto, ser uno con él. En su sueño febril atravesaba casas haciendo que ardieran a su contacto, podía lanzar llamas desde sus dedos, atrapando entre ellas a bomberos perdidos, se regodeaba con sus gritos…

Abrió los ojos asustado. Estaba sudado y sediento. Las imágenes del sueño aún parpadeaban en su cabeza, aunque perdían luminosidad y nitidez por segundos. Se levantó y en la cocina se echó un poco de agua por la cara y nuca, refrescando su mente. El incendio seguía devorando el horizonte, tal vez un poco más feroz que antes, no podía asegurarlo. A la luz lejana de sus llamas, Daniel pudo ver cómo un círculo perfecto de ceniza rodeaba el sillón en el que había estado soñando con fuego unos segundos atrás, cenizas que olían a hojas, troncos, plásticos, huesos…

domingo, abril 13, 2014

En el valle de los recuerdos

La tarde se desvanece mientras el sol se va ocultando entre las brumas de la montaña. A esta hora del día me gusta sentarme en la terraza, observando cómo las sombras van tomando posesión del valle, ver como lentamente los colores luchan contra la oscuridad y desaparecen con las horas. Una de las razones por las que elegí pasar mis últimos años en estas tierras es la policromía del paisaje, cómo el ocre del desierto da paso al azul del río y a los distintos marrones y verdes de las montañas que protegen el horizonte.

Mientras veo acercarse la noche recuerdo otros atardeceres, otras vigilias. Ya soy un anciano, mi vida llega a su fin, lo he sabido desde hace años y no tengo miedo. He recorrido el mundo y conocido gentes que para otros son leyendas, he sentido el abrazo de los dioses y el aliento de la muerte en varias ocasiones. He matado, casi siempre para no ser muerto por otras manos, y no me arrepiento.

Un leve ruido en la alcoba. Ella duerme, su cuerpo desnudo sobre la cama a pesar del frescor del atardecer. La observo respirar calmada, sus sueños tranquilos, o eso quiero creer. Ya hace dos años que está en mi casa, que calienta mis pobres huesos por las noches, unos huesos que ya no pueden generar calor por sí mismos… Desde mi asiento casi puedo sentir su perfume, una mezcla de jazmín y arena, de agua y hierba fresca, algo indefinido que llegó a embriagarme alguna vez. Ya no. Mi mente puede que todavía piense en los placeres de la vida, pero mi cuerpo sólo pide descanso…

Un último rayo de sol aparece entre las nubes, la despedida del astro hasta el día siguiente. La luz juguetea con su piel, crea sombras e ilumina rincones ocultos. Mi cerebro convierte esas imágenes en recuerdos, en otra piel, otras sombras, un cabello dorado al viento, una risa contagiosa, unas manos suaves y frías…

Cuando enjuago las lágrimas de mis ojos el sol ya se ha ido, y la habitación se encuentra de nuevo en penumbra. El cuerpo de Atelis parece brillar encima de la cama, y la luz que emerge de sus ojos me dice que me observa, que conoce de mi pena y mis dolores y que ha sido enviada para mitigarlos. Su sonrisa me llama, haciendo que mis debilitadas piernas se acerquen al lecho, donde ella me abraza y reconforta hasta que el sueño me acoge en su seno…

Se me ha conocido por muchos nombres, pero ella me llamaba Perseo y esta es nuestra historia.

domingo, marzo 30, 2014

Rutinas

Estudió cuidadosamente su rostro bajo la luz mortecina de aquel cuarto de baño tan conocido. Los ojos, antaño vivaces y grandes, se habían achicado y perdido brillo, como lámparas que no se han frotado durante eones. En su frente aparecían grandes surcos (“son de decisión” diría ella) que sólo se hacían invisibles ahora mediante grandes movimientos musculares. Poco quedaba ya de aquel pelo negro cuervo que tan orgulloso lucía en su mocedad; grandes zonas grises cubrían su cabeza, con la plata luchando y ganando frente a la noche. En aquellas pocas áreas en las que aún había cierto predominio oscuro se podían adivinar las bajas entre las filas pilosas, producto de la edad y el cansancio de su cuerpo.

