sábado, octubre 30, 2010

En un banco de Place des Vosges

El bar Castro fue de los primeros que abrieron en el pueblo. Inicialmente estaba en los bajos de la casa de Castro, el propietario original, un gallego de las rías altas que llegó a Algena a través de Portugal, algunos dicen que huyendo de las deudas de juego. Aquí conoció a una muchacha bonita y amable con la que se casó, poniendo una tienda en la planta baja de la casa, a la que con los años añadió una barra de madera donde servía vino a los lugareños.

El negocio prosperó, y pronto pudieron comprar un terreno en la parte baja del pueblo, cerca del camino principal, donde construyeron una casa más grande. La primera planta siguió siendo el bar, ahora un amplio local, con una barra de alabastro que el propietario mantenía siempre limpia, una sala grande para los bebedores, y un salón lateral, que quedaba casi al aire, gracias a la orografía del lugar. Las grandes ventanas del salón, junto con la chimenea, la hacían ideal para las reuniones sociales y festejos de la gente del pueblo, y durante muchos años el baile semanal de los sábados se realizaba en ese salón. Muchos noviazgos se cimentaron en esas ventanas, abiertas en verano a la brisa de la noche, cerradas a cal y canto durante el invierno.

Con los años, otros bares abrieron, la clientela acabó dividiéndose, y en el bar Castro, ya con su propietario original retirado, ese día sólo estaban los recalcitrantes, los amigos del dueño, y una pareja de ingleses que recorrían la comarca y habían parado a tomar algo.

Las mesas de cuatrola estaban vacías, excepto por una, en la que los jugadores llevaban ya algún tiempo. La partida estaba reñida, como lo estaba casi todas las tardes de la semana, y las exclamaciones y comentarios se iban haciendo cada vez más sonoros. Paco, el camarero, los escuchaba con desgana, ya acostumbrado al ruido y los faroles de cada tarde.

Bueno, ¿y qué me decís de la niña de los Cortijo? Ya sabréis lo que le ha pasado, dijo don Gonzalo, el dueño de la fragua, ahora reconvertida en taller para automóviles y carros.

Yo no he oído nada, respondió Críspulo, eterno estudiante de Medicina, que pasaba largas temporadas en Algena para descansar y estudiar, según su madre, aunque no se le conocían libros.

Sí, hombre, la chiquilla que se perdió en el monte, huyendo de su casa.


¿Y qué hacía una niña en el monte, sola? Nada bueno, seguro.


Señores, a las cartas, dijo el tío Marcial, que era mano y acababa de repartir. Hacía pareja con don Gonzalo, e iban perdiendo. El dueño del molino tenía muy mal perder.

¿Seguro que iba sola? dijo Críspulo, revisando las cartas. ¡Paso!

Hombre, no seamos maledicentes, es una niña de trece años, y con todo lo que le ha pasado… Marcial, ¿me ayudas con algo?


Poco tengo esta vez, pero vamos perdiendo bastante


Me arriesgo entonces, ¡voy solo!

Cuidado Críspulo, que estos van de farol, vamos a ver qué tenemos. Don Manuel era el cura del pueblo, llevaba más de 20 años como capellán de la Virgen de los Milagros, y se preciaba de conocer a todas las familias de Algena. A nadie se le escapaba la gracia de que él y Críspulo, acérrimos enemigos en lo político, fueran actualmente la pareja de más éxito en los torneos de naipe.

martes, octubre 26, 2010

Tierna mirada

La aparición del hombre en la casa para visitar a la convaleciente fue la noticia más comentada en el pueblo durante muchas semanas, aliviando así la desidia invernal de muchas casas. Se presentó un día, después de que el revuelo inicial se hubiese desvanecido y la pareja de la Guardia Civil hubiera cruzado al otro valle, en la puerta de la casa, con un pequeño ramo de flores y el viejo sombrero en la mano, solicitando ver a la enferma.

