martes, febrero 25, 2014

Pan y agua de manantial

No he seguido por el camino fluvial, como acostumbraba a hacer, sino que en esta ocasión me he metido por un sendero entre cañas y piedras que conduce a un antiguo molino, ahora ya en ruinas. La industria, esa gran benefactora, hace tiempo que acabó con los molinos locales, con esas pequeñas empresas que pasaban de padres a hijos y en los que el cargo no era ya un trabajo sino que también constituía un status entre los lugareños, el molinero, ese espécimen situado siempre entre los ricos y los pobres, famoso a veces por su codicia y otras por su parentela...

Pero me estoy desviando del tema. El caso es que el molino del lugar se encuentra en ruinas, como les estaba diciendo, apenas cuatro paredes mal sujetas por las lianas y los hongos, que sobreviven a la humedad que sube desde el rio, mientras el roble añejo de las maderas del techo se van pudriendo lentamente.

Me gusta este camino. Queda lejos del ajetreo del paseo ribereño, se encuentra escondido para la mayoría de los transeúntes, a los que les apetece más sentarse en los bancos y lugares para jolgorio dispuestos por el ayuntamiento que bajar durante unos cientos de metros entre la vegetación de la orilla para encontrar un lugar tranquilo donde poder pensar.

Mientras observo por enésima vez las raíces de la vieja higuera hundirse entre las rocas del lecho, y hacer así un pequeño puente entre el agua y el cielo, enciendo un cigarrillo y aspiro el humo con placer. Siento como recorre mi garganta para ir a depositarse en mis pulmones, para luego hacer el camino inverso y salir por mi nariz. Cuánta ceniza habré creado ya. Llevo fumando desde los quince años, primero aquella picadura asquerosa que hacíamos recogiendo colillas y desliando el poco tabaco que quedaba. Luego los fieles Celtas y Bisontes, hasta que llegué a tener suficiente dinero como para comprar americano de contrabando, y así hasta ahora...

Ha parado la lluvia. Los verdes quedan luminosos cuando se asoma ligeramente el sol, las pequeñas gotas que quedan en las hojas parecen diamantes según cómo les llegue la luz. Vuelven a cantar los pájaros y el rumor del arroyo ya no se confunde con el tiptap de la lluvia sobre las hojas y el suelo. Desde mi escondite, al abrigo del soportal de una puerta milagrosamente en pie, puedo dejar volar mi imaginación y ver todo como antaño fue: los carros con el trigo y el centeno en sacos bajando por el camino que ahora es apenas una trocha para animales; el bullicio a la entrada del molino, cuando el molinero llegaba para negociar la maquila con los paisanos, mientras los carreteros aprovechaban para aliviarse al lado del rio; el olor a harina y a pan recién horneado que salía de la casa;, el polvillo blanco que se detectaba en el aire apenas entraba uno en la vivienda;, la humedad del rio y el estanque para la rueda que todo lo impregnaba...

Abro los ojos cuando un reactor pasa por el cielo, atronando y recordándome que el tiempo ha pasado, que ahora todo es distinto, que mi hombro se queja por llevar mucho tiempo apoyado contra la fría piedra del sillar, que las rodillas me arderán esta noche después del esfuerzo a que las someto subiendo y bajando esa cuesta, que mis ojos lagrimean porque te he vuelto a ver en mi ensueño, limpia y lozana, como aquella primera vez en mis años mozos...

1 comentario:

Candas dijo...

Raíces de higuera...