domingo, noviembre 28, 2010

Air éphémère de l'hiver

Pasa, por favor, hace tiempo que quería hablar contigo. Siéntate, ponte cómoda. ¿Te puedo ofrecer algo, café, té, una infusión? Aún tienen ese té inglés con naranja que tanto te gustaba. ¿Sí? Yo tomaré un café vienés, por favor.

Cuánto tiempo. Te vi pasar el otro día por enfrente de la tienda, y eso me animó a llamarte, espero que no te molestase. Qué tontería, si estás aquí. Perdona, estoy un poco nervioso, he pasado toda la noche planeando lo que quería decirte y ahora no me acuerdo de nada.

¿Recuerdas cuándo empezamos a salir? No querías que te acompañara a casa para que no te viera tu madre. Te dejaba en la esquina, y a veces dábamos varias vueltas a la manzana, para prolongar un poco más el tiempo. Me acuerdo de aquellos primeros besos con lengua en el Retiro, debajo del árbol del amor, y de aquellos largos paseos en invierno.

Conservé muchos años el pequeño búho que me regalaste. Claro que no contaba la historia completa, no creerás que querría meterme en líos. También conservo tus cartas, tus postales y tus fotos. Todo en una vieja caja, junto con otros recuerdos que ya no visito.

Sí, hace ya mucho tiempo de eso. Los dos hemos crecido, hemos estado con otras personas, tenido hijos, ya no somos aquellos niños, pero tengo que decirte que muchas veces he pensado en tu mirada durante aquellos primeros meses, en la calidez de tus ojos, en su luz.

Pero no es eso por lo que te he llamado. No quiero hacerte perder el tiempo con recuerdos ya viejos, los dos tenemos ya otra vida. Solo quería preguntarte ¿por qué?

sábado, noviembre 27, 2010

Un regalo de tu propia fé

No hemos hablado nunca pero creo que te conozco. Te observo sentado en el mismo banco todos los días, haga frío o calor, faltando solamente los días de lluvia muy fuerte. Llegas a media mañana, con tu andar cansino, el peso de los años en tus pies. Siempre te sientas en la misma zona del banco, como si ya se hubiera adaptado a la forma de tu cuerpo. Te instalas lo más cómodo posible, descansas un momento, viendo a la gente pasar a tu lado por el parque. Y empiezas a tocar.

Cada día tocas durante un par de horas, ajeno a las personas que te rodean, y que a veces aplauden al terminar tu repertorio. No pides dinero, no hay ningún sombrero o cartel cerca de ti (me fijé una mañana en que decidí escucharte en directo). Por la elección de tus canciones sé cómo te encuentras cada día: ritmos rápidos, alegres, pueden convertirse luego en melancólicas baladas. A veces, una canción popular se cuela entre trozos de piezas clásicas. Otras, una alegre tonada celta encuentra acomodo junto a trozos de Vivaldi. En ocasiones, realizas tu propia versión de melodías populares ya hace algunos años.

Te veo tocar cada día, desde mi ventana. Te escucho. Cuando el tiempo lo permite, abro mi ventana de par en par para que tu música inunde mi cuarto de estudio, sacando preocupaciones y miedos, y algunas veces tus melodías han hecho brotar lágrimas de mis ojos.

Todos los días, haga frio o calor, al llegar el mediodía, cuando los oficinistas empiezan a llegar al parque para tomar su apresurado almuerzo, te veo recoger tu flauta, con cuidado, como una amante, y guardarla en su funda. Te tomas unos minutos, tal vez para descansar, para recuperar aliento, y te levantas. Y el único sonido que me llega de ti entonces es el tactac de tu bastón sobre los adoquines de la ciudad.

James Galway - Brian Boru's March

Anoche soñé contigo

El viento jugaba con tu pelo negro cuervo mientras paseabas por la calle con un amigo. Mirabas hacia otro lado, por lo que no pudiste verme. Llevaba buscándote mucho tiempo, había volado a tu encuentro como tantas veces hice en mi niñez, usando la fuerza del aire para cumplir mis deseos. Ese aire que ahora me traía el sonido de tu voz, el olor de tu ropa, de tu piel…

Me levante con la imagen de tu rostro en mi mente, otra vez tus ojos llevándome al vacío, intentando ver en su negrura el reflejo de mí mismo. No quise despertar.

jueves, noviembre 25, 2010

Giggling for no reason

Te encuentras en la calle, solo y desamparado. Miras a tu alrededor y ninguna cara te es conocida. Intentas recordar por dónde viniste, qué camino recorriste para llegar allí y no lo consigues. Te acercas a la gente que pasas a tu lado, quieres pedir ayuda, estás perdido, pero ningún sonido sale de tu garganta.

Caminas sin dirección, mirando a todos lados para ver si reconoces algo. Los transeúntes se cruzan contigo, te golpean como si no te vieran, tienes que apartarte de su camino. La ciudad se va perdiendo, mientras te adentras más y más en un terreno que te es desconocido. Llamas a las puertas, a las ventanas, entras en comercios y restaurantes. Nadie te hace caso, no existes para el mundo, nadie te ve, nadie te necesita. Tienes frío.