Fue bien recibido. Había tenido tiempo de charlar con el cabeza de familia después del incidente, y conocía muchos de los detalles de la trágica historia de Lumia. Sin que nadie lo supiera, sin ruido, había viajado a la capital, donde mantuvo reuniones con viejos amigos, y pidió la devolución de ciertos favores, con lo que había logrado llenar las lagunas de su historia, huecos incluso desconocidos para la familia.

Aquella mañana hacía sol, y Lumia se encontraba en el dormitorio del primer piso, recibiendo la luz con los ojos cerrados. En un principio temió que estuviera dormida, pero la muchacha abrió enseguida los ojos al notar el aroma de las flores, que la abuela ya llevaba en un pequeño jarrón con agua. Sonrió al verlo, entre tímida y desconcertada, en su mente aún fresco el recuerdo de aquella mano que salía de la oscuridad y la llevaba a la luz. Le vio cuando despertó en casa del doctor, sentado en una vieja silla de mimbre, las manos entrelazadas bajo la barbilla y mirándola con detenimiento. Tal vez fueran los calmantes que le había suministrado el médico, pero no se asustó, y le devolvió la mirada durante unos segundos, antes de volver a quedarse dormida.

La abuela trajo una silla, y el hombre se sentó, agradecido. Lumia seguía mirándole, curiosa, como sólo puede ser una niña en vías de convertirse en mujer, mientras él intercambiaba unas frases de cortesía con sus abuelos. Su traje gastado pero pulcro, una camisa limpia pero que había visto mejores galas, y sus modales toscos aunque amables, le marcaban como uno más a los ojos de Lumia, un campesino o un aparcero de sus abuelos. Sin embargo, la franqueza con que su abuelo lo trataba la hacía dudar. Y al mirarlo recordaba aquella noche, sus miedos, la caída, el terror... la mano que la rescató de aquello, y los ojos llenos de lágrimas que la recibieron.

viernes, octubre 22, 2010

Tweety

Brilla con luz propia en esa foto escolar, la única muchacha de piel y cabello claro entre el grupo, ahí, a la derecha de la profesora, donde más concentración de niños hay. La foto está hecha en el interior, posiblemente un gimnasio o un salón de actos; al fondo se ven sillas, en las que alguna alumna está descansando. Es una actividad festiva, una reunión o celebración; lo sé porque no llevan el uniforme del colegio, ellas con vestido largo, floreado las más, otras de colores vivos, y ellos con camisa y vaqueros. Debe ser a mediados de octubre, la primavera ya avanzada pero las madres aún preocupadas por la salud de sus hijos; muchos muchachos continúan con la manga larga, aunque casi todas las niñas llevan manga corta o tirantes. La mayoría esta sonriente, felices por la novedad de la foto en grupo, rodeando a su profesora. Dos de ellas están distraidas, caminando fuera del grupo, sin percatarse de la cámara.

Su mirada te atrapa enseguida. Mira directamente a la cámara, seria, el pelo pulcramente peinado y la flor blanca sujetándolo para destacar sus facciones: un rostro ovalado, aún infantil, en el que tal vez sobresalga un poco la nariz, pero sin desmerecer su belleza. La fotografía deja intuir unas pecas en su cara que con el tiempo llegué a conocer muy bien.

¿En qué estará pensando? ¿Tal vez en algo que ocurrió antes de la foto? ¿En algún comentario que le hicieron sus compañeros? ¿En la vuelta a casa en el autobús, y en cómo defenderse de los miserables que puede encontrar? ¿En quién verá esta foto? Tal vez esté su padre en casa, en una de esas temporadas en las que vivía con ellos, despechado por la otra mujer. ¿Le gustará? ¿Le hará quedarse? ¿Volverá a tener una familia normal?

