viernes, agosto 30, 2013

Sal

El resto del día pasaba rápido en la pequeña casa de pescador. Siempre había redes que remendar, agujeros que tapar y brear, pasto que cortar, pescado que limpiar y disponer para el invierno, reparaciones en el tejado y en las ropas... Cuando el sol comenzaba a descender el hombre dejaba sus quehaceres y se preparaba para la pesca. El pequeño bote siempre estaba listo, con sus aparejos y provisiones, atado a una roca en una cala cercana. Hacía mucho que pescaba, siempre lo había hecho solo y seguramente moriría haciéndolo, era su sino. Era el suyo un oficio que comenzaba a desaparecer, pocos eran los que aún salían con la luna al mar, llevando luciérnagas en un bote de cristal para que iluminasen su rumbo en el océano de plata.

Una vez se echaba al mar remaba cansinamente, pero con la eficacia del que lleva años haciendo lo mismo, hasta que se detenía en medio de la bahía, donde las corrientes eran más fuertes y el olor a sal y conchas era más intenso. Allí colgaba su fanal de insectos, que le daban una luz algo más precisa que la luna, y arrojaba el cebo, extrayendo un hermoso recuerdo de su mente y atándole al hilo de seda de araña de su caña; los mejores señuelos eran aquellos que tenían amor y paz, imágenes de una vida anterior...

Mientras esperaba encendía una vieja pipa de madera, hecha con la raíz de un brezo blanco de monte, a la que cargaba con un poco del tabaco que le dejaban los contrabandistas a cambio de pasar por su caleta. Así, fumando, pensando en tiempos pasados, en días olvidados, y viendo cómo las olas se levantaban y caían pasaba el rato hasta que la luna comenzaba su descenso. En ocasiones no atrapaba nada, la pesca se estaba volviendo más difícil con los años y pocos ejemplares se conseguían ahora, esas malditas factorías que ensuciaban el mar...

Pero esa noche el tintineo de la campana, una pequeña campana de plata de sonido limpio y puro atada al sedal, le despertó de su ensueño. Con cuidado, para que las ondas que hacía al moverse no espantaran a la presa, cogió el hilo de seda y esperó. Esperó, y cuando ya pensaba que había sido en vano la campana volvió a sonar, más fuerte, más seguido, anunciando la llegada del botín. Poco a poco fue recogiendo el hilo, procurando no hacer movimientos bruscos; debía atraer al animal hasta cerca de la superficie, dónde podría atraparlo con la red.
Con suaves tirones, movimientos casi imperceptibles, sus manos fueron recogiendo el sedal sin perder la pieza. De vez en cuando el tilíntilín le avisaba de que el premio seguía ahí, acercándose al cebo, tocándolo, listo para agarrarlo... Ya se podía ver su silueta bajo el agua, la larga cola inconfundible perdiéndose debajo del bote en sus idas y venidas, jugando con el anzuelo y deseando retenerlo.

Con mucho cuidado el viejo pescador movió su mano y tomó el arpón de hueso con la red en su interior, y esperó el momento oportuno. Podía ver el cebo flotando a escasos centímetros de la superficie, y al pequeño animal dando vueltas a su alrededor, retozando, intentando atraparlo y...

Con un movimiento brusco y fulminante, fruto de los años de práctica, el hombre lanzó el arpón. Su ingenioso mecanismo hizo que las redes se extendieran en el aire antes de tocar el agua, y la fuerza del lanzamiento las arrastró hacia la presa, inmovilizada por la sorpresa. Con un giro de la mano derecha las redes se cerraron sobre el animal; un fuerte tirón de la mano izquierda hizo que el arpón regresara a su dueño, y que las redes comenzarán a subir. La luna y las estrellas observaron como el pescador luchaba para conseguir meter a su captura en el bote sin caer él mismo al agua.

Tras muchos esfuerzos lo consiguió. En el suelo de su barca se podía ver ahora un revoltijo de redes, algas, rayos de luna, agua.... Después de recuperar el primer aliento se puso a buscar el cebo, el recuerdo extraído de su mente. A veces los sedales se rompían y las evocaciones que pendían de ellos se perdían, por eso ya ninguno de los jóvenes del puerto quería aprender el oficio. No, ahí estaba, reluciente a la luz de la noche. Al tomarlo notó que otra mano lo tenía firmemente agarrado. Una mano pequeña y delicada, apenas invisible contra su enorme y callosa mano de pescador, Los ojos inquisitivos de una niña, morena, de rostro pleno y piel blanca como las perlas, atrapada entre las redes de luna y sal, le observaban mientras agarraba ese trozo de su memoria.

La conocía. Por un momento estuvo a punto de soltar el recuerdo, golpeado por un espasmo de su viejo corazón. Estaba igual que aquella mañana en el dormitorio, cuándo le preguntó por qué...


Tiró bruscamente. La criatura perdió el asidero y soltó el cebo, que el pescador volvió colocar en su sitio. Ya no estaba la niña. En su lugar la luna iluminaba el cuerpo de una joven sirena, de verdes y relucientes escamas. Los ojos adaptados a ver las maravillas del mar ahora estaban fijos en el hombre que le privaba de libertad, en su cara tostada y curtida por la vida. Ella, que había surcado las profundidades y visto arder el agua estaba fascinada por el prodigio de que manara agua de los ojos de ese humano...

1 comentario:

Candas dijo...

Sólo por lograr atrapar un cebo así de hermoso, quién no querría ser sirena?
Te está quedando una historia tan bonita, tan tan bonita...