lunes, marzo 25, 2013

Puntos y comas

Irene era una mujer menuda y frágil que cada mañana, bien temprano, se instalaba en su pequeño puesto frente a la puerta del mercado, a vender los cupones del día hasta que cerraba pasadas las tres de la tarde, cuando los fruteros ya habían recogido su mercancía. Después de tomar un menú ligero en el bar del Portugués comenzaba un recorrido por los bares y tascas del barrio, vendiendo las papeletas que le quedaban de la mañana a los rezagados y parroquianos. Algunas veces continuaba trabajando hasta bien entrada la noche, con su tira de billetes en el pecho. Iba acompañada de su perro lazarillo, que la guiaba fielmente por las zonas más complicadas.

Una vez finalizada la jornada un sobrino la recogía y la acompañaba hasta su casa, un modesto apartamento de menos de treinta metros cuadrados, apenas un saloncito, una cocina americana y un baño. A ella no le importaba, ‘menos para recordar’ solía decir sonriendo cuando alguien le preguntaba. En el camino charlaban y se contaban mutuamente las anécdotas del día.

Después de cenar frugalmente, alimentar a su querida mascota y limpiar los pocos cacharros que hubiera ensuciado en el día, se sentaba en un viejo sillón cama, a oscuras, tapada con una manta de lana en los días invernales, y comenzaba a recorrer el mundo. Bajo sus dedos febriles se desplegaban en silencio planetas e imperios distantes, profundidades abisales y las nubes más altas, cazaba cocodrilos recorriendo el Nilo, contemplaba los atardeceres sobre las llanuras del Oeste americano, hablaba con los grandes pensadores de todos los tiempos… Permanecía concentrada, con una sonrisa en su rostro, mientras todo aquello que leía se proyectaba en su mente.

Por fin, después de un buen rato, se levantaba en silencio y extendía el sofá, preparando su cama en apenas cuatro movimientos. Poco después dormía tranquila, volando en sus sueños hasta el amanecer… 

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay peor ciego que el que no quiere ver