Te acurrucas en un rincón, cansado de deambular por las calles. Tus pies sangrantes son testigos de tu caminar, tus ojos enrojecidos lo son de tus lágrimas, tus manos ásperas y agrietadas de tus intentos por llamar a las puertas de los demás. Ya no quieres vagar, no quieres sufrir, quieres descansar. Cierras los ojos. El mundo se difumina a tu alrededor y dejas de oír los sonidos de los coches, de las conversaciones, el ruido de la noche…

Y escuchas el sonido de tu corazón. Rítmico. Constante. Fuerte. Te concentras en él. Empiezas a sentir el calor que lentamente recorre tus venas, manando de tu interior. Tus vasos sanguíneos son vías de vida, ahora más que nunca. Poco a poco tu cuerpo responde al llamado. Tus ojos se limpian, tus pies se curan y fortalecen, tus manos se vuelven ágiles y fuertes.

Te levantas. La oscuridad que te rodea no te preocupa, tú tienes la luz en tu interior. Adelantas un pie. Luego otro. Y otro. Pronto estás caminando, corriendo, sintiendo la sangre latir en tu corazón, llenarte de fuerza y de vida. La luz que surge de tu interior te permite ver el camino, y es cada vez más fuerte. Parte de esa luz se refleja en otros rostros, que te sonríen, dándote parte de su luz a cambio.

Ahora estás saltando, ves toda la ciudad en cada salto. Otra persona está a tu lado, irradiando tanta luz que crees que te quemas. Os tocáis. El estallido de energía es tan grande que os hace tambalear, pero os tocáis y os abrazáis. Ahora vuestra felicidad ilumina el mundo.

martes, noviembre 23, 2010

Aún quedan días

Faltaba una hora para que el sol se hundiera en el horizonte, y Viktor ya había revisado el generador y llenado los depósitos de aceite y gasolina en el nivel inferior. Antes de continuar con su rutina, salió un momento al exterior para fumarse un cigarro, como hacía todos los días a la misma hora. Las olas rompían contra la base del acantilado, y las oscuras nubes que llegaban del este presagiaban una gran tormenta esa noche, tormenta que se ya anunciaba en fuertes rafagas de viento. Viktor se abrochó otro botón de la zamarra, cubriendo el calor del cigarrillo con sus manos, mientras miraba hacia el horizonte con los ojos vacíos.

Volvío a la sala de control, como le gustaba llamar al pequeño cuarto donde conservaba sus herramientas y los repuestos eléctricos, y giró el interruptor. El rugido del generador compensó sus esperanzas, al mismo tiempo que le llegaban los familiares crujidos y soniquetes metálicos del piso superior.

Una vez pasaron unos minutos, y el sonido constante del generador le inspiró la suficiente confianza, subió por la escalera de caracol de la torre hasta la habitación de arriba, donde anotó la hora de encendido en el gastado libro de rutinas: “6.45 pm, encendido. Viento Norte, 12 nudos. Aviso de tormenta”

El faro era una construcción centenaria, fuerte y sólida, que se había reforzado hacía pocos años, al terminar la guerra; su torre se veía desde muy lejos en días claros, y su luz y sirena eran bien conocidos en la costa. Estaba en una posición estratégica, marcando la entrada de la bahía y sus peligrosos escollos a todos los barcos que pasaran a menos de 15 millas, y más de una vez su sirena había alertado a un pesquero dormilón antes de estrellarse contra las rocas de la entrada. Viktor llevaba en el faro más años de los que le gustaba recordar, repitiendo siempre las mismas rutinas. Era un hombre alto, con mucha nieve en el pelo y unos pectorales que habían sido la envidia de todos en la Academia, antes de la guerra.

Una vez cumplidas las obligaciones del reglamento, subió por el fuste hasta la cámara de servicio, donde comprobó que la linterna giraba normalmente, asomado al balconcillo exterior. Desde allí vio como el sol se ocultaba bajo las aguas, y como un reguero de perlas se encaminaba hacia el puerto, conforme los pesqueros locales regresaban para buscar cobijo ante la tempestad que se avecinaba. El viento era ahora más fuerte, y su aullido al pasar por la torre le recordaba algunas escenas de su niñez, cuando en los frios inviernos su madre le arropaba mientras escuchaban al viento correr por la estepa castellana.

Con las primeras y gélidas gotas se retiró, bajando por el fuste hasta las dependencias auxiliares. Estas eran dos construcciones en piedra, con tejado de pizarra, que estaban adosadas a la torre del faro, y que constituían la vivienda y propiedad del farero, su casa. Allí, ante la chimenea ya encendida, se quito el pesado abrigo, y se dispuso a pasar otra noche de trabajo: el café ya hervía en la vieja cafetera de latón, la radio sonaba con voces de otros lugares y otros mundos, su perro meneaba la cola, acostado junto al hogar… Con una sonrisa, Viktor se sentó en la robusta mesa que le servía de comedor y escritorio, y abrió el libro.

sábado, noviembre 20, 2010

Nota del redactor

En el pueblo se contaba que la casa estaba habitada por fantasmas. Se relataban historias de luces que se movían en la noche, de persianas que se separaban sin que hubiera nadie en la casa, de sonidos escuchados donde no debería haber ninguno. Asomarse por sus ventanas era el típico rito de iniciación para los niños del pueblo, sobre todo si se hacía en noche sin luna, cuando las imaginaciones se disparaban hasta límites insospechados; muchas madres eran conscientes de estos actos cuando descubrían la ropa interior de sus hijos al día siguiente.

