martes, septiembre 06, 2011

Vestir el aire que respiro

Todos los años, cuando llegaba el mes de septiembre, el abuelo encargaba una carga de leña al viejo leñero de la carretera. Para los nietos era la señal de que se acababa el verano, de que pronto vendrían nuestros padres a buscarnos para regresar a la ciudad, a la escuela y a la rutina diaria.

Sin embargo, la llegada de la carreta de la leña siempre era un espectáculo para los más pequeños, y, consciente de ello, el abuelo hacía la compra de combustible para el invierno mucho antes de lo habitual, haciendo que sus nietos disfrutaran de una última diversión antes de su partida. 

Todo empezaba cuando veíamos como el gran caballo de carga se acercaba subiendo por la calle Alta hacia la casa, con el tintineo de sus campanillas, sus lazos de colores, y el leñero y su ayudante subidos en el carro. Todos nos asomábamos al balcón de la primera planta, desde el que observábamos al abuelo hablar con el comerciante, inspeccionando el cargamento y dando finalmente su visto bueno. Entonces comenzaba el trajín. El carro subía por el pavimento hasta llegar a la esquina con la calle del Cura, en un nivel superior. 

La casa del abuelo estaba situada en una zona del pueblo en pendiente, y eso le daba acceso a tres vías distintas. La calle Alta nacía en la carretera, varias decenas de metros por debajo del nivel de la casona, y subía hasta el lavadero comunal que se encontraba a unos metros por encima de nosotros, pasando por delante de nuestra entrada principal. Todas las mañanas escuchábamos a las mujeres subir con sus cestos de ropas hasta el pilón, y por las tardes su animada y cantarina charla podía oírse desde la casa. En los veranos la abuela nos dejaba acompañarla, quitarnos los zapatos y meternos en una de las pilas, donde el agua helada que llegaba directamente de un manantial en la montaña nos refrescaba los pies. En los días de mucho calor, a los más pequeños nos desnudaba completamente y nos dejaba jugar en la última de las piletas, donde el agua no estaba tan fría, y allí pasábamos el rato hasta que la abuela terminaba de lavar.

En el nivel más bajo estaba la calle Santa Cruz, prácticamente una bocacalle de apenas unos metros de longitud en la que se abrían tres o cuatro casas, y a la que daban las puertas de nuestros establos, situados en el piso inferior. Ese callejón, que nosotros llamábamos la “calle pequeña”, ofrecía un lugar perfecto para jugar en las tardes de agosto, con la sombra de las casas cubriendo todo su recorrido, y protegidos de cualquier peligro por su estrechez y falta de salida. Solíamos divertirnos con la pelota o practicando el tejo, junto con los hijos de los vecinos, mientras la abuela nos miraba desde el balcón del primer piso, cosiendo o hablando con alguna de las vecinas.

Finalmente, por la parte alta de la casa pasaba la calle del Cura, llamada así porque a unos pocos cientos de metros estaba la iglesia y en el lateral que daba a esta travesía se abría la residencia del párroco. Por esta vía se accedía al piso superior de la casa, que tenía en ese nivel una pequeña entrada de madera y adobe que solamente se usaba en esta época del año. Esta puerta era el paso al amplio desván de la casa, la forma más cómoda de llevar alimentos y enseres a esta pieza.

La carreta de la leña subía dificultosamente los últimos metros de la calle y luego giraba para entrar por la del Cura, quedando así preparada para dejar los troncos y sacos de astillas en nuestro ático. Los nietos subíamos corriendo al desván, haciendo ansiosos la fila para poder escalar por la estrecha escalera de madera que lo comunicaba con la cocina del primer piso, única forma de acceder desde el interior de la casa. Allí, iluminados por los agujeros que dejaban entrar la luz a través del techo, veíamos como el leñero, el abuelo y su ayudante bajaban los troncos de encina, alcornoque, castaño y roble, y los iban dejando en la parte más cercana del desván, junto con los sacos de virutas y maderos pequeños que la abuela usaría durante el año para encender la vieja cocina de hierro.

Los rayos de luz de la tarde dejaban estelas de puntitos luminosos en el polvo del desván, que se movían como ondas marinas cuando uno de los adultos los atravesaba. Nosotros seguíamos esos movimientos mientras aspirábamos todos los aromas que se concentraban en ese lugar mágico, al que pocas veces podíamos subir: el humo de incontables inviernos, pegado a las paredes y pilares; los olores de la matanza del año pasado, colgando de ganchos de hierro; el orégano recién cosechado por San Lorenzo, que tomaríamos durante todo el año como infusión para protegernos de los catarros; el aroma de los botes de café, pimienta, pimentón, canela y otras mil especias que la abuela conservaba allí; el óxido de perolas y ollas de hierro; el perfume del sol y del aire que llenó nuestra infancia…

2 comentarios:

Candas dijo...

Gracias Huelquén, porque con el realismo de este relato, he pasado de la mano un verano contigo en esa casa familiar y su entorno.

Teo dijo...

Algún día esa casa volverá a ser lo que era, y entonces te mostraré los rincones de mi niñez, Candas.