sábado, junio 21, 2014

En aquel tiempo perdido

He tomado la costumbre de salir al balcón por las noches, antes de acostarme y cerrar el día. Con una copa de vino o un cigarrillo abro las ventanas y me asomo por la baranda, sintiendo como me envuelve la noche. Es tarde, me he acostumbrado a hacer largas las anochecidas ya que mi sueño es ligero y sobresaltado. No hay luces, mi terraza se asoma sobre una parte del pueblo que no tiene farolas a la vista, solo algunas bombillas se estremecen en invierno, y algunas ventanas se perfilan en la oscuridad del verano. Apenas unos conos amarillos destacan contra el fondo de las casas apagadas…

Es mi momento, los instantes en los que dejo que me cerebro descanse, que sea dominado por los sentidos sin elaborar sensaciones ni crear pensamientos conscientes. Observo las estrellas perfilarse contra las montañas, oscuro azabache contra un mar de perlas; la luna pasea entre ellas, haciendo que palidezcan y desaparezcan ante su brillo. Un búho ulula a lo lejos, llamando a su pareja a volver al nido mientras escucho el sonido del viento en los pinares de la umbría. Una polilla despistada se acerca a la brasa fugaz de mi cigarrillo, para desaparecer después, confundida y en busca de otras luces más poderosas.

El vino y el tabaco saben mejor en esos instantes, pareciera que todos mis sentidos se agudizan y que fuera capaz de reconocer el mundo con ellos: bayas de otoño y madera en mi copa, sol y tierra en mi mano, el frescor del vidrio contra la suavidad del papel de fumar, el peso menguante del vaso contra el calor del pequeño sol que me consume…

Son apenas unos minutos, tal vez ni siquiera eso, un instante que me refresca, que me calma y tranquiliza, dejando que los fantasmas y preocupaciones se aposenten en mi mente, quietos y sesteando para cuando el nuevo sol me despierte de mi sueño, para volver a empezar ese ciclo eterno de vida y muerte, de arena y nieve, de niebla y lluvia, en que se han convertido mis días.

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