Tomo la brocha de su lugar en el armario del baño y la puso a remojar en un tazón de porcelana que tenía para esos menesteres. Mientras el pelo de la brocha se empapaba en agua revolvió el armario para encontrar su barra de jabón y la funda de cuero rojo en la que guardaba su navaja de afeitar, un arma española de punta redonda, con un hermoso mango de ébano natural y grabados de oro en el lomo y la espiga. Al abrirla le volvieron los recuerdos de aquel primer día en el que su padre, su abuelo y su tío le hicieron el regalo de sus primeros útiles de afeitado. La navaja era obsequio de su abuelo, y la primera vez la abrió con admiración y respeto por su afilado filo; su padre le había entregado la brocha que ahora estrujaba en el lavabo, una pieza inglesa de pelo de tejón negro y madera noble, mientras que su tío, como siempre, sólo le dio consejos…

Afeitarse se había convertido con los años en el único momento del día que tenía para él solo, y mientras frotaba la brocha húmeda contra el jabón para formar una pequeña capa de espuma en el utensilio repasaba mentalmente las tareas previstas para el día: las relacionadas con el trabajo mientras se enjabonaba la mejilla derecha, las relacionadas con la familia al enjabonar la mejilla izquierda, las que eran cosas suyas al humedecer la barba de su cuello…

Estirando el asentador colgado de un clavo en la pared comenzó a suavizar el filo de la navaja, deslizándola suavemente con el lomo hacia delante dejando atrás el lado cortante, como siempre había hecho. Recordaba las explicaciones de su padre sobre el método correcto de mantener una navaja barbera, y las había seguido al pie de la letra todos estos años. Sus hijos aún le miraban con admiración, al verle pasar la hoja de acero por su cara y consiguiendo un afeitado aun más apurado que el que ellos obtenían con las modernas maquinillas. Le gustaba afeitarse a la manera clásica, a la manera en que había visto a su padre y a su abuelo, y estos a los suyos.

Aquellos ojos cansados que viera al mirarse en el espejo le seguían observando mientras la barba del día iba siendo rasurada con precisión. Sin embargo, aquella mañana no podía evitar observar otros detalles que le habían pasado desapercibidos: pequeñas manchas de color que ya no podían ser producto del sol, una flacidez evidente en la piel del cuello, una dermis un poco menos firme que lo habitual… Los años se iban amontonando en su casillero, cada vez más y más, y eso su cuerpo lo estaba notando. Y él también.


“¿Quién eres tú, viejo, y qué has hecho de mi juventud?” preguntó mirándose fijamente en el espejo.

jueves, marzo 27, 2014

Grillos y mariposas

Tictactactactactictactac…

El ruido de las teclas le llevó hasta la habitación. Le había despertado de su siesta un continuo soniquete que venía de aquel cuarto. Lo conocía bien. Era el sonido de la vieja Remington, incluso escuchaba ese característico “tchak” que hacía la “ele” minúscula al chocar contra el papel. Sin embargo, era una voz que no había escuchado en bastante tiempo, desde el accidente…

Se asomó por la puerta. Allí, sentado frente al escritorio, golpeando rítmicamente las techas de la máquina de escribir, Max parecía en otro mundo. El humo del cigarrillo que había encendido, y que probablemente ya había olvidado, se elevaba desde el cenicero, mientras los dedos del hombre se movían sin descanso, saltando de una letra a la otra, formando palabras, frases, párrafos, una historia…

No quiso acercarse. Desde su lugar podía ver como la inspiración hacía que el hombre escribiera línea tras línea. Conocía su forma de hacerlo, sacando casi toda la historia de un tirón desde su prodigiosa imaginación, para releerla y corregirla después lenta y laboriosamente. Parecía que las musas habían vuelto a acordarse de él. Ni un momento dejó de teclear, no había dudas ni vacilaciones en su forma de hacerlo, todo surgía con fluidez de sus manos, de su cabeza... Notó como una sonrisa se empezaba a formar en su rostro, era alegría, por fin las horas de angustia, malos sueños, discusiones y dolor hubieran terminado. Ya estaba impaciente por leer la historia que surgía en ese momento…

