jueves, abril 11, 2013

Miradas de gato

La arcada le sacó del sueño como se arranca una mala hierba, con fuerza y sin avisar. Casi no tuvo tiempo de girarse hacia un lado, su cerebro apenas era aún consciente de dónde se encontraba mientras la bilis subía por su garganta y se esparcía por el suelo de la habitación, dejando pequeños dibujos rojos que contrastaban con el solado de barro de la pieza.

Diez minutos más tarde, con la camiseta mojada por el esfuerzo, la garganta enrojecida y doliente, pudo tumbarse de espaldas, dejando que su cuerpo se serenase tras el ataque. Había sido el tercero de la semana, cada vez eran más frecuentes y las medicinas que el doctor le daba no parecían tener efecto. Sentía como la enfermedad se arrastraba en su interior e iba ganando poco a poco, célula a célula, el control de su cuerpo sin que él pudiera hacer nada para detenerla.

Se levantó con las costillas doloridas, haciéndolo más por cambiar de posición que por ganas de levantarse. Lentamente se dirigió al baño, donde tomó vaso tras vaso de agua, intentando hacer desaparecer ese regusto a infierno que le llenaba la boca. Se lavó con lentitud, haciendo que sus músculos volvieran a funcionar uno a uno. El espejo le devolvió la misma cara que siempre, el pelo sudoroso y pegado al cráneo. Una ducha rápida le devolvió parte de su humanidad, y mientras se secaba preparó un poco de café.

El gato le miraba sentado en la silla de la cocina. Desde que lo había ‘adoptado’ se había acostumbrado a esperarle en ese lugar por las mañanas, consciente de que el hombre siempre le pondría un platito de leche tibia o unos restos de comida. La mirada del animal le ayudó a recuperar completamente la vigilia, y se dispuso a tomarse el café mientras escuchaba las noticias en la radio.

Aquel día le apetecía un poco de azúcar moreno, un grano de caña que había traído de Portugal en uno de sus últimos viajes, y que guardaba como oro en paño en una de las repisas superiores. Al alcanzar el bote de vidrio en el que conservaba el dulce néctar, un mal movimiento hizo que estuviera a punto de tirar la repisa. Con el golpe, toda la tabla se estremeció, y una hoja de papel cayó flotando lentamente hacia la cocina.

El hombre, después de maldecir y sobarse un poco en el lugar de la contusión, se fijó en ese trozo de papel, una vieja fotografía. Al levantarla y darle la vuelta su corazón se paró. Pensaba que se había deshecho de todas sus fotos, no esperaba encontrarla mirándole, alegre, con esa media sonrisa que tenía cuando estaba disfrutando mucho… Era ella, sentada en una butaca en el bar Paysandú, en Montevideo, la noche en la que le pidió que se casaran. Llevaba ese vestido tan ligero que se ponía en las noches calurosas y una copa en la mano. Habían estado hablando de cosas banales, él nervioso con el anillo quemándole en el bolsillo de la americana hasta que en un momento de la conversación lo puso encima de la mesa y, cogiéndola de la mano, la pidió matrimonio. El fotógrafo había estado rondando por allí, como le había pedido, y tomó la fotografía instantes después de que ella dijera que sí.

Los años habían pasado por la imagen igual que por él, y el brillo de su papel se había perdido. Sin embargo, a través de sus lágrimas, él seguía viendo el brillo en los ojos de ella, esa media sonrisa que tenía cuando se sentía enamorada…

El gato miraba al ser humano, indeciso, su plato de leche aún vacío mientras el hombre lloraba por el amor perdido, por la vida desperdiciada, por todo aquello que le  había llevado a ese pueblo, tras una eternidad buscando una paz que no había encontrado en otros lugares, buscando hasta que ya no pudo más y dejó de hacerlo.

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