miércoles, febrero 08, 2012

Rosas de vida fugaz

El país de los mirmidones es un lugar árido y pedregoso. Se decía que los dioses lo habían poblado de hombres creados a partir de las hormigas que moraban en sus campos, y por eso eran tantos y tan abundantes sus habitantes. Briséida había nacido allí, y en esos campos había pasado su infancia. Su padre era un aristócrata venido a menos, que presumía de un linaje que se remontaba a los dioses, pero que no tenía más que unas pocas tierras con las que mantener a su gran familia. Brise, como la llamaban sus hermanos, recordaba sus fuertes manos, su rostro siempre espinoso con barba de varios días y su voz clara y grave cuando les contaba historias antiguas.

Una mujer de pelo dorado entraba en un lugar oscuro, lleno de maldad, buscando un guía para encontrar aquello que había perdido...

Su madre era una mujer de ciudad, que nunca se acostumbró del todo a la vida en el campo, y que siempre estaba cosiendo u organizando el trabajo de la casa. Su pelo negro pronto se cubrió de plata, pero siempre tenía un momento para su hija, un dulce para calmar el hambre o una caricia para ahuyentar el dolor.

El viejo cazador brillaba de pureza, a través de su sombra podía ver los mundos de los dioses y la magia, mientras en sus manos sostenía un cristal con forma de hada, y el tiempo se congelaba a su alrededor...
  
Llegaron con los primeros días de verano. Los monjes venían acompañados por funcionarios de traje gris, y se instalaron en una de las posadas del pueblo. Hablaron con los maestros de la escuela, hicieron muchas preguntas y al final seleccionaron a una docena de niños y niñas, a los que juntaron en una de las salas del ayuntamiento. Su padre y su madre estaban muy nerviosos, aunque intentaban que Brise no se diera cuenta. Era una de las pocas niñas que estaba en el estrado, respondiendo a las preguntas sin sentido que les hacían los monjes. Uno a uno los otros niños fueron bajando con sus padres, mientras ella seguía contestando preguntas. Al principio estaba muy nerviosa, pero con el tiempo se relajó y se divirtió con el juego. Al cabo de varias horas, era la única persona sobre el entarimado del salón, los monjes sonreían y sus padres lloraban.

Dos hombres y una mujer de pelo como el sol cruzaban las puertas de la ciudad, mientras dioses y gigantes les observaban desde lo alto...

Pasó los siguientes años de su vida en un monasterio oculto en las montañas, preparando su cuerpo y su espíritu para las tareas que se esperaban de ella. Aprendió técnicas de relajación mental, a interpretar los más sutiles movimientos corporales, a dejar la mente en blanco mientras su cuerpo seguía funcionando... Hierbas y ejercicios hicieron que su organismo se quedara detenido en las últimas fases de su infancia, manteniendo una juventud y plenitud que le permitía superar enfermedades y heridas. Otras niñas y niños se unieron a ella con el tiempo, pero ninguno tenía los dones necesarios y poco a poco fueron dejando las montañas. Sólo uno de cada 100 candidatos lo conseguía, le habían dicho. Cuando cumplió los 16 años, el viejo abad la llamó a su celda y le entregó una túnica del más fino tejido, blanca como la nieve, y una capa azul que se cerraba con un broche en forma de luna creciente. "Has completado tu entrenamiento, no tenemos nada más que enseñarte, ha llegado el momento de que viajes a tu destino final" le dijo.

En las anchas planicies de las tierras altas se abría un gran agujero de oscuridad, su contenido velado a sus dones. Una diminuta figura se acercaba, portando un pequeño farol; en su hombro, un águila extendía sus alas....

La vida en Kadath era sencilla. Tenía sirvientes y personal cercano que se encargaba de que todas sus necesidades estuvieran cubiertas, incluso las más carnales. Los mayores pensadores y filósofos la visitaban con frecuencia, para discutir con ella preguntas y temas que les preocupaban. Estaba al tanto de casi todos los cotilleos y vaivenes de la política local y regional. No estaba sola. Había varios como ella en las estancias de los oráculos, gente dotada de su mismo don, y con la que podía compartir inquietudes y deseos. Había tenido varias relaciones con los años, aunque muy pocas personas del sexo opuesto podían atraerla. Con frecuencia, recibía preguntas del Consejo, preguntas de las que en muchas ocasiones dependía el destino de la ciudad. Para contestarlas se retiraba a sus aposentos y procedía a los viejos rituales. Luego, con la mente llena de imágenes y sensaciones, se reunía con sus compañeros para analizar y escudriñar los resultados, ofreciendo la respuesta más adecuada a los miembros del gobierno local.

El mar estaba en calma, volaban las gaviotas a lo lejos mientras ella caminaba descalza por la playa. Un niño rubio de piel dorada por el sol la llamaba, agitando sus manitas y llenando su corazón de dicha...

Briséida observó el horizonte desde la ventana de su habitación. Era una de las pocas estancias internas del palacio que tenía una ventana al mundo, a través de la que podía ver la explanada exterior y el mar, a lo lejos y casi siempre cubierto de brumas. Su puesto como el oráculo de mayor rango le permitía este y otros lujos. Había sido así en los últimos mil años, y así sería durante otros mil años. Estaba segura de eso.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Simplemente, hermoso relato.

Candas dijo...

Tienes ya editora?

Teo dijo...

Espero que sí, Rosi...

Anónimo dijo...

Interesante. De hecho lo he leído hasta el final, cosa que no suelo hacer a menudo ;-)

Candas dijo...

Continúa!
Sigue, por favor, SIGUE!!

Por favor, Huelquén...
Escribe.