martes, noviembre 23, 2010

Aún quedan días

Faltaba una hora para que el sol se hundiera en el horizonte, y Viktor ya había revisado el generador y llenado los depósitos de aceite y gasolina en el nivel inferior. Antes de continuar con su rutina, salió un momento al exterior para fumarse un cigarro, como hacía todos los días a la misma hora. Las olas rompían contra la base del acantilado, y las oscuras nubes que llegaban del este presagiaban una gran tormenta esa noche, tormenta que se ya anunciaba en fuertes rafagas de viento. Viktor se abrochó otro botón de la zamarra, cubriendo el calor del cigarrillo con sus manos, mientras miraba hacia el horizonte con los ojos vacíos.

Volvío a la sala de control, como le gustaba llamar al pequeño cuarto donde conservaba sus herramientas y los repuestos eléctricos, y giró el interruptor. El rugido del generador compensó sus esperanzas, al mismo tiempo que le llegaban los familiares crujidos y soniquetes metálicos del piso superior.

Una vez pasaron unos minutos, y el sonido constante del generador le inspiró la suficiente confianza, subió por la escalera de caracol de la torre hasta la habitación de arriba, donde anotó la hora de encendido en el gastado libro de rutinas: “6.45 pm, encendido. Viento Norte, 12 nudos. Aviso de tormenta”

El faro era una construcción centenaria, fuerte y sólida, que se había reforzado hacía pocos años, al terminar la guerra; su torre se veía desde muy lejos en días claros, y su luz y sirena eran bien conocidos en la costa. Estaba en una posición estratégica, marcando la entrada de la bahía y sus peligrosos escollos a todos los barcos que pasaran a menos de 15 millas, y más de una vez su sirena había alertado a un pesquero dormilón antes de estrellarse contra las rocas de la entrada. Viktor llevaba en el faro más años de los que le gustaba recordar, repitiendo siempre las mismas rutinas. Era un hombre alto, con mucha nieve en el pelo y unos pectorales que habían sido la envidia de todos en la Academia, antes de la guerra.

Una vez cumplidas las obligaciones del reglamento, subió por el fuste hasta la cámara de servicio, donde comprobó que la linterna giraba normalmente, asomado al balconcillo exterior. Desde allí vio como el sol se ocultaba bajo las aguas, y como un reguero de perlas se encaminaba hacia el puerto, conforme los pesqueros locales regresaban para buscar cobijo ante la tempestad que se avecinaba. El viento era ahora más fuerte, y su aullido al pasar por la torre le recordaba algunas escenas de su niñez, cuando en los frios inviernos su madre le arropaba mientras escuchaban al viento correr por la estepa castellana.

Con las primeras y gélidas gotas se retiró, bajando por el fuste hasta las dependencias auxiliares. Estas eran dos construcciones en piedra, con tejado de pizarra, que estaban adosadas a la torre del faro, y que constituían la vivienda y propiedad del farero, su casa. Allí, ante la chimenea ya encendida, se quito el pesado abrigo, y se dispuso a pasar otra noche de trabajo: el café ya hervía en la vieja cafetera de latón, la radio sonaba con voces de otros lugares y otros mundos, su perro meneaba la cola, acostado junto al hogar… Con una sonrisa, Viktor se sentó en la robusta mesa que le servía de comedor y escritorio, y abrió el libro.

2 comentarios:

Candas dijo...

Viktor Alonso Pulido!
El farero de Punta Candieira!!

Paine dijo...

Eres increíble! Tienes un TALENTO que SUPERA LAS EXPECTATIVAS. Te felicito de nuevo. Me encantó, la descripción es tan buena que parece que estuviera viendo una película, creo que hasta podía sentir el viento. Y la parte del cigarro, me imaginé a mi papá cuando fumaba, se cual es ese gesto. Simplemente hermoso.