Por supuesto, el corredor que me vendió la casa no me dijo nada de esto, ansioso como estaba por cerrar el trato; ya se sabe, los de la ciudad somos muy impresionables, y la casa ya llevaba varios años en venta sin haber encontrado un comprador. No obstante, cuando el camión de la mudanza apenas estaba doblando la esquina, después de dejar toda mi vida en mi nuevo hogar, yo ya había sido visitado por varios ‘amables’ vecinos, que no perdieron el tiempo para contarme historias de la casa y sus molestos “inquilinos”.

Confieso que inicialmente me lo tomé a broma. Todos saben que las casas antiguas tienen su propio sonido, incluso su propia iluminación, y una casa como la mía, al final de la calle, con un amplio y descuidado jardín a la entrada, y abandonada durante varios años, se prestaba a todo tipo de historias y cuentos. Ocupé las primeras semanas en adecentar un poco la vivienda, dando una mano de pintura al exterior, revisando toda la fontanería, las ventanas, puertas, limpiando el desván y tapando las grietas del techo… Excepto algunos roedores bajo el tejado (un par de ellos con alas, debo admitir) no encontré ningún fiambre ni nada que sustentará la imaginación de mis vecinos, y con el paso de los meses, yo mismo olvidé todo lo que me contaron al llegar.

Sin embargo, una noche todo cambió. Por mi oficio de escritor, y también por mi naturaleza noctámbula (nunca me ha gustado madrugar), suelo aprovechar las horas de tranquilidad nocturna para trabajar, sentado en mi despacho frente al ordenador, y con un montón de libros a mi alrededor. Esa noche hacía calor, y había abierto las ventanas de la habitación para que corriera el aire fresco por la casa, recalentada durante el día.

Estaba escribiendo un relato corto para el periódico local, sobre un viejo pirata que había usado el puerto como base de sus correrías. Me había documentado bien sobre el personaje, pero, no sé si por el calor o por alguna otra razón (esa noche ya llevaba varias copas encima), me encontraba atascado en el desarrollo de la historia. Después de un largo rato de pensar y pensar, consultar libros y volver a pensar, apagué la pantalla y me dirigí a la cocina, a prepararme otro combinado que despejara mis ideas. No recuerdo muy bien, pero me debí quedar dormido en la mesa de la cocina, ya que al despertar el sol ya estaba alto en el horizonte.

No era la primera vez que me pasaba, y después de una ducha y un buen desayuno, volví al despacho, con la idea de que el trabajo se hiciera con mucha transpiración, ya que la inspiración no llegaba. Me sorprendió ver la pantalla del ordenador encendida, como si acabara de dejar de escribir, y al acceder a mi relato me encontré con un texto que no tenía nada que ver con lo que inicialmente había escrito: donde yo había puesto barcos y mares en llamas, me encontraba un relato intimista sobre la mujer del pirata, donde yo tenía acción y mucha testosterona, había una historia de sentimientos fuertes y duraderos. Al leerlo me envolvió la historia, como hacía mucho que no me pasaba con mi trabajo, estaba bien redactada, con un vocabulario rico y plenamente integrado en la narración. “Vaya, ahora escribo mejor borracho que sobrio” fue lo primero que pensé, mientras enviaba el texto a mi editor.

Con el paso de los días fueron sucediendo otras cosas misteriosas, aunque no me di cuenta hasta mucho después: encontraba mis textos ya corregidos por la mañana, los libros parecían abrirse justo en la referencia que necesitaba, en ocasiones tenía la impresión de que el teclado iba más deprisa de lo que yo tecleaba… Pero no me importaba: mis relatos ganaron mucho en calidad, y no era el único que lo notaba, mi agente y mi editor me escribieron y llamaron varias veces, gratamente sorprendidos por mi repentina madurez literaria. Nada se me resistía, escribía igual historias de ciencia ficción, relatos románticos, cuentos históricos, todo parecía que se me daba bien. Hasta esa noche.

Un repentino ataque de bronquitis hizo que me tuvieran hospitalizado durante varios días, en los que no escribí nada, por consejo de los médicos, que no querían que ningún estrés me afectase durante el tratamiento. A la vuelta a mi casa note algo extraño, una cierta tensión eléctrica, contenida, que yo estúpidamente catalogué como producto de una casa cerrada durante varios días.

No pude dormir esa noche. Daba vueltas y vueltas en mi cama, más atento de lo normal a los ruidos de la casa: el crujido de la madera empujada por el viento, el quejido de una ventana al asentarse con el frescor de la noche, los murmullos de esos habitantes diminutos que rondaban mi cocina… Después de varias horas me levanté, decidido a usar el tiempo provechosamente y escribir algo. Al dirigirme al despacho me sorprendió ver luz, y mis ojos se abrieron como platos al acercarme a la puerta y ver el interior.

