jueves, febrero 28, 2013

Campanas de ilusión

El viejo campanero subió por enésima vez las maltrechas escaleras de madera. Había trepado tantas veces al campanario que conocía sus grietas y tablas sueltas tan bien como conocía sus dolores artríticos. De pequeño le gustaba observar la torre desde lejos, intentar adivinar las líneas misteriosas que el sillarejo y el mampuesto hacían sobre sus paredes, letras imaginarias que los antiguos constructores habían dejado allí para que él las descifrara.

Luego, cuando tuvo edad, entró en el edificio para ayudar a Mosén Alberto con el toque de los oficios, aprendiendo a manejar las cuerdas para poder hacer hablar a las campanas como era debido. “Apóyate en el cuerpo, deja que él hable con la campana” le decía el viejo fraile, mientras le sujetaba para que el tirón de la mayor no lo elevara demasiado.

Poco a poco, aprendió los diversos toques que la parroquia usaba: llamada a la oración, llamada a misa, de comunión (el que más le gustaba), de procesión, de fiesta, los de difuntos según fuera el muerto, el de anxos, el de ánimas, los diferentes toques para cada día y hora de la Semana Santa…

Con el paso de los años ganó peso y altura, y Mosén Alberto pudo jubilarse y dejar la parroquia a otro cura más joven, quedando el muchacho como el campanero de la misma. En ese tiempo le gustaba permanecer en lo alto de la torre los días claros, viendo cómo los barcos se hacían a la mar, u observando a los pescadores arreglar sus redes allá en el pueblo. Desde ese lugar veía llegar las procesiones, y una vez fue el primero que distinguió un naufragio en las rocas de la entrada a la bahía, casi se parte la cabeza al bajar a toda prisa para tocar a repique…

Él había sido quién tocó las campanas el día de su boda, contento y risueño con su traje negro, él quien tocó en el bautizo de sus hijos, él quién hizo llorar a las campanas cuando su mujer se convirtió en un ángel para cuidar a su familia, él quién llamó a los vecinos para acompañarle en su dolor al morir sus descendientes…
Ya todo eso quedaba muy atrás. El nuevo cura había instalado un sistema de altavoces, decía que era mucho trabajo tocar las campanas, que ya no tenía sentido en este siglo de modernidades en el que estábamos. El viejo campanero había escuchado y obedecido las órdenes de su párroco, como le había enseñado Mosén Alberto, pero cuando el joven vestido con un pantalón vaquero y un jersey negro con alzacuellos se dio la vuelta no pudo menos que menear la cabeza, sintiéndose un poco más viejo, un poco más inútil.

Hoy había llegado a la iglesia muy temprano, había subido trabajosamente a lo alto del campanario y allí había visto cómo se levantaba la niebla, descubriendo un mar en calma por el que volaban los pesqueros como gaviotas por el cielo. Tras un rato observando el horizonte, con los ojos llenos de azul, bajó a la base de la torre, despacio, muy despacio, con la mano recorriendo cada uno de los sillares que encontraba en su camino, despidiéndose de ellos.

El toque de difuntos sobresaltó a toda la aldea. Nadie sabía nada de un pariente enfermo o un vecino que estuviera en las últimas. Además, ese toque no estaba en la casete que tenía la parroquia, pensó el cura mientras corría hacia la iglesia, queriendo atrapar al pillastre que se había colado para hacer la broma. Cuando llegó a la puerta que daba a la torre del campanario se encontró al viejo campanero tirado en el suelo, ya frío, con una sonrisa en los labios y con la mirada perdida en lo alto. Como un acto reflejo el joven cura miró en la misma dirección que los ojos del anciano y no vio nada extraño, la torre estaba vacía, igual que había estado los últimos meses desde que se llevaron las campanas al museo provincial.

Dedicado al campanero de San Andrés de Teixido, Antonio Bellón, probablemente el más anciano de Europa.

2 comentarios:

Candas dijo...

Bécquer??... Qué escalofrío en el último párrafo...!
Por cierto, 'Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida'.
Qué casualidad.

Teo dijo...

No hay casualidades, Candas, es uno de mis escritores favoritos