sábado, septiembre 03, 2011

Las palabras del tacto

Se querían como sólo puede quererse cuando no se conoce otro amor. Pasaban las horas del recreo juntos, tomados de la mano y sentados en uno de los bancos de la explanada que servía de patio al colegio, o bien en una de las esquinas del solar en el que otros chicos de su edad jugaban al balón o a la pidola.

Habían llegado con toda su clase, en una excursión cultural, a las ruinas del monasterio, y naturalmente viajaron juntos en el autobús. Él, un chico alto, delgado, con unas manos demasiado grandes para su cuerpo; ella, morena, con bonitos ojos color avellana que brillaban cuando le veía acercarse.

No se soltaron de la mano durante toda la excursión, siguiendo al grupo y escuchando distraídamente las explicaciones de su maestro. Cuando bajaron al nivel inferior, para ver los restos de las caballerizas y edificios de los sirvientes, ya estaban separados del resto, aislados en su mundo especial de caricias y almas compartidas.

Al llegar a la estrecha entrada a las bodegas, se miraron a los ojos un instante, todo lo que necesitaban para comprenderse, y empezaron a caminar hacia el interior con el resto del grupo, iluminados por la linterna del profesor, que iba marcando haces de claridad conforme se adentraban en el pasadizo. Este, ahora apenas una oquedad baja y pedregosa que se internaba en la montaña, conducía a las antiguas bodegas de la abadía. La oscuridad, el contraste con lo soleada mañana que disfrutaba el exterior, hacía que se volviera tenebroso a los pocos pasos.

Tras un corto trecho, la explicación sobre la constancia de la temperatura interior de la montaña, y cómo los monjes la usaban para mantener sus alimentos en buen estado durante más tiempo, terminó, y los escolares salieron al exterior, agradeciendo el calor de la mañana tras su paso por la cueva.

Ellos, sin embargo, se quedaron y avanzaron un poco más, agarrados de la mano y con el mechero de él alumbrando unos escasos centímetros a su alrededor. No importaban la soledad, el frio o la negrura que les rodeaba. Ella se había agarrado del brazo de él, caminaban pegados, corazón con corazón, alma con alma, hasta que el muchacho no aguantó más el calor del encendedor, y la oscuridad les cubrió de nuevo. Habían cruzado un recodo, por lo que ya no podían ver la entrada del túnel, y solo podían distinguir el tacto de sus manos.

Se abrazaron en la seguridad de la cueva. Ella sentía su caricia sobre su cuello, sus dedos rozando su nuca, mientras su otra mano presionaba su espalda, en un lento movimiento que la hacía suspirar. Había cruzado sus brazos alrededor del cuello de su amor, acercándolo hacia ella, casi hasta sentir su mirada en esa oscuridad. Apoyó la cabeza en su cuello, mientras comenzaban a moverse rítmicamente, sus cuerpos coordinados, sus mentes escuchando una música que sólo el corazón dictaba.

Pasaron horas, días, meses, una eternidad en ese lugar sin tiempo, hasta que la voz de su profesor y la luz de su linterna les devolvió a este mundo. Sonriendo, él acarició su mejilla, rozó sus labios con los suyos bebiendo antes una lágrima furtiva en sus ojos y rompió el abrazo, tomándola de la cintura y comenzando el regreso a la realidad.

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