jueves, octubre 07, 2010

Sombras de la memoria

El frío era lo que más recordaba. El abuelo le había hecho ponerse la bufanda al salir del hospital, y la lana le picó durante el trayecto en metro hasta la estación de autobuses, y un buen rato más. Pero ahora agradecía la insistencia de su abuelo. La mayoría de los viajeros se habían ido bajando en las paradas anteriores, y ya sólo quedaban ella y su viejo acompañante. Mientras el autobús tuvo suficientes pasajeros el ambiente estuvo caldeado, pero el frío que entraba por las ventanas mal cerradas se estaba adueñando del vehículo. Se acurrucó un poco más en su abrigo, demasiado grande para una niña de su edad.

No recordaba el accidente, ni muchas cosas que pasaron después. En el hospital le dijeron que era normal, que iría recobrando sus recuerdos con el tiempo, que iría sanando. Pero ella sabía que hay heridas que no se cierran, que los años no pueden curar. Tal vez las secuelas físicas desaparecerían pronto (los niños se recuperan enseguida, había oído decir al doctor, cuando pensaban que dormía), pero los cortes en su alma seguirían con ella muchos años...

No recordaba el golpe. El abuelo había sido amable con ella; él y la abuela estuvieron junto a su cama durante la larga convalecencia, contándole historias de la familia, de su antiguo linaje, y de lo bien que se lo pasaría en el pueblo, con ellos. Años más tarde se dio cuenta de que no mencionaron a sus padres ni una sola vez en todo ese tiempo.
No recordaba la cara del hombre. La abuela estaba esperándoles cuando se bajaron de la tortuga en la plaza, frente a la iglesia vieja; su sonrisa y buen humor siempre le gustaron. Fueron de la mano por la calle Alta, mientras el abuelo se paraba a charlar con un vecino; alcanzó a escuchar "pobrecita" antes de cruzar la esquina y empezar la ascensión hasta la plaza, de la que salía la calle que llevaba a la casa de los abuelos.

No recordaba el disparo. La casa era acogedora, su habitación tenía un pequeño balcón que daba al pilón; por la mañana le despertaban las voces de los arrieros llevando a las bestias a abrevar, la siesta veraniega era amenizada con las conversaciones de las muchachas que iban a llenar los botijos con el agua siempre helada que manaba del caño.

Allí terminó de recuperarse, poniendo algo de carne en sus huesos, como le decía la abuela, restañando las heridas más superficiales de su alma, liberando su espíritu en los largos paseos con el abuelo y sus cabras. Y un día de otoño, sentada en una piedra calentada por el sol de la tarde, recordó.

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