Yo la conocí algunos años después, de vuelta a España e ilusionada por estar en Europa y por todas las oportunidades que el país le ofrecía. Seguía siendo una hermosa niña que maduró demasiado deprisa, y de la que no pude despedirme como hubiera querido. Ojalá haya cumplido sus sueños.

miércoles, octubre 20, 2010

Buenos Aires, 23 de junio de 2010, vuelo retrasado

La mama con su bebe en brazos, esperando que se duerma; las dos hermanas con coletas, corriendo por toda la sala, gritando y riendo, mientras la mama las vigila y regaña; el chiquitín con sus padres y hermano, parlando con su lengua de trapo; la muchachita andina (peruana o del interior) con su papi adorado; las dos trabajadoras del aeropuerto, que se abrazan después de una dura jornada de trabajo; la morenita del shirt sin mangas, que deja adivinar un cuerpo de mujer floreciendo; la rubia pechugona, seguida a todas partes por el novio recelón; el beso a los compañeros de los que terminan la jornada; la radio que no deja de hablar de fútbol en otro continente; la búsqueda del voucher para mitigar la espera; lindas muchachitas que se van a casa, o que esperan un avión...

Brillando en el olvido

Subió su menudo cuerpo a la cama. A pesar de los años, no había cambiado nada: su pelo, negro y rebelde, aún lo llevaba muy corto, enmarcando un rostro tierno en el que sobresalían dos grandes ojos castaños y unos labios finos. Seguía teniendo un aspecto frágil, que no congeniaba bien con el fuego y la pasión que ardía en su interior, como bien sabían sus conocidos. Mientras sus ojos reían y le regalaba alguna sonrisa, sus manos, de elegantes y delicados dedos, jugueteaban con su pecho.

Se habían conocido en la universidad, durante el primer año de estudios: ella se sentó a su lado el primer día de clases, y mantuvo ese sitio durante los siguientes meses. Las conversaciones surgieron naturalmente, dos jóvenes ansiosos de aprender, palabras que se fueron haciendo cada vez más y más íntimas, más largas, hasta que se dieron cuenta de que los estudios, las clases, el mundo, habían quedado en un segundo lugar y solo estaban ellos dos.

Al principio se separaban y se encontraban a la entrada de la facultad: él venía de las afueras, vivía en una pensión con otros estudiantes de provincias; ella vivía con sus padres y hermanos en una casa en el barrio alto, cerca de la Universidad. Luego él encontró un camino que le ahorraba tiempo (o eso dijo, mientras ella admitía coqueta la mentira) y que les permitía seguir juntos hasta el metro. Las distancias se alargaban, muchas veces el camino pasaba por el pequeño bosquecillo cercano al Hospital, donde permanecían sentados en el césped, en un banco, hablando, acariciándose, haciendo planes para el futuro...

Ese futuro no llegó. Él no consiguió aprobar los exámenes y sus padres, contrariados, le inscribieron en un espartano centro donde permaneció todo el verano. Ella tuvo que marchar con su familia, y al cabo de unas semanas, le comunicó que había recibido una oferta de estudios en el extranjero muy buena, que volvería pronto, escríbeme...

El tiempo y el olvido llegaron de la mano, cada uno enfrascado en su pequeño mundo. No volvió a saber de ella hasta aquel congreso. Al verla sintió como su corazón se calentaba. Estaba sola. "Hola, ¿te acuerdas de mi? Cuanto tiempo" El brillo en sus ojos le contestó. Hablaron, hablaron y el mundo se difuminó de nuevo, las arrugas desaparecieron, y el sol volvió a brillar en aquella brumosa mañana.

sábado, octubre 16, 2010

Murmullo de ojalás

Buen conversador, el doctor hacía rato que había perdido las palabras. El hombre había llegado a su puerta de madrugada, con la niña en brazos y pidiendo su ayuda. De joven, el doctor había ejercido en un pueblo del norte, y de inmediato se temió lo peor; pero una mirada a los ojos del hombre le hizo cambiar de opinión y preguntar qué había sucedido. El hombre había encontrado a la niña durante uno de sus paseos nocturnos por la fraga, caída y medio enterrada en el hoyo producido por un árbol derrumbado; al intentar ayudarla a salir, la niña se había desmayado y el hombre consideró lo mejor llevarla a su casa. No conocía a la muchacha, y eso era raro, ya que llevaba varios años en el pueblo, y prácticamente todos sus habitantes habían pasado por su consulta en alguna ocasión.

