martes, junio 21, 2011

Verás que hay mar...

Mientras Manuel observaba a su mujer sentía cómo iban aflorando los recuerdos de casi cincuenta años de convivencia: el primer baile que tuvieron juntos, la escapada de casa de su padre, cuando descubrieron que estaba embarazada de él, el nacimiento de Onofre y, años más tarde, el de Joaquinita, la muerte de la niña… Los años pasados en la casa de Las Pozas, atendiendo el cortijo mientras el marqués estaba en Madrid, pasaron por su mente como una galería de estampas antiguas, como las que había visto en casa de sus padres, allá en Tomelloso.
 
Antonia descansaba plácidamente, acostada en la cama de matrimonio, con el camisón puesto y un pañuelo húmedo en la frente, para aquietar la fiebre, mientras don Genaro, el médico, la tomaba el pulso mirando su viejo reloj de bolsillo. Al acabar echó una mirada a Manuel, indicándole que le siguiera fuera de la habitación, mientras su nuera Carmen acomodaba a la enferma.

"No mejora Manuel", dijo mientras guardaba sus instrumentos en el gastado maletín de cuero, "y a su edad ya es muy difícil que se restablezca por completo".

La Antonia había caído enferma, con sudores fríos y temblores, una tarde de verano cuando volvían de la era en el carro, y les pilló por sorpresa una tormenta de granizo, dejándolos completamente calados antes de llegar a refugio. Había estado con malestares y tos durante varios días, siempre negándose a llamar al doctor, siempre encargándose de las tareas de la casa. Una noche, cuándo Manuel regresó del campo al atardecer, después de vigilar los venados para la montería de la siguiente semana, la encontró tumbada en el suelo de la cocina, con el cuerpo ardiendo y bañada en sudor.

Durante muchos años Las Pozas había sido parte de la pedanía de Arroyoculebro, un pequeño poblado a medio camino entre Tomelloso y Alcázar, en el que apenas había cuatro casas para los aparceros del marqués. La casa señorial, a la que se llegaba por un camino que salía de la carretera principal, era una edificación grande y robusta, reformada varias veces con el correr de los siglos, y tenía adosada una pequeña estancia, apenas una cocina y dos habitaciones, en la que vivían los guardeses. En ese lugar pasaron Antonia y Manuel los últimos 20 años, al servicio del marqués, y a esa casa llegó don Genaro esa tarde, montado en su viejo Ford.

1 comentario:

Candas dijo...

Ya era hora Huelquén, ya era hora... Este blog andaba ultimamente de secano, como esas tierras, unicamente regadas por el majestuoso Guadiana y sus afluentes.
Por cierto: paradójico título, ¿no?...
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