jueves, julio 28, 2011

Descalzos por el parque

Sancho no recordaba haber visto una doncella tan bella, ni siquiera en la casa de su padre, allá en el norte. Para evitar sufrir el calor del día, la joven había entrado en el gran salón del castillo vestida con un sencillo y ajustado mofarage de lino blanco, bordado con tiras de seda roja y oro en mangas y cuello, que marcaba su talle y realzaba su figura. Tenía la cabeza cubierta con un tocado de fina tela negra; cuando su tío le hizo un gesto, ella se levantó el delicado velo que hasta ahora le había protegido de la vista de los hombres de la corte.

Unos ojos del color del cielo devolvieron la mirada al señor de la villa, ojos que destacaban en un rostro ovalado y delicado, con unos labios llenos y bien formados, una nariz respingona y una piel blanca y suave. La muchacha bajó la vista, avergonzada y azorada por la presencia de todos esos hombres, pero el efecto ya estaba hecho: Sancho sentía el deseo correr por su sangre, sus venas palpitaban y no podía dejar de contemplar las tiernas curvas de la joven. Sus ojos se cruzaron con los del enviado musulmán y ambos se entendieron sin palabras, el trato estaba hecho: la doncella sería la concubina de Sancho y éste no atacaría al reino de su padre con sus mesnadas.

En un rincón del gran salón, separado del resto de nobles y gente de la casa, el padre Martín veía cómo su señor cerraba el trato con los infieles, y levantando su mirada al cielo deseó con todas sus fuerzas que ese acuerdo no tuviera éxito. Mientras se santiguaba observó con cautela a la joven árabe, aún en el centro del salón y con el rostro descubierto. Años más tarde, ya anciano y retirado en un monasterio de León, el viejo clérigo recordaría ese momento como el inicio de un largo camino personal hacia la luz…

1 comentario:

Candas dijo...

" Con la iglesia hemos topado..."