La llevaron al dormitorio y el doctor la examinó con cuidado. Tenía muchos arañazos y posiblemente alguna costilla rota, pero todo parecía estar en su sitio. Su señora le ayudó a desvestirla y lavarla, para después aplicar un vendaje compresivo en torno al pecho y sanar los arañazos más graves. Durante todo el proceso la niña no abrió los ojos, aunque se quejó quedamente cuando le comprimieron las costillas al vendarlas.

Mientras tanto el hombre permaneció en la sala, tomando un café que le llevó la mujer del médico, perdido en sus propios pensamientos. No podía olvidar el rostro de la muchacha al verlo; la luna le permitió con claridad ver sus ojos, la forma de su nariz, el pelo enmarañado que le cubría parte de la cara. Seguía viendo esas facciones cuando salió el doctor y le comunicó el estado de la niña. Reposo y sueño fue la receta.

Al cabo de un rato, el doctor se preparó para visitar al cura. "Tal vez él la conozca" sugirió. El hombre le pidió permiso para permanecer a los pies de la cama de la muchacha, al menos hasta que despertará o supieran de su familia. "¿Por qué?" preguntó el médico. "Me recuerda a una hija que perdí en un sueño" fue la respuesta.

viernes, octubre 15, 2010

Atardecer de gorriones

Mi ciudad es un pequeño lugar de provincias, con un pasado glorioso y un presente y futuro incierto. Es un lugar cuyo corazón se derrumba mientras sus suburbios crecen, un sitio en el que unas pocas decenas de miles de personas viven, sueñan y anhelan.

Mi ciudad tiene muchos parques y plazas, restos de un ayer más próspero, en los que los jóvenes se reunen y relacionan. Los gorriones de fin de semana se juntan en lugares conocidos, ellas con vestimentas más cortas de lo que sus padres desearían, ellos con la última combinación que vieron en la televisión. Quieren dejar su infancia atrás lo antes posible, sin darse cuenta de que la añorarán en unos pocos años.

Mi ciudad es distinta al resto. Paseando por sus calles verás padres paseando con sus hijos, colegiales con las carteras rellenas de saber, pero no de conocimiento; los bebes rubios y felices salen cada día a la pasarela de la plaza, mientras los fines de semana el desfile de modelos se desplaza por toda la ciudad. El funcionario sale a tomar su café, el empleado a fumar su cigarro, el jefe a sus reuniones, la señora al supermercado, a la tintorería...

Mi ciudad es un lugar de clase media. No verás obreros en camiseta vagando a la salida del centro comercial, no encontrarás a marginados sociales durmiendo en los bancos o cubiertos de cartones en los portales. Todo parece limpio y bien educado, ausentes los graffitis de las paredes de los edificios públicos. Las iglesias, esparcidas por toda la población como setas de un hongo gigantesco, están medio vacías el fin de semana, solas el resto del tiempo.

Sin embargo, si miras mucho tiempo a mi ciudad encontrarás la otra cara de nuestro tiempo. La inmigrante que cada día hace el mismo recorrido pidiendo limosna; esa otra que va paseando al perro y a los gemelos, mientras su señora está en la peluquería comentando las revistas; el grupo que duerme en casas desahuciadas, malviviendo entre dosis.

Verás también a la pareja de escolares que caminan de la mano, comunicándose con ese tacto especial que da el amor cuando es primero; al abuelo caminando detrás de la nieta y agachándose a cada minuto para evitar que sus primeros pasos sean sus primeras caídas; a la familia que trabaja, y ríe al acabar la jornada, cansados y satisfechos.

martes, octubre 12, 2010

A petición del público

Me despierto sin ganas, la noche ha sido larga y sin descanso. Faltan 20 minutos para que suene el despertador, ¡¡quiero seguir durmiendo!!. Las historias de mis sueños recorren mi cabeza, ¿vida por salir? El despertador suena ¡demasiado pronto!. Espero un poco más, esperando sin éxito que sea fin de semana. Me levanto, con las últimas brumas sobre mis ojos. La ducha me hace aterrizar, ¡el agua está fría!, pero la música es agradable y me pone en funcionamiento :) Elijo mi ropa en función de las nubes que veo desde mi ventana, la ciudad ya conoce mi cuerpo. Un desayuno corto para despedirme de la casa hasta la noche, ¡y salto al mundo!.