Una forma luminosa estaba sentada frente a mi ordenador, que brillaba con una luz fosforescente, mientras las letras aparecían en su pantalla. No podía ver las manos del espectro (llamémosle así), pero unas líneas de luz se movían a gran velocidad sobre el teclado. No había un cuerpo o una forma definida sentada en la silla, sino que parecía como si un jirón de niebla se hubiese instalado en mi despacho, y yo estuviera viendo pasar a gente a través suyo: un viejo campesino, un hombre de traje y corbata, una mujer joven con una pamela, un cráneo con un ajado sombrero pirata, un letrado inglés con su tradicional peluca, un soldado con su traje de batalla, una odalisca con velos tapando su cuerpo…

No pude evitar una exclamación, y en ese momento, como esparcido por un huracán, todo desapareció: mi ordenador volvió a quedar en negro y la habitación a oscuras, mientras yo permanecía en el dintel con la boca abierta.

Pasé gran parte de ese día sentado en mi sillón favorito, mirando por la ventana y pensando mucho sobre mi futuro y mi pasado. La noche me sorprendió en el mismo sitio, pero ya había tomado una decisión. Esperé hasta esa hora mágica de la madrugada en la que el silencio es dueño y señor, cuando el tráfico ha desaparecido y todos los televisores se han apagado. La casa estaba completamente a oscuras excepto, como yo esperaba, por una luz difusa que surgía de mi despacho.

Me acerqué en silencio, casi conteniendo la respiración, y miré hacia el interior. Allí se encontraba otra vez el fantasma, interactuando con mi ordenador y escribiendo esos relatos por los que tanto me habían felicitado. Esta vez no hice ningún sonido, sino que me apoye tranquilamente en el quicio de la puerta, observando cómo cambiaban los rostros y atuendos de mi inquilino, de acuerdo con el compás de la historia. Al cabo de un rato pareció darse cuenta de mi presencia y giró su cabeza hacia mí, nuestros ojos se encontraron por un momento y pude ver la inmensidad de su soledad, los largos años de angustia, de cautiverio, el descubrimiento de otro mundo en las letras de mi ordenador, la alegría de la liberación y el éxtasis de la creación. No debieron ser más de un par de segundos de contacto visual, pero en ese tiempo hablamos y nos comprendimos como si fuéramos hermanos. Las historias seguían llenando mi disco duro cuando me di la vuelta y me fui a dormir, descansando como no lo había hecho desde muchos años atrás.

Ahora soy un escritor famoso, habrás visto mis relatos cortos en muchas revistas, las recopilaciones son siempre bestsellers, y se han traducido a varios idiomas. Mi nombre empieza a sonar para alguno de los grandes premios literarios, doy entrevistas a diarios de tirada nacional y viajo a ferias en el extranjero. Pero mi mejor momento del día es siempre cuando me siento en la mañana frente al ordenador, con una buena taza de café en la mano, y disfruto el primero de las historias que allí aparecen.

domingo, noviembre 14, 2010

Volver a camino abierto

Cuando abro la ventana de mi mente veo un verde valle, rodeado de cerros y montañas, en una cálida tarde de verano. Estoy en mi casa, sentado en la terraza con licor dulce en la mano y leyendo un libro; mi perro está acostado a la sombra, dormitando, mientras la brisa mueve las hojas de los sauces, y me trae el murmullo del agua cercana. El silencio hace que la naturaleza me acepte, veo como los pájaros e insectos hacen su vida a mí alrededor, un colibrí agita sus alas en mis flores, un pájaro carpintero taladra el tronco de mis árboles, dejándome ver su duro trabajo. Dirijo la mirada a lo lejos, mientras el sol se pone entre miles de tonos rojos y naranjas.

Otras veces estoy sentado en un acantilado, viendo como mis piernas se balancean sobre el océano, y sintiendo el fuerte viento en mi cara y mi cuerpo; mi espalda está apoyada en una cálida roca volcánica, y mi vista se relaja observando el mar azul e infinito, mientras el sol se esconde a mi espalda. El ruido del viento me impide pensar y eso me calma, me dejo envolver por los sonidos que lleva, intentando imaginar las voces que me trae y su mensaje. Los pelícanos, gaviotas y otras aves marinas sobrevuelan las olas a mis pies, y tengo la tentación de saltar y dejar que el viento me eleve por encima de las líneas de espuma de las olas.

En ocasiones me encuentro caminando por una senda en un bosque, recorriendo lo que antiguamente era un camino de piedra entre robles y rebollos, mientras a mí alrededor escucho aves e insectos zumbar. Llego a lo alto del camino, y la brisa me refresca, alejando a los mosquitos que revoloteaban alrededor de mi pelo. Desde mi punto elevado veo grandes manchas de brezo en flor, el verde de los alcornoques y castaños, zonas de cultivos cubriendo la falda de las montañas, canchales grises que muestran el paso del tiempo y el desgaste de los cerros, águilas y buitres volando en lo alto, en busca de alimento o refugio...

