domingo, julio 03, 2011

Y cada amigo es la familia que escojemos entre extraños

Caminaban por la playa, descalzos sobre la línea de la marea. Ella, apoyada en el hombro de él mientras entrelazaban los dedos de las manos, aún temerosa de que aquello fuese un sueño.
 
Se había presentado de improviso en su casa esa misma mañana. La noche anterior habían estado hablando por teléfono, como hacían casi todas las noches desde aquella primera vez en la estación de autobuses. Las conversaciones se habían hecho más y más íntimas en los últimos meses, hasta que uno de los dos dio el paso y se atrevió a poner sus sentimientos por escrito. Muchas horas de conversaciones habían seguido a ese primer “te quiero”, pero la dificultad física de verse siempre les producía angustia y pesar.

Él había llamado temprano. Ella había cogido el teléfono con miedo, pensando en que algo le había pasado.

“¿Estás en casa?” había preguntado él, apenas sin tiempo para saludarse.

“Sí, claro. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?” respondió ella, asustada por el tono de su voz, tan distinto, tan diferente al amoroso y tranquilo de todos los días.

“¿Me abres la puerta?” dijo él, por toda respuesta.

Estaba allí, con una pequeña mochila roja a la espalda, frente a la puerta de su casa, esperando que ella le dejara entrar. En la mano llevaba una de las rosas que crecían en el jardín, la sonrisa pícara en el rostro, los ojos alegres, el corazón galopando… Ella salió a su encuentro con lágrimas en los ojos, no pudiendo creer lo que estaba sucediendo. Se abrazaron con fuerza, amantes que no se veían en mucho tiempo, sus bocas se buscaron y encontraron, sus manos recorrían el cuerpo del otro como queriendo comprobar que efectivamente era cierto, estaban juntos, por fin…

Varios minutos después, tal vez una eternidad, las manos de él seguían acariciando su cintura, besando su rostro, rozando su cuello... Se miraban a los ojos, él completamente perdido en el verdemar intenso y sereno de ella, ella bebiendo del amor inmenso e incuestionable que emitían los de él. Mientras las manos de ella le acariciaban el pelo de la nuca, él perdía las suyas abrazando su rostro y volviendo a atraerla hacia sí, para buscar de nuevo sus labios, esos labios que le daban vida y muerte.

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