viernes, junio 24, 2011

Tarde ventosa y suave

Cuando Onofre marchó a hacer el servicio, y después a Barcelona, a buscar fortuna, el mundo de Manuel se había reducido a su mujer y la finca. Apenas recibían visitas, aparte de las monterías que organizaba el marqués, o cuando la marquesa venía a pasar unos días de descanso, con su amante. A Las Pozas solo llegaba el panadero cada cuatro días y, ocasionalmente, la pareja de la Guardia Civil que patrullaba por la zona, buscando furtivos. 

Los años habían pasado para Manuel y Antonia como un río tranquilo y sereno. Hablaban de las cosas del campo, de las manías y ordenes de los señores, de la economía doméstica… Algunas noches él se despertaba de madrugada y la escuchaba sollozar, hablar en sueños, y sabía que la niña se había presentado de nuevo a su querida madre, y que al día siguiente tendría que salir al campo toda la jornada, regresando en la noche para la cena.

Tras la partida de don Genaro llegó Onofre, con las provisiones y medicinas compradas en Alcázar, y escuchó el mismo diagnóstico del galeno. Onofre era un hombre alto, fornido, con un pelo rubio claro que ya empezaba a escasear, y unos ojos azules serenos y dulces, que contrastaban con los de su padre, pequeños y negros, encerrados en las arrugas del tiempo. Había llegado de Barcelona la tarde anterior, avisado por su padre, con su mujer, Carmen, para asistir durante la enfermedad de la madre. El encuentro entre ambos, después de casi 5 años sin verse, había sido poco protocolario: mientras Carmen se instalaba en la habitación pequeña, y comenzaba a cuidar a la enferma, los dos hombres salieron al exterior petaca y papel en mano, liando un cigarro mientras el más anciano preguntaba por el viaje. Onofre esperaba, sentado en el banco bajo la higuera. Al poco, la voz de Manuel se quebró, una mano arrugada y seca agarró su boina y con ella se cubrió el rostro, mientras sus hombros se movían con los sollozos largo tiempo contenidos. El hijo, con los ojos húmedos y la congoja en el alma, abrazó a su viejo progenitor, y lo cubrió como queriéndole proteger del dolor que llegaba.  

El tiempo bajo la higuera parecía haberse detenido para los dos hombres, unidos en el dolor por primera vez en años. Así permanecieron unos momentos, hasta que Manuel se serenó y se removió, separándose un poco del hijo. Se secó las lágrimas con el dorso de la vieja chaqueta de pana, y se volvió a poner la boina, mientras miraba al suelo.

Al poco llegó Carmen, los brazos arropados en una toquilla para protegerse del fresco de la anochecida. Era una mujer alta, de piel morena y piernas bien torneadas, con una frente ancha y clara, y unos ojos castaños rodeados ya por algunas arrugas. Se acercó a los dos hombres despacio, no queriendo romper el momento de intimidad entre padre e hijo, y finalmente se sentó al lado de Onofre. Esta dormida, parece que respira mejor, dijo con voz queda, mientras agarraba la mano de su marido, que la respondió con una leve sonrisa. Será mejor que entréis, empieza a refrescar.

1 comentario:

Candas dijo...

(Más).