En otros momentos me veo sobrevolando una blanca capa de nubes y observando sus formas, su geografía, intentando descubrir la causa de sus ríos, de sus montañas, de sus valles. Veo como sus capas de algodón se distribuyen cubriendo de horizonte a horizonte, pero encuentro miles de detalles que reclaman mi atención: una cresta más elevada me hace preguntar si habrá una cordillera bajo ella, veo formas sinuosas que sólo puedo comparar con ríos, veo muros que se elevan separando la uniformidad de la diversidad, veo lagos cuyas profundidades me muestran ciudades, campos, carreteras.

Pero de vez en cuando, ocasionalmente, recuerdo rostros, ojos, expresiones, sabores: la veo tumbada en la cama con una de mis camisas como único vestido, sonriéndome con una rosa en su pecho, distingo su rostro entre la multitud, y su expresión de alivio y alegría al comprobar que he esperado para nuestra primera cita, siento el sabor de sus lágrimas aquella noche en que el amor dejó paso al dolor… Y me doy cuenta de que por muchas montañas que escale, por muchas profundidades que descienda, mi hogar está en las alturas de su pecho y en las profundidades de su alma.

sábado, noviembre 13, 2010

El mundo en el exterior de tu ventana

Voy a menudo a una playa cercana a mi hogar, me sirve para despejar mi cabeza y alinear mis pensamientos, me relaja el sonido del mar, contar las olas, sentir la espuma salada en mi cara. Desde la carretera, un camino de planchas de madera serpentea hasta llegar a la zona de dunas, fue hecho especialmente para los bañistas veraniegos. Es una playa tranquila, en forma de media luna, con la salida de la ría en la zona derecha, y protegida por dos promontorios elevados a ambos lados. Afortunadamente los turistas aún no la han descubierto, y normalmente estoy solo, con las gaviotas o un grupo de mariscadoras en la zona intermareal.

Hoy me he levantado temprano, mi cabeza y mi corazón estuvieron discutiendo toda la noche y casi no he pegado ojo. Decido ir a la playa, para disfrutar de una mañana fría y soleada. Una vez allí, camino algo más hasta el faro, una pequeña construcción rectangular de un solo piso, con una torre donde se sitúa la lámpara, rodeado de un bosque de eucaliptos; su muro oeste da al mar abierto y me gusta pasar las horas muertas en él, escribiendo o dejando volar mi imaginación.

De camino al faro la vuelvo a ver. Está en la playa, corriendo. Es una mujer joven, que suele venir acompañada de un hombre alto a hacer ejercicio. Desde donde estoy no puedo verla bien, pero me siento para ver sus evoluciones. El hombre está haciendo flexiones, ejercicios estáticos, mientras la mujer corre de un lado a otro de la playa. En un momento dado se cruzan y ella le saluda con la mano.

Me pregunto qué estará pensando. Tal vez vaya escuchando música o hablando consigo misma. Me la imagino teniendo una conversación imaginaria con alguna amiga, tal vez esté recordando pormenores de la noche pasada, seguramente el hombre que la acompaña es su marido, y aprovechan estos momentos para conservar la forma y estar tranquilos. En los siguientes semanas la veo varias veces en la playa, y cada día le voy inventando una vida: es una joven estudiante universitaria, que viene con su compañero a desentumecer los músculos, después de noches de estudio y amor; es un ama de casa ya madura, pero aún joven, que aprovecha estos momentos para sentirse libre, en compañía de un amigo de la infancia, por el que siente una secreta pasión; una famosa deportista ya retirada, que mantiene la forma que le hizo famosa con marcha sobre la playa, junto con el entrenador que la descubrió y con el que acabo casándose; un alma solitaria, que viene a la playa buscando el consuelo del mar y el sol…

Poco a poco me voy dejando embrujar por su presencia, y, aunque sé positivamente que no puede verme desde mi atalaya entre los árboles, siento que sus paseos y ejercicios son para mí, que viene para hablar conmigo, para mostrarme que hay vida más allá de mi ventana, que los restos de mi naufragio ya llegaron, rotos y esparcidos, a la playa, que solo tengo que bajar, recogerlos y recomponer mi vida…

Hace días que no la veo, la playa está más solitaria sin ella. Trato de encontrar sus huellas en la arena, solo para darme cuenta de que la echo de menos, que se ha convertido en una parte de mi vida, una perfecta extraña dentro de mi mente y mi corazón.

Un trocito de antes (y II)

Estos paseos a solas levantaban muchos murmullos entre los vecinos. El hecho de que el hombre fuera soltero, y, sobre todo, la gran diferencia de edad, escandalizaban a muchas beatas y a no menos jóvenes, que veían como un posible partido quedaba fuera del escenario. Con el tiempo los rumores llegaron a los oídos del abuelo de Lumia, que decidió hablar con el hombre.


Fue una conversación tensa, pero cordial. El abuelo no dudaba de las buenas intenciones del hombre, pero quería preservar el buen nombre de Lumia de ser pasto de las habladurías del pueblo, y el hombre había vivido demasiado para esperar otro comportamiento de sus vecinos, la mayoría gente anclada en el pasado, y a quienes asustaban los cambios que estaban llegando a Algerna.

A resultas de esta conversación, el hombre desapareció durante una temporada de Algerna. Nadie excepto la tía Tomasa, siempre espiando lo que ocurría en la vieja casona, le dio mayor importancia. El verano había llegado, y con él el regreso de muchos de los que estaban estudiando o trabajando lejos del pueblo, las fiestas locales se volvieron a celebrar con vaquilla, bailes, peregrinación a la ermita del santo, romería y fuegos de artificio.