En el camino voy buscando belleza que haga que este día merezca la pena, fracaso la mayoría de las veces. El primer café me termina de despertar, y la jornada comienza. El trabajo es rutina, las agujas del reloj se mueven despacio. ¡¡¡No encuentro las respuesta a preguntas que no hecho!!!. El futuro es cada vez más lejano y gris.

sábado, octubre 09, 2010

Lluvia de ayer

Ella era hermosa, más hermosa de lo que había llegado a soñar en su adolescencia. Siempre recordaría ese primer beso, en los andenes, esperando el tren que los llevaría de vuelta a sus casas y los separaría por unas horas. Siguieron caminatas, días de cine en los que lo que menos importaba era la película, paseos por el parque, agarrados de la mano, salidas al monte, torpes caricias en la oscuridad de las calles cerca de su casa...No fue consciente de lo que había perdido hasta que no pasaron varios años, y logró llorar su separación.

Tras ella llegaron otras mujeres, pero la vida le pasó por encima mientras se hundía más y más en sí mismo. Ya no recordaba qué fue de aquella muchacha de rostro infantil y risa limpia, de aquella otra de ojos tristes llenos de la añoranza por su país, de la que le enseñó que también podía llorar, de la que recibió su dinero por un rato de amor... Cuando quiso darse cuenta, las penas tintaban de blanco su pelo y el silencio se había hecho su inseparable compañero.

Se había acostumbrado al aislamiento, y cuando sus padres murieron y heredó la vieja casa solariega, estaba preparado para volver a aquellos lugares que vieron su infancia. Varias horas de viaje en autobús, sin más equipaje que una vieja mochila con algunos libros y algo de ropa, le llevaron frente al portal de la casa; estuvo varias horas observando el lugar, recordando los detalles, sonidos, olores, el gusto de cada habitación. Poco había cambiado, y poco cambió él, solo eliminó la presencia de dioses en los que había dejado de creer muchos años atrás. Se instaló en una confortable rutina monástica, en una isla donde no recibía más visitas que la de los pocos afectos lejanos, o viejos amigos largo tiempo muertos pero que todavía le confortaban en las noches invernales.

No visitó a nadie, y nadie le visitaba. Las gentes del lugar acabaron aceptando su silenciosa presencia dentro del paisaje local, como uno más de los fantasmas con los que las abuelas asustaban a los niños.

Y pasaron los años.

Un día cualquiera

Me despierto sin ganas, la noche ha sido larga y sin descanso. Faltan 20 minutos para que suene el despertador, quiero seguir durmiendo. Las historias de mis sueños recorren mi cabeza, vida por salir. El despertador suena demasiado pronto. Aguanto un poco más, esperando sin éxito que sea fin de semana. Me levanto, con las últimas brumas sobre mis ojos. La ducha me hace aterrizar, el agua está fría, pero la música es agradable y me pone en funcionamiento. Elijo mi ropa en función de las nubes que veo desde mi ventana, la ciudad ya conoce mi cuerpo. Un desayuno corto para despedirme de la casa hasta la noche, y salto al mundo.

En el camino voy buscando belleza que haga que este día merezca la pena, fracaso la mayoría de las veces. El primer café me termina de despertar, y la jornada comienza. El trabajo es rutina, las agujas del reloj se mueven despacio. No encuentro las respuestas a preguntas que no hecho. El futuro es cada vez más lejano y gris.

Hora de la comida. No hay mensajes, no hay escapatoria. Actúo como un autómata, repitiendo lo mismo que hice ayer y lo mismo que haré mañana. No hay cambios a la vuelta al trabajo, deseando que la tarde traiga algo de frescor a mi vida.

