sábado, agosto 04, 2012

Gota de sangre

Para llegar al pueblo hay que seguir una carretera estrecha y serpenteante, arrancada hace décadas a la falda de los montes, apenas una lámina de alquitrán sobre tierra apisonada. Por esa vía regresamos todos los años los retornados, aquellos que por distintas circunstancias vivimos lejos del pueblo y sus gentes, de nuestras raíces. Por ella me gustaba caminar en mi adolescencia, saboreando la sombra de los alcornoques o admirando las vistas del valle.

El camino parte desde la comarcal atravesando dos grandes canchos, horadando desde el principio el alma de la tierra. Por eso, en venganza, la tierra lucha por recuperar ese terreno con zarzas y matorrales, rocas a veces caídas desde lo alto,  socavones producidos desde el interior, intentando que la carretera vuelva a su ser agreste y natural, siempre sin conseguirlo.

Poco antes de llegar a su destino la carretera describe una curva pronunciada, tras la cual se muestra el pueblo por primera vez al viajero, con sus casas encumbradas en la ladera, blancas y pardas, nuevas y viejas… Asomado a esa curva hay un pequeño grupo de alcornoques, una de las pocas zonas de la carretera que tiene espacio a los lados de la misma. Bajo la penumbra de los árboles hay un tronco caído, colocado para que las parejas que caminan hasta aquí tengan un lugar cómodo en el que susurrarse los secretos. Unos metros más allá, alejándose del pueblo, mana entre helechos un limpio y claro manantial, en el que muchas tardes apagué la sed y borré el sudor de mi frente.

Apenas a unos pasos de la fuente hay un trozo de terreno soleado y sin arbustos, flanqueado por un lado por la valla de piedra que marca la propiedad de las zonas altas, y por otro por la marca gris y caliente de la carretera. En esos pocos palmos de tierra, alimentados por el hilo de agua que baja desde el manantial, es frecuente ver flores de corta vida pero de vivos colores.

En mis recuerdos destaca una tarde de verano, con el sol a mis espaldas, mientras caminaba por el arcén absorto en mis pensamientos de adolescente retraído y solitario. Mientras mi mente vagabundeaba por quién sabe dónde, mis ojos repararon en un destello de color sobre el terreno. Me acerqué, y pude ver un pequeño ramillete de flores de un color rojizo casi rosa, y un olor suave y característico.

La imagen es clara en mi memoria. He visto a esa diminuta flor muchas otras veces, tanto en mis paseos como en fotografías, incluso la recolecté en su día para mi herbario estudiantil. Me enteré entonces que lo que mis mayores llamaban hiel de la tierra, por su sabor amargo, era una planta medicinal de uso antiguo, que se empleaba para curar la inapetencia, los parásitos intestinales o la diarrea, y que en la actualidad es un componente de muchos medicamentos, bebidas y colorantes…

Sin embargo, para mí siempre tendrá un significado especial. Gracias a ese ramillete de flores rosadas que apareció ese día en mi visión fui consciente por primera vez del color del mundo. Gracias a la sensación que su vivo colorido tuvo en mi mente juvenil, pude después descubrir y apreciar verdes, añiles, amarillos, naranjas… Los pétalos de delicados tonos rojizos me hicieron cruzar la puerta a un nuevo mundo de sensaciones, me abrieron los ojos al colorido de la vida.

2 comentarios:

El viejo farero dijo...

No sabes cómo te entiendo. Hace poco escribía en mi blog sobre mi primer recuerdo del mar: era su olor. Ese olor a sal en el aire es para mi algo semejante al color de esas flores junto a la carretera del que tú hablas.

Siempre me ha gustado la carreteras estrechas que van a pueblos pequeños, tal vez porque son más solitarias, tal vez porque me alejan de las ciudades... Estoy deseando que llegue el otoño y las primeras lluvias para escaparme al campo a oler a tierra mojada, para ver a los árboles llorar...

Un abrazo desde Andalucía.

Candas dijo...

La verdad es, que el nombre de la flor invita al título de un libro ;)