jueves, diciembre 13, 2012

Siempre buscando a Dios entre la niebla

Julio Bastida Recuerdo en el carnet de identidad, tío Julio para todo el pueblo. Con cuarenta y cinco años reconocidos y algunos más bastardos, su silueta era familiar a todos los habitantes de Algena: un hombre alto, desgarbado, con una chaqueta tres cuartos de cuero en invierno, y con camisas de lino o algodón en verano, su sempiterno cigarrillo sin encender en la mano.

Contaba el tío Julio que nunca había sido fumador, excepto por aquellos pitillos de picadura que había liado cuando tenía quince o dieciséis años, en la terraza del baile, para impresionar a alguna de las forasteras que llegaban a la discoteca los fines de semana. Desde entonces se había acostumbrado a llevar un cigarrillo siempre en la mano, decía que como amuleto, que acababa tirando a una papelera sin haberlo prendido.

Julio vivía en una de las casas del centro del pueblo, heredada de sus padres. Hijo único, era propietario de unas pocas tierras en el valle, de cuyos arriendos podía vivir holgadamente sin trabajar. Su rutina diaria comprendía levantarse al alba, pasear por los alrededores del pueblo hasta que se cansaba, tomar el primer café en el bar de Carlos y regresar a su casa. Volvía a salir a media tarde, jugando a las cartas con otros parroquianos hasta la hora de la cena. A veces cenaba solo en el bar del Casino, donde permanecía leyendo la prensa hasta altas horas, o discutiendo de política o mujeres con alguno de los socios.

La primera vez que habló conmigo me sorprendió su lucidez y socarronería, la agudeza de su pensamiento y la ironía que mostraba. Yo ya llevaba varias semanas apareciendo por el bar de Carlos para tomar café a primera hora, y habíamos coincidido en algunas ocasiones. El tío Julio siempre saludaba educadamente, conociera o no a la otra persona. En una ocasión, viendo que leía (de nuevo) Ulises, hizo un acertado comentario sobre la vida del dublinés, y ahí entablamos una conversación, en la que salió a relucir su vasta cultura.

Desde ese momento hablamos a menudo, y de vez en cuando me introducía en las discusiones que tenían lugar entre los clientes habituales, con las que llegué a conocer a los actores de los principales dramas de la localidad, así como ponerme al día de los libretos.

A Julio no se le conocía mujer, novia o enamorada, ni tampoco constaban visitas a la portuguesa. Dos o tres veces al año acudía a la capital de la provincia, de donde volvía con algunos libros y ropa, así como mandados para amigos del pueblo. Una vez, cuando ya tenía suficiente confianza como para entrar en temas personales, y aprovechando una mañana fría y neblinosa que invitaba a permanecer en la tasca, una vez le pregunté por el asunto y me respondió, mirando sin ver el cigarrillo que llevaba en la mano.

“No creas que no me interesan las mujeres. En mis tiempos mozos tuve algunos amoríos, tarascadas en la era que no conducían a nada. Pero con los años y las grietas en el corazón me di cuenta de que la medida del amor no es tanto el cariño que se ve, sino el que realmente te dan. Por eso yo quiero una mujer que me acaricie cuando duermo, aunque me discuta todo cuando estoy despierto. Y esa mujer, amigo mío, no es fácil de encontrar”.

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