Termino el día, cierro la parte de mi mundo que no me gusta y regreso a casa. Soy libre. ¿Qué estrellas conquistaré hoy? ¿Qué mujeres haré mías? Me libero de mi cuerpo y entro en esa otra dimensión en la que vivo realmente. Mi cabeza da vueltas, las historias pugnan por salir: aquella muchacha quiere contarme por qué me sonrió, esa otra por qué se viste así, la pareja del fondo quiere recordar sus noches de amor conmigo...

Durante un momento acaricio lo que pudo haber sido y no fué, mirando los colores moverse en un lienzo electrónico, escuchando el ruido binario convertirse en risas y llantos, dejando que penetren en mi corazón, que lo llenen y rebose. Luego regreso a ese otro lugar, a ese mundo de opio y rosas, de espinas y sangre, en el que las horas van pasando demasiado rápido para mi gusto.

Mi cuerpo me avisa que es momento de partir. Necesito descansar para un día más, pero no puedo abandonar ese mundo, y en mis sueños, continúo navegando por sus mares y ríos, conociendo monstruos y bellezas, esperando encontrar algún día el final del arco iris y cruzar al otro lado, por fin.

jueves, octubre 07, 2010

Sombras de la memoria

El frío era lo que más recordaba. El abuelo le había hecho ponerse la bufanda al salir del hospital, y la lana le picó durante el trayecto en metro hasta la estación de autobuses, y un buen rato más. Pero ahora agradecía la insistencia de su abuelo. La mayoría de los viajeros se habían ido bajando en las paradas anteriores, y ya sólo quedaban ella y su viejo acompañante. Mientras el autobús tuvo suficientes pasajeros el ambiente estuvo caldeado, pero el frío que entraba por las ventanas mal cerradas se estaba adueñando del vehículo. Se acurrucó un poco más en su abrigo, demasiado grande para una niña de su edad.

No recordaba el accidente, ni muchas cosas que pasaron después. En el hospital le dijeron que era normal, que iría recobrando sus recuerdos con el tiempo, que iría sanando. Pero ella sabía que hay heridas que no se cierran, que los años no pueden curar. Tal vez las secuelas físicas desaparecerían pronto (los niños se recuperan enseguida, había oído decir al doctor, cuando pensaban que dormía), pero los cortes en su alma seguirían con ella muchos años...

No recordaba el golpe. El abuelo había sido amable con ella; él y la abuela estuvieron junto a su cama durante la larga convalecencia, contándole historias de la familia, de su antiguo linaje, y de lo bien que se lo pasaría en el pueblo, con ellos. Años más tarde se dio cuenta de que no mencionaron a sus padres ni una sola vez en todo ese tiempo.
No recordaba la cara del hombre. La abuela estaba esperándoles cuando se bajaron de la tortuga en la plaza, frente a la iglesia vieja; su sonrisa y buen humor siempre le gustaron. Fueron de la mano por la calle Alta, mientras el abuelo se paraba a charlar con un vecino; alcanzó a escuchar "pobrecita" antes de cruzar la esquina y empezar la ascensión hasta la plaza, de la que salía la calle que llevaba a la casa de los abuelos.

No recordaba el disparo. La casa era acogedora, su habitación tenía un pequeño balcón que daba al pilón; por la mañana le despertaban las voces de los arrieros llevando a las bestias a abrevar, la siesta veraniega era amenizada con las conversaciones de las muchachas que iban a llenar los botijos con el agua siempre helada que manaba del caño.