viernes, marzo 21, 2014

El libro de la vida no tiene tapas

"En el libro de la vida cada página es como una gran hoja, llena de sentimientos y proyectos. En el inicio del libro relucen con ese verde brillante y jugoso que tienen los árboles en primavera después de una lluvia torrencial, y entonces leemos rápido, avanzando muy deprisa en la trama. Pero conforme vamos pasando las cuartillas el color va cambiando gradualmente. A la mitad del volumen los folios aún mantienen el color verdemar, pero este se ha convertido en el tono pleno de las frondas en verano, ligeramente oscurecido por el polvo de los años; luego van perdiendo poco a poco ese matiz hasta encontrarnos con hermosos amarillos y rojos otoñales, con todas las variaciones posibles, que nos hacen leer con más detenimiento, deleitándonos en cada sensación como si fuera la primera vez. Finalmente, al irnos acercando al desenlace, las hojas van perdiendo todos los colores y quedan de un marrón anodino, frágil, que hace que pasemos cada página con mucho cuidado para no romperlas…"

jueves, febrero 27, 2014

La séptima ola

Uno, dos, tres…

Las olas golpean el muro de piedras y bloques de cemento sobre el que una pasarela de madera y roca se asienta. Un único banco de hierro forjado y pintado de azul se ubica mirando al mar, y sentado en él, un hombre cuenta las olas.

Cuatro, cinco, seis…

Lleva ya un buen rato en ese lugar, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos para protegerse de las frías gotas que la brisa le lleva desde el océano, con la vista fija en el límite entre tierra y agua, en la unión del rompeolas y el mar.

Y siete, ahí viene…

Una ola más potente se acerca a la rompiente, el mar golpea con más fuerza y la espuma se eleva por encima de los grandes peñascos. Desde dónde está sentado el hombre parece como si el frente de la ola fueran unos gigantescos dedos, que se estirasen hasta casi rozar con sus uñas blancas el banco de hierro. Por un momento parece que el agua va a engullir al hombre, que permanece quieto, esperando, hasta que la fuerza del mar se reduce. Solo entonces se le ve sonreír observando la resaca…

Uno, dos, tres…

Dicen las leyendas que hace muchos años un joven marinero, bronceado y musculoso, de ojos verdemar y dientes blancos como perlas, conquistó el corazón de una sirena, de la hija más querida del rey del océano, y que la convenció para huir con él tierra adentro, lejos de la furia de su padre…

Cuatro, cinco, seis…

Pero la pena de la sirena por estar lejos de su hogar se interpuso entre ellos, y con el tiempo el amor que sentían se convirtió en hastío e indiferencia. El marino abandonó a la bella muchacha y ella murió de dolor y pena, lejos del perfume de las algas y el brillo de las escamas de los peces.

… y siete.

Desde entonces el rey del mar intenta alcanzar al marinero, para vengarse de él. Pero ay, el mar es muy grande, y mover toda el agua de los mares le cuesta un gran trabajo. Por eso las olas vienen en grupos, y la séptima ola es la más grande y fuerte, porque el rey de los mares necesita seis intentos para acumular fuerza y lanzar todo su poder contra la tierra.

Uno, dos, tres…

martes, febrero 25, 2014

Pan y agua de manantial

No he seguido por el camino fluvial, como acostumbraba a hacer, sino que en esta ocasión me he metido por un sendero entre cañas y piedras que conduce a un antiguo molino, ahora ya en ruinas. La industria, esa gran benefactora, hace tiempo que acabó con los molinos locales, con esas pequeñas empresas que pasaban de padres a hijos y en los que el cargo no era ya un trabajo sino que también constituía un status entre los lugareños, el molinero, ese espécimen situado siempre entre los ricos y los pobres, famoso a veces por su codicia y otras por su parentela...

Pero me estoy desviando del tema. El caso es que el molino del lugar se encuentra en ruinas, como les estaba diciendo, apenas cuatro paredes mal sujetas por las lianas y los hongos, que sobreviven a la humedad que sube desde el rio, mientras el roble añejo de las maderas del techo se van pudriendo lentamente.