Gracias a estas distracciones Lumia terminó su convalecencia. Los recuerdos de la muerte de sus padres aún la atormentaban algunas noches, con pesadillas en las que despertaba gritando y empapada en sudor frío, pero el cariño de sus abuelos y los largos paseos por el bosque devolvieron el color a sus mejillas y el aliento a su alma herida.

Echaba de menos al hombre. Sus recuerdos e historias le habían ayudado a recuperar la ilusión y las ganas de vivir: su mente se perdía viviendo el atardecer en las islas del Pacífico Sur, mientras tus pies cuelgan de un acantilado de vértigo, las largas y blancas arenas de las bahías cubanas se mezclaban con las arenas del desierto mientras el Nilo se deslizaba a sus pies… En sus historias se entremezclaban gentes de todas las razas y países: los obsequiosos árabes tomaban café con las bellas mulatas del Caribe, mientras los jinetes patagónicos conversaban con mujeres de ojos rasgados…

Sin embargo, la naturaleza y la vitalidad de sus 13 años hicieron que ese verano participara de su primer baile, compartiera la romería con unos primos lejanos, sentados bajo un alcornoque, y se emocionara con unas vecinas mientras los mozos hacían quites a la vaquilla, entre otras ocupaciones veraniegas.

jueves, noviembre 11, 2010

Vacíos de la memoria

Manolo dejó su pueblo en León a finales de los años cincuenta del siglo pasado, con una maleta de madera atada con cuerdas y un único traje de pana, heredado de su abuelo, por equipaje. Durante días viajo en un tren de ganado con otros paisanos, conocidos y desconocidos, cruzando Europa hasta los paraísos del trabajo en Alemania y Francia. Tuvo suerte. Un familiar había llegado antes y le había buscado alojamiento en la ciudad, junto con otros 6 españoles, dos de ellos un matrimonio de Gijón; no tuvo que vivir en el albergue, con otros españoles, italianos y griegos, a las pocas mujeres que llegaban (siguiendo a sus maridos en su mayor parte) las alojaban en un pabellón diferente, con un riguroso calendario de visitas. Si alguna se quedaba embarazada, la expulsaban de vuelta a su país de origen.

Mamadou dejó su poblado en Sierra Leona huyendo de la guerra y del miedo, después de que mataran a sus padres y violaran a su hermana pequeña. A trancas y barrancas, junto con otros muchachos en la misma o semejante situación, cruzó África Occidental de norte a sur, con sus Adidas como única posesión. Tardó meses en llegar a Marruecos, siempre burlando la vigilancia de policías corruptos y traficantes de almas. Quería llegar a los paraísos del trabajo en Europa, donde podría vivir sin miedo y ser persona.

Manolo no entendía el idioma. El capataz de la fábrica donde trabajaba, 10 horas al día, le hablaba, le gritaba y él tenía que esperar a que un compañero italiano le tradujera como pudiese; muchas veces eran insultos o chistes racistas. Manolo no era tonto, era buen trabajador. Su sueño era ahorrar lo suficiente para poder poner un comercio en el pueblo, y casarse con la novia que había quedado atrás. Esperaba poder hacerlo en 3 años. Otros habían tardado más, pero él ahorraba hasta el último marco, enviando además dinero a sus padres para su sostenimiento.

Mamadou consiguió los dólares que le pedían para pasarle a España haciendo cosas que siempre querría olvidar. En la noche, junto con otro contingente humano, le llevaron a la playa, donde los traficantes de humanidad intentaron quitarle el resto de cosas de valor que pudiera llevar. Embarcó en un bote de madera, junto con mujeres embarazadas y niños, todos con el miedo en sus ojos, y la esperanza de un mundo mejor en sus corazones.

Manolo tardó 25 años en volver a su pueblo en León. Conoció a una asturiana, amiga del matrimonio con el que compartía alojamiento, y se hicieron novios. Ella trabajaba en una fábrica de hilos, y con los dos salarios lograron alquilar una casa en un barrio de las afueras, donde los propietarios no ponían pegas para alquilar a los trabajadores extranjeros (a mayor precio, claro). Con los años aprendió un poco el idioma, aunque nunca se integró plenamente en la sociedad alemana; sus hijos sí lo hicieron, aislándolo un poco más. Cada verano regresaba a su pueblo, orondo en su Mercedes de segunda mano, presumiendo de relojes, radios, marcos alemanes...

Mamadou pasó 6 días en la patera, rumbo a Canarias. El patrón había abandonado el barco en cuanto empezaron las complicaciones meteorológicas, dejando a las 45 personas abandonadas a su suerte. La comida que llevaban se agotó al segundo día, el agua, casi inmediatamente después. Los más débiles fueron los primeros en sucumbir, siendo arrojados por la borda por los que aún conservaban las fuerzas. Eran 32 cuando los divisó un pesquero canario...

