martes, diciembre 28, 2010

No me cansaría de ser tu batalla diaria

Me llamo María. En realidad no es mi verdadero nombre, pero comprenderán que no quiera que se sepa. Tengo 39 años, y estoy casada hace hace más de 20 años. Mi vida sentimental siguió los mismos patrones que las de otras muchas chicas de mi edad: me educaron en un colegio de monjas, y a pesar de todos sus desvelos, me eche novio en cuanto terminé el colegio, uno de esos chicos malos que había en el barrio. Con él perdí la virginidad y mucha de la inocencia que me habían dejado las hermanas Ursulinas. Luego conocí al que es ahora mi marido, empezamos saliendo en pandilla con otros amigos del barrio, luego tuvimos algunas citas a solas, al cine, a algún concierto, y al poco tiempo ya nos estábamos morreando en su coche o en el parque. Nuestra relación tuvo sus altibajos, lo dejamos un par de veces, pero al final nos dimos cuenta de que nos encontrábamos más a gusto el uno con el otro que separados y decidimos hacernos novios formales. Seguimos saliendo mientras él iba a la Universidad, y al acabar los estudios entró como pasante en un bufete de abogados que debía algunos favores a su padre, mientras yo trabajaba en un banco como administrativa. Poco tiempo más tarde nos casamos y nos convertimos en una pareja de lo que llamábamos pequeñoburgueses en nuestra época universitaria.

Mi relación con Juan (tampoco es su nombre real) es buena, nos conocemos muy bien y sabemos cómo soportar nuestras pequeñas manías. Por desgracia no podemos tener hijos. Juan es un buen hombre, reservado para sus cosas pero muy divertido y alegre cuando se lo propone.

Todo comenzó una tarde de verano, cuando ya se acababan las vacaciones, y yo apuraba los días de playa, con el fin de obtener un bronceado más intenso, que provocara la envidia de mis compañeras de oficina. No es por echarme piropos pero aún tengo un buen tipo: unos pechos firmes, no muy grandes, un vientre casi plano, una cara agradable con una (me han dicho) bonita sonrisa. Vamos, que en bikini aun soy capaz de levantar algunas miradas, y otras cosas más…

Ese día estábamos en la playa, cerca del hotel en el que nos alojábamos, y Juan había decidido ya abandonarme por una cerveza bien fría en el chiringuito, mientras yo terminaba de hacerme por un lado y me daba la vuelta para el siguiente. Normalmente leo, escucho música o dormito en esos lances, pero aquel día me dio por mirar hacia la playa. Y entonces le vi. Surgiendo de las aguas, como un Venus Afrodito, apareció el mejor cuerpo que había visto hasta entonces: un muchacho alto, de pecho ancho y brazos torneados en el gimnasio, unos grandes pectorales y (según pude comprobar más tarde) duros como piedras, igual que sus abdominales, con unas piernas fuertes y largas. Me sorprendí a mi misma deseando que se diera la vuelta para poder admirar el resto de su anatomía, que un escotado tanga dejaba más que adivinar.

Debió ser la fuerza de mi pensamiento, porque el caso es que giro su cabeza hacia mí y sonrió, dejando ver unos dientes blanquísimos en una mandíbula de acero. En ese momento la temperatura en la arena a mi alrededor debía estar cerca del punto de cocción porque yo sentía mi cara completamente ardiendo, pero no podía dejar de admirar su hermoso cuerpo, ni apartar la mirada del cacho carne que le salía por…

¡¡María, ¿está ya la comida?!! No sé qué coño haces escribiendo tanto, parece que estés haciendo caligrafía. Anda, ponme la mesa que tengo que irme a ver el partido con los amigos al bar de Luis.

María dejo el lápiz sobre el cuaderno, y comprobándose los rulos, fue a poner la mesa a su marido. Mientras le servía las patatas, bajo el murmullo de la tele, pensaba en la continuación de su relato y trataba de que no se asomara la sonrisa en su cara.

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