Me gusta este camino. Queda lejos del ajetreo del paseo ribereño, se encuentra escondido para la mayoría de los transeúntes, a los que les apetece más sentarse en los bancos y lugares para jolgorio dispuestos por el ayuntamiento que bajar durante unos cientos de metros entre la vegetación de la orilla para encontrar un lugar tranquilo donde poder pensar.

Mientras observo por enésima vez las raíces de la vieja higuera hundirse entre las rocas del lecho, y hacer así un pequeño puente entre el agua y el cielo, enciendo un cigarrillo y aspiro el humo con placer. Siento como recorre mi garganta para ir a depositarse en mis pulmones, para luego hacer el camino inverso y salir por mi nariz. Cuánta ceniza habré creado ya. Llevo fumando desde los quince años, primero aquella picadura asquerosa que hacíamos recogiendo colillas y desliando el poco tabaco que quedaba. Luego los fieles Celtas y Bisontes, hasta que llegué a tener suficiente dinero como para comprar americano de contrabando, y así hasta ahora...

Ha parado la lluvia. Los verdes quedan luminosos cuando se asoma ligeramente el sol, las pequeñas gotas que quedan en las hojas parecen diamantes según cómo les llegue la luz. Vuelven a cantar los pájaros y el rumor del arroyo ya no se confunde con el tiptap de la lluvia sobre las hojas y el suelo. Desde mi escondite, al abrigo del soportal de una puerta milagrosamente en pie, puedo dejar volar mi imaginación y ver todo como antaño fue: los carros con el trigo y el centeno en sacos bajando por el camino que ahora es apenas una trocha para animales; el bullicio a la entrada del molino, cuando el molinero llegaba para negociar la maquila con los paisanos, mientras los carreteros aprovechaban para aliviarse al lado del rio; el olor a harina y a pan recién horneado que salía de la casa;, el polvillo blanco que se detectaba en el aire apenas entraba uno en la vivienda;, la humedad del rio y el estanque para la rueda que todo lo impregnaba...

Abro los ojos cuando un reactor pasa por el cielo, atronando y recordándome que el tiempo ha pasado, que ahora todo es distinto, que mi hombro se queja por llevar mucho tiempo apoyado contra la fría piedra del sillar, que las rodillas me arderán esta noche después del esfuerzo a que las someto subiendo y bajando esa cuesta, que mis ojos lagrimean porque te he vuelto a ver en mi ensueño, limpia y lozana, como aquella primera vez en mis años mozos...

martes, febrero 11, 2014

Camino en la noche...

Camino en la noche, lento y pausado, deleitándome en el paso. Mi estómago está agradecido y por mis venas corre el cálido recuerdo del vino. Las calles están húmedas, y en el aire se nota esa claridad que queda después de una lluvia nocturna, incluso parece que las farolas brillan más y que la luna es más blanca. Con las manos en los bolsillos me dirijo a mi hogar, saboreando las gotas de agua que aún flotan en el ambiente.

Me encuentro con poca gente. Es tarde y mi barrio no es un sitio dónde los vecinos gusten de hablar y sentarse a las puertas de las casas, sino más bien todo lo contrario. No importa. Disfruto de estos momentos en los que consigo que la soledad me acompañe, un cambio para lo que son mis días. Mis sentidos parecen haberse agudizado con esta atmósfera tranquila y serena. Escucho a lo lejos los gritos de unos niños jugando en un parque cercano, ocultos a mí por los edificios que me rodean; huelo aromas de comidas caseras, cenas tardías que las familias disfrutan en estos momentos, y que casi creo saborear en mi boca; el viento fresco que viene del río roza mi cara y alborota ligeramente mi pelo, haciéndome soñar…

Unos murmullos llaman mi atención. En una bocacalle, escondidos en las sombras, una pareja de jóvenes se acaricia. La muchacha se recuesta en la pared para que él pueda abrazarla por la cintura, mientras las manos de ella se pierden en el interior del abrigo del muchacho. Voces quedas, apenas sílabas, me llegan con el viento. Los amantes se besan calmadamente, pero con pasión. Bajos los ojos y sonrío, mientras continuo con mi caminar. Yo también besé a una muchacha en una pared oculta, pienso, también besé unos labios jóvenes que hacían correr a mi corazón, también sentí una piel suave con mis manos, pero eso fue hace mucho tiempo ya. Sin embargo, el recuerdo aún me reconforta cuando llega a mi memoria. Amé y fui amado, o eso quiero creer.


