viernes, junio 14, 2013

El ermitaño: día uno

Varón, caucásico, treinta y cinco años, estatura media, complexión fuerte, pelo corto y moreno.... Posiblemente el informe policial de esa noche empezara de esa forma, aunque no puedo saberlo. Humano, enfermo, solo. Así, en cambio, es cómo me percibirían los vigilantes del bosque cuando llegué. La cabaña era apenas un techo con cuatro paredes agujereadas, por las que entraban el aire, el frío y la luz. En ese momento entendí aquel dicho de que ver una araña no es nada, lo malo es cuando no las ves...

Llevaba provisiones para varios meses: comida enlatada, herramientas, útiles varios... y lo primero que hice al llegar fue beberme la mitad de mis existencias de vino. Desperté varias horas después, con la boca pastosa, tumbado en el suelo en medio de mis propios desechos y con un dolor de cabeza del tamaño de una catedral. A mi lado había ramas, hojas, musgo, millones de insectos recorriendo el suelo, vida al fin y al cabo.

Esas primeras semanas fueron horribles y maravillosas. Durante el día trabajaba duro en recomponer un poco lo que había escogido como mi lugar de vida, tapando agujeros, limpiando escondrijos, preparando baldas y armarios donde guardar mis enseres, rompiendo mi ropa y mi piel gracias a mi torpeza en los trabajos manuales... En las noches me sentaba en una silla en el claro frente a la cabaña, al principio con una copa de vino, luego intentando fumar en pipa (aunque lo deseché a los dos intentos, nunca he fumado y no tenía hábito) y finalmente salía con mi propio cerebro. Durante horas escuchaba los ruidos del bosque, oyendo lo que el silencio me quería decir, viendo cómo se movían las estrellas mientras mi cabeza se iba aclarando y al mismo tiempo llenando de pelo.

Cuando llegaron las primeras lluvias tenía un techo sólido y un suelo seco para resguardarme, y cuando las nieves alcanzaron al bosque mi chimenea estaba bien alimentada y me mantenía caliente durante el día. Para entonces mi reserva de alimentos se había incrementado con frutos silvestres, miel y pescado seco, mis manos se habían encallecido, mi piel estaba curtida por el sol y el viento, y mi mente serena por primera vez en muchos años.

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