"Interceptados 32 subsaharianos en patera, 13 son mujeres, 3 niños y 3 bebés..." Manolo estaba tomando una caña en el bar, jugando con los paisanos una partida, cuando escuchó la noticia. Algo le hizo levantar la mirada, y sus ojos se fijaron en joven negro, envuelto en una manta roja, que devolvió la mirada a la cámara. Sin pensar, dijo "No sé a qué vienen aquí, así se ahogarán todos en el estrecho"

miércoles, noviembre 10, 2010

Enterrando los besos regalados

Salgo a la noche, con la cabeza llena de humo y dolor. No entiendo lo que ha pasado, por qué ella me ha dejado. Sus palabras aún resuenan en mi mente, que intenta encontrar un sentido oculto que les quite su peso, el furioso sentimiento que me está llenando: “No me llames, me he enamorado de otro”

Siento la rabia subir por mi pecho, inundar mi corazón. La dejo fluir, no me opongo, mis pasos se aceleran, busco un lugar solitario, quiero estar lejos de la gente, mis puños se cierran, las palabras vuelan en mi cabeza, invento insultos nuevos, intento que las lágrimas se lleven mi dolor…

Y grito. Grito a la soledad que se acerca, grito a los recuerdos, a los besos compartidos, a la suavidad de sus labios, de sus pechos. Grito su nombre, la insulto, la golpeo con mis pies, con mis manos, con mi cuerpo. Me muevo deprisa, corro, fuerzo mi cuerpo, necesito liberar esta angustia, no puedo contener mis sentimientos, golpeo las ramas de los árboles, las papeleras, las farolas.

Los pocos paseantes que encuentro me miran asustados, otro loco, otro drogadicto con el mono. Un grupo de jóvenes en un banco me señalan. No les veo, mi mundo se reduce a un estrecho pasillo, apenas veo por donde voy, mi mente confusa, con el recuerdo del día anterior, con sus besos, y con el sonido de su voz en el teléfono: “Me he enamorado de otro”

Finalmente, agotado emocionalmente, me siento en un banco. Me sueno la nariz, y aquieto mi corazón. Se acabó. Medito, pienso en el pasado, mientras siguen brotando las lágrimas de mis ojos, ahora de forma serena, calma. No tengo sitio más que para el dolor de la desilusión, y la tristeza, cuando me doy cuenta de que hace ya mucho que la había perdido.

martes, noviembre 09, 2010

Un trocito de antes (y I)

Al hombre le gustaba la compañía de Lumia. Habían pasado varias semanas desde el accidente, y la muchacha estaba completamente restablecida. Lo que inicialmente había sido una presentación de cortesía, para interesarse por la salud de la pequeña, se convirtieron en visitas cada vez más frecuentes a la casa solariega. El hombre había descubierto una rara afinidad con la niña, y un torrente de recuerdos compartidos con el abuelo. Con el anciano el hombre hablaba de tiempos pasados, de otros momentos en la historia del pueblo que ya pocos recordaban o querían recordar: los años difíciles tras la gran catátrofe de los años veinte, el recuerdo de los emigrados a otros países, los largos inviernos de posguerra, con el maquis a la puerta y la represión en la ventana...


También recordaban viejas tradiciones ahora ya perdidas o en desuso: hablaban de cómo los monaguillos corrían por el pueblo vestidos de diablos en vísperas de Semana Santa, de las fiestas de la Lumbrinaria y sus bailes, donde mozos y mozas podían conocerse y de los que salieron muchos matrimonios; de los añojos en Nochevieja, de las fiestas de verano en la Gargantiella...

Pero lo que más le gustaba al hombre era hablar con Lumia. La muchacha sabía interpretar sus silencios y escuchaba atentamente sus palabras; hablaban largas horas, la mayoría de las veces de temas intrancesdentes, banales, pero entre los cuales se iban intercambiando pequeños trozos de sus almas. Con el tiempo, y la mejoría de Lumia y el clima, comenzaron a dar pequeños paseos, al principio con la compañía de la abuela o el abuelo; en esos paseos, Lumia dejaba el protagonismo a los recuerdos de sus mayores, y escuchaba afablemente sus conversaciones. Poco a poco sus abuelos empezaron a quedarse rezagados, y ahora la mayoría de las veces paseaban solos los dos, hablando, escuchando, muchas veces sentados en una piedra bajo un roble, viendo como la tarde iba dando paso al ocaso. A la muchacha no le aburrían estos silencios en su compañero: sabía que acabarían con una historia de otras ciudades, otros paisajes, o con un recuerdo de la infancia del hombre. La forma en que este lo contaba, y su imaginación, la permitían por unos minutos perderse en esos otros horizontes, volviendo al presente con la mirada arrebolada, no se sabía si por el atardecer o por los sueños que tenía.

domingo, noviembre 07, 2010

L'arrivée a l'école

Noventa y cinco, con las de la mano, ¡otra que hemos ganado!, terminó Marcial, para regocijo de don Gonzalo. Esa tarde se les estaba dando bien, y estaban en una buena racha.

¡Coño, don Manuel, a ver si me ayuda en algo alguna vez! saltó Críspulo, al mismo tiempo le hacía señas a Paco para que le sirviera otro vino, el quinto de la tarde. No le gustaba perder, especialmente cuando el dinero era suyo, y esa tarde parecía que la pareja con don Manuel no le estaba saliendo nada rentable.