Mi casa. Las llaves están en mi mano, un gesto automático. Las contemplo un momento, pensando en que tendría que subir, acostarme y prepararme para el día de mañana, el trabajo, las obligaciones, la rutina… “Bueno, tal vez mañana” me digo, mientras guardo el llavero otra vez en mi pantalón y, con las manos en los bolsillos, me adentro en la noche, para no ser…

jueves, enero 30, 2014

Paloma que vuelves, paloma...

Han pasado veinte años y te he vuelto a encontrar, aunque pasaste a mi lado sin reconocerme. Mi pelo es mucho más blanco, mi cuerpo mucho más fofo y con más achaques, mi cara se ha arrugado y ya no me conociste. El tiempo también ha pasado por ti, tu cuerpo se ha ensanchado, tus caderas son más rotundas y tu pelo conserva aún ese tono castaño de nuestra juventud, con el mismo peinado en media melena que siempre te dejaba un mechón flotando sobre tus ojos…

Tus ojos han cambiado. No me refiero a esa ojera más pronunciada o una arruga nueva, no. Has perdido la luz que tenían y en la que yo me sumergía mirándote. Tus ojos están tristes, incluso cuando sonríes ellos no lo hacen. ¿Qué te ha pasado? ¿Ha sido la vida buena contigo? ¿Encontraste aquello por lo que me dejaste? Así lo espero…

martes, enero 28, 2014

Pizarra mojada

Las chicharras seguían dando su concierto vespertino, como lo habían estado haciendo todo el verano, y todos los veranos que el chico recordaba. El muchacho permanecía tendido boca abajo sobre el suelo de piedra, algo más fresco que el resto de la casa porque la abuela lo había regado hacía unos minutos. El niño había observado cómo la anciana, de riguroso negro y encorvada por la artritis, había ido esparciendo el contenido de un cubo de latón sobre las losas de pizarra negra que formaban el piso de la habitación, sacando el agua con la mano derecha mientras sujetaba el recipiente con la izquierda. Él, que había ayudado a transportar el cubo desde el pilón, lo miraba todo muy quieto, y se apoyaba mientras en la escoba de retama, esperando se la pidiera la abuela para finalizar la tarea cotidiana, barriendo y llevando el líquido a aquellas partes que no había alcanzado su mano. Luego, acuclillado en la frontera entre la madera y la roca, permaneció durante un buen rato viendo como el calor de la piedra hacía que se evaporase el agua, recobrando poco a poco su color original...


Llevaba varios días en la casa de los abuelos y su existencia ya se había acomodado a la rutina diaria: levantarse con las primeras luces, lavarse la cara en la cocina subido a un pequeño taburete de corcho, tomar el desayuno con la abuela y, a veces, el abuelo antes de que saliera con las cabras; ayudar en las tareas domésticas, pasar un rato jugando al balón con otros chicos de las casas vecinas.... Había ido a pasar las vacaciones de verano, alejado de los ruidos y contaminación de la ciudad por unos padres más preocupados por su salud que por su educación, y se aburría.

lunes, enero 13, 2014

El mundo de los ojos cerrados

Y en este mundo de los ojos cerrados duermo al raso, y sé que me mojaré, porque las mantas no me protegen; y los panes de molde son Montalbán, y los he comprado en el supermercado La Lista... Y las personas que forman mi vida aparecen con otros nombres, y sus rostros fluyen como si no pudiera verlos, y mi hijo es grande y yo soy pequeño, y mi madre me consuela, y a veces estás conmigo y otras me huyes...

Y en el mundo de los ojos abiertos me canso y dejo de pelear, y no quiero moverme, porque sé que me caeré, y me lleno de tareas para que mi mente no pueda vagar, y lloro cuando menos lo pienso, y las lágrimas no me salen, y mi corazón duele. Y cierro las puertas y las ventanas, apago las luces y busco la entrada del otro mundo...

