miércoles, mayo 04, 2011

¿Merece la pena soñar?

Estamos sentados en el restaurante, no lejos de la playa. Desde mi ventana veo cómo las olas se levantan con cada vez más furia, y pienso en el camino de vuelta al pueblo y en cómo llegaremos al hotel. Mientras, escucho como ella habla con el camarero, pidiendo vinos y una pequeña selección de platos. A pesar del tiempo que llevamos juntos aún me maravillan sus cambios de entonación: la voz que pone para hablar con extraños no tiene nada que ver con la voz con la que me habla a mí, o con la voz que tiene cuando estamos solos, con el tono que tiene cuando esta triste o melosa…

Ha terminado de hablar con el camarero, y vuelve sus ojos hacía mi. Veo cómo se ilumina su cara, e instantáneamente se me dibuja una sonrisa de felicidad en la cara. Esa misma sonrisa que tenía cuando empezamos a salir, cuando hablábamos de nuestras cosas paseando por el jardín del Retiro, en aquellas calurosas tardes de fin de semana, compartiendo el mundo con palomas, ardillas, ciclistas, patinadores, vendedores de frescor o azúcar... La misma sonrisa que surgía en mi cara mientras ella me tomaba la mano en el cine, o se agarraba a mi brazo cuando tenía susto. La misma sonrisa, en fin, que aparece en mi rostro cuando ella me dice: “no me mires así”.

La tarde ha ido avanzando, al mismo tiempo que nuestro almuerzo. Hemos hablado de muchas cosas. Estos días han sido especialmente fructíferos en eso, hemos hablado largo y tendido de muchas cosas. Otras muchas quedaron fuera, las más veces por mi timidez, otras porque no era el momento adecuado, otras, simplemente, porque no surgieron. Es curioso que podamos hablar de casi todo, pero hay temas que nos cuestan, tal vez porque pensamos que molestarían al otro, que nos odiaría; queremos protegernos tanto, que a veces olvidamos que los dos somos adultos, y que lo importante de nuestra relación es que nos apoyamos, que nos complementamos mutuamente, muchas veces de tal manera que podemos tener una misma línea de pensamiento…

Con el postre han desaparecido muchas incomodidades, posiblemente el vino ha sido el responsable de que le haya besado la mano, o que nuestros labios se hayan encontrado varias veces entre plato y plato. Una lujuriosa torta de chocolate se nos presenta, en plato único y dos cucharas, para compartir. Nos miramos con incredulidad ante el tamaño, aunque los dos sabemos que nos la terminaremos, quejándonos falsamente de la cantidad, pero contentos de poder extender esta complicidad un poco más con una taza de café.

El sol está comenzando a ocultarse cuando llegamos a la playa. El cielo plomizo no promete grandes espectáculos de luz, aunque las nubes se retiran, la temperatura es suave, y no hace viento. No hay nadie en la playa a esta hora. Me quito los zapatos para poder sentir la arena en mis pies, mientras ella hace lo mismo, acompañándome aunque le incomode ir descalza. Caminamos de la mano, disfrutando el momento; al poco, paso mi brazo por su cintura mientras ella hace lo mismo, bromeando con mi circunferencia. Hemos tomado una manta del coche, y la usamos para poder sentarnos en la playa al mismo tiempo que nos arropamos con ella, mirando cómo las olas se levantan, y la espuma llega hasta nosotros atrapada en la brisa marina que comienza a levantarse. Empieza a hacer frio, y nos abrazamos el uno al otro bajo esa manta, viendo como las primeras estrellas salen para nosotros, y pensando qué será de nosotros el día de mañana.

1 comentario:

Candas dijo...

Es tu inspiración la que hace que sea todo tan posible...!!

Si, decididamente, merece la pena soñar Huelquén...
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