Allí terminó de recuperarse, poniendo algo de carne en sus huesos, como le decía la abuela, restañando las heridas más superficiales de su alma, liberando su espíritu en los largos paseos con el abuelo y sus cabras. Y un día de otoño, sentada en una piedra calentada por el sol de la tarde, recordó.

miércoles, octubre 06, 2010

Retazos

Dices que no te importa, pero en realidad mientes. Dices que da lo mismo, que no te preocupes, mientras tu corazón se rompe y los pedazos te destrozan por dentro. Dices que es lo mejor para todos, mientras en tu interior gritas de dolor y desesperanza.

domingo, octubre 03, 2010

La casa de las tres calles

La casa había sido una de las primeras de la era moderna de Algena, con recias vigas de madera de roble y muros de más de medio metro de pizarra y adobe que la protegían del frio y la refrescaban en verano; gracias a la orografía del pueblo, sus cuatro plantas tenían salida a tres calles diferentes, lo que la hacía únca. En la planta baja se encontraba el establo, donde se guardaban las cabras cada anochecer; una habitación en la primera planta permitñia acceder a la bodega, donde se almacenaba el aceite, el vino, el queso y otros viveres que permitían mantener a la numerosa familia durante los largos meses de invierno.

En la primera planta, que hacía las veces de planta noble al encontrarse al nivel de la calle principal, había un salón que se usaba durante los meses de verano, con unos enormes y recargados sillones de mimbre que la abuela trajo como dote de Cuba; en esa sala estaba el único retrato de los abuelos, él con la camisa blanca impoluta, chaqueta de pana y sombrero de ala ancha, mirando al frente, con una media sonrisa; ella de riguroso negro, con el pelo canoso recogido en un moño y con la vista perdida en el horizonte, tal vez recordando los sonidos de su Cienfuegos querido.

En ese piso estaba la habitación de verano de los abuelos, un cuarto luminoso y ventilado, con una hermosa vista de la plaza y la iglesia, y un pequeño salón con balcón en el que se hacía la vida cotidiana en los meses de más calor.

La segunda planta sólo se habitaba a partir del mes de octubre, y se abandonaba con los primeros compases de abril. En ella estaba la chimenea, que daba calor a una pequeña pieza que hacía las veces de cocina y salón, y alrededor de la cual se disponían los dormitorios; en un ala aparte se hallaba el dormitorio de invitados, en el que dormían los hijos mayores cuando venían de visita, y que ocuparon los hermanos de la abuela durante un tiempo, tras el desastre. tenía una sala en la que a la abuela le gustaba pasar las tardes de invierno, sentada al sol y protegida del viento, mientras contemplaba la vida pasar por las calles del pueblo.

Finalmente, el piso superior, al que se llegaba por una estrecha escalera en uno de los laterales de la cocina, se dedicaba a leñera y trastero; los chicos pocas veces subían allí, y cuando lo hacían era sólo para bajar un par de troncos para avivar el fuego o  trozos de la carne que se ahumaba con las filtraciones del tiro de la chimenea.

sábado, octubre 02, 2010

Sensaciones

El escandalo de los gorriones luchando por un lugar para dormir en los árboles del parque; dos mariposas flirteando en una tarde de verano; los ojos de esa niña que te mira desde la inocencia; el color de un amanecer después de una noche de amor; el frescor del aire después de una tormenta; la potencia del viento sobre los acantilados; la blancura de las nubes desde un avión cuando regresas a casa; el color desvanecido en las fotos de tu niñez; las voces del mar sobre un rompeolas; la fuerza de tu hijo la primera vez que te agarra un dedo; el gusto de la sal en tu boca mientras te salpican las olas en el puente de un barco que te libera; el calor del sol en las tardes de invierno, acostado contra una pared; la promesa de esa falda que se levanta con el viento; el tacto de las piedras que forman tus sueños; el olor de un libro nuevo; el primer beso, las primeras caricias; el dolor de la primera perdida; la añoranza de aquellos que se fueron; el sonido de las campanas en una iglesia de pueblo; el sabor de una lata de sardinas en compañía de buenos amigos; la melancolía de esas cartas que los fantasmas escribieron; la suavidad de la piel amada; el aroma del licor mientras contemplas el infinito; la frescura de las sabanas limpias al acostarte; el roce de las rosas sobre ella; lágrimas cayendo sobre tu rostro; la claridad del cielo que limpia tus pecados; la soledad de los momentos perdidos, de los sueños rotos...