Y en este mundo de los ojos cerrados pasan cosas, y me muevo, y me encuentro y me pierdo, me angustio, me alegro, corro, paseo, viajo, lloro, siento, me canso y me siento, te busco y a veces te encuentro...

miércoles, enero 01, 2014

Día de Reyes

Manolito tenía cuatro años y era feliz. Él no había oído hablar aún de desnutrición, o discriminación por raza, ni de problemas de escolaridad porque Manolito no iba al colegio. Durante el día permanecía al cuidado de su abuela, que lo único que hacía era procurar que no jugara cerca de las vías del tren que cruzaban el poblado en el que vivían, aunque todos los niños lo hacían. Unos cargueros pasaban periódicamente por esos raíles, llevando y trayendo materiales a la cercana fundición. Los chicos mayores se entretenían en poner tornillos, chapas, alguna moneda si la conseguían, en las vías del ferrocarril para que la máquina los deformara a su paso.

La noche era fría, un ligero aguanieve era arrastrado por el viento del norte y empapaba las ropas del hombre. Las farolas de xenón iluminaban la avenida, en las que las bombillas navideñas marcaban sus figuras de la estación: estrellas, acebos, figuras geométricas que se perdían a lo largo de la calle, como todos los años. Las aceras estaban llenas de gente. Era Nochebuena, y muchos de ellos estaban haciendo las última compras: ese pescado o marisco fresco para la cena, los últimos regalos que no pudieron adquirirse por falta de tiempo, esos detalles para los seres queridos…

Manolito no era de esos, aún no tenía edad para desafiar la voluntad de sus mayores, ni hermanos ni primos de más edad que lo llevaran con ellos. El niño jugaba en el descampado, con otros niños y niñas, vecinos, con los que perseguía lagartijas, jugaba a las chapas, a tirar piedras, a todo aquello que hiciera pasar el tiempo entre una mala comida y el hambre.

El hombre hacía el mismo recorrido habitualmente. Iba de grupo de contenedores a grupo de contenedores, siguiendo la dirección del centro, buscando cartones, metales, cualquier cosa que pudiera vender y así asegurar el sustento del día. Incluso comida caducada de los grandes almacenes, todo era bueno para poder sobrevivir un día más, otra noche en la chabola en la que malvivía con su familia.

Pero ese día Manolito era feliz. Papa Noel le había traido un tren de juguete, y era la envidia de todo el barrio. Chicos de todas las edades se acercaban a donde estaba, admirando los colores, las formas y el poderío de esa locomotora, que corria por unos raíles marcados en el suelo con un palo.
  
Rebuscaba entre las bolsas y contenedores, como de costumbre, cuando lo vio. La lluvia hacia que el plástico reluciera un poco más, rojos y azules llamando la atención desde el montón de residuos para reciclado. Un tren de juguete, un viejo vapor a pilas, estaba tirado entre restos de obras y una lavadora rota. Por un momento se detuvo en su búsqueda y lo observó; se acercó a él mientras se levantaba el cuello de la chaqueta raída, protegiéndose del viento. Parecía estar entero, no se apreciaban roturas ni desconchones; de su parte inferior asomaba un cable con la conexión a lo que originalmente serían las pilas del juguete. Miró a su alrededor sin importarle el aguanieve que comenzaba a cubrir su gorra, por si pudiera encontrar esa parte del tren. Incluso movió la lavadora por si pudiera estar debajo del armatoste. No importaba. Con un tirón brusco arrancó el cable, y comprobó satisfecho que el juguete estaba en buen estado. Sin dudarlo, lo guardó en la bolsa que traía para llevar las cosas pequeñas de valor que pudiera encontrar…


Cuando su padre salió de la chabola a media mañana, para iniciar su ronda de búsquedas que le llevaría hasta la noche si no había suerte, le vio sentado en el suelo frío del descampado, ropas de tallas distintas cubriendo su cuerpo del invierno, jugando con su trenecito, sonriendo e imaginando viajes. Pasarían algunos años antes de que Manolito supiera quién era Papa Noel, pero esa noche su padre le había hecho el regalo más precioso que podía: la ilusión.