Buenos días, dijo el hombre al entrar en el bar. No era un cliente habitual, pero se había acostumbrado a tomar un vino en el mirador, antes de salir a caminar por los alrededores en su peregrinar diario. Paco, el camarero, era de las pocas personas del pueblo que no le haría preguntas y le dejaría en su mundo. Se dirigió su rincón habitual, una mesa junto a la chimenea y cerca de los ventanales, cálida en invierno y fresca en verano. Al poco rato llegó Paco con su bebida, un vaso de vino de la tierra, de la propia cosecha del propietario: fuerte, de aromas intensos, un vino para tomar con tranquilidad, como le gustaba al hombre.

El ruido de la partida quedó pronto amortiguado en su mente por los recuerdos y ensoñaciones. Observando la umbría ladera del valle, recordaba otros vinos y otros bares, más caros pero quizás no tan diferentes. Volvía a ver las escaleras de la Basilique, y a su amor sentada en ellas, con esa coquetería que solo las mujeres francesas tienen. Su mente volaba observando los prados del otro lado del valle, y recordaba sus primeros escarceos amorosos, el olor de la hierba recién cortada, el frescor de las siestas bajos los castaños. El vuelo de las palomas sobre el pueblo le llevaba a otros paisajes urbanos, dónde el trópico se encuentra dentro de la sangre de las gentes, y de ahí al mar, siempre el mar, la claridad de las aguas de su niñez, el empuje contra su joven cuerpo...

¿Perdón? dijo, al darse cuenta que el ruido de la partida había cesado y se habían dirigido a él.

Le preguntaba si esta noche también encontrará a una joven perdida, repitió Crìspulo, muy divertido con su propia broma, a pesar de las miradas poco alegres de don Manuel y Paco. Parece que son su especialidad.

Las risas no hicieron mella en el hombre. Perdida su ventana al pasado, se terminó el vaso de vino, se levantó despacio y acercándose a la barra pagó su consumición a Paco, que le miraba como queriendo pedir perdón por esa intromisión en su rutina.

¿No nos va a contestar, caballero? ¿Tal vez tema que le robemos la pieza? siguió el joven dandy, envalentonado por el vino y el silencio de sus compañeros de partida.

No, joven. Sé que sus gustos siempre han ido en otra dirección, respondió con calma el hombre, despidiendose de Paco y saliendo tranquilamente por la puerta.

¿Cómo? ¿Pero qué se ha creído ese hijo de su madre? ¡Le voy a partir la cara! dijo Críspulo, intentando levantarse de la silla, y tropezando consigo mismo, mientras Gonzalo y Marcial procurabam calmarlo.

Aquí el único que parte cosas soy yo, dijo Paco, saliendo de la barra. Ea, vayan pagando sus cuentas que tengo que cerrar.

¡Pero si son solo las ocho! replicó Marcial, que quería proseguir con su racha de buena suerte.

Es igual, yo mañana tengo que madrugar, que yo sí ganó el pan con el sudor de mi frente, no como los señoritos, sentenció Paco, comenzando a retirar vasos y cartas, y apagando luces innecesarias. ¡Debería darles verguenza, meterse con ese hombre! murmuró por lo bajo.

sábado, noviembre 06, 2010

De los pasos errantes

Los granos de arena se deslizan entre mis dedos, mientras la resaca se los lleva de debajo de mis pies, haciendo un pequeño agujero que crece y crece. Siempre es igual, tengo la sensación de que me voy a hundir en la arena, pero finalmente el agua me sobrepasa y mis pies se asientan de nuevo en la playa. Doy otro paso, esperando la siguiente ola y calculando su fuerza.

Ella está tumbada en la arena, unos metros más atrás. Desde aquí no puedo ver su cara, cubiertos sus ojos por unas gafas de sol, y la distancia no me permite adivinar sus pensamientos.

El mar me reclama. Las olas siguen atacándome, intentando hacerme caer mientras camino y me voy adentrando más y más en la zona de marea. Me llegan sonidos de gaviotas con el viento, y las veo sobrevolando las rocas de la punta este. Un grupo de cormoranes se encuentra en ellas, intentando secar sus alas con el tibio sol de la mañana, siempre atentos a los movimientos de los turistas que se acercan por el roquedal.

La arena que el mar arrastra me acaricia las piernas, y siento la fuerza de las olas en cada embate. La tentación de seguir es grande, caminar mar adentro, dejarse llevar por el oleaje, por el sol, seguir las corrientes que salen de la bahía y llegar a mar abierto, profundo e infinito, donde el viento y el agua son amos y señores. La sal de miles de gotas de espuma se ha pegado a mi rostro, y siento su sabor en mis labios.

Me giro y la veo, sentada, con las manos protegiendo sus ojos y mirando en mi dirección. Me saluda con la mano, y veo como su pelo se enreda en su rostro, a merced del viento. Pienso en su cuerpo juvenil, en el sabor de su piel, en la profundidad de su mirada, en la brisa de su respiración al dormir, y me doy la vuelta, sonriendo. Ella es mi océano y mi tormenta, ella mi calma y mi tempestad, ella el mar en el que quiero perderme.