jueves, noviembre 17, 2011

Memoria en sepia

Recuerdo a mi abuela como una persona pequeña y eternamente vestida de negro, siempre a la sombra de mi abuelo, un hombre grande para los estándares de un niño de diez años. En el álbum familiar hay una foto de ella conmigo en brazos, cuando yo debía tener unos pocos meses de vida. Contrasta en el blanco y negro de las fotos antiguas el tono oscuro, siempre de riguroso luto, que llevó durante gran parte de su vida con la luminosidad que tenía mi ropa de bebé; estamos los dos frente al muro de la tía Tomasa, en la carretera, entonces un simple camino sin asfaltar, y ella tiene el gesto serio que tienen nuestros mayores cuando se retratan…

El otro día me acordé de ella. La veo sentada en su casa, la gran casa familiar de varios pisos, acomodada en el sol de la tarde en otoño, detrás de los cristales del balcón, observando a la gente pasar por la calle. Ahora me preguntó qué vería realmente, si tal vez sus ojos estaban mirando otras calles, otras personas, otras añoranzas...

No tengo mucha información sobre ella, desgraciadamente la perdí cuando aún no tenía edad para interesarme en las historias familiares, y luego… En mi memoria andan descolocados algún retazo de conversación oída a mis mayores, algo que descubrí revisando viejos legajos en el archivo parroquial, datos que he ido leyendo o escuchando en estos años. Una mujer joven, huérfana, con un tío eclesiástico que estuvo a punto de llevarla a América, cuando el continente era aún un lugar de esperanza para nuestra gente; una mujer que debió llevar una vida dura, en una casa pequeña y lejos de todo, en una época de penurias y desgracias.

Me la imagino unos años atrás, cuando, de la mano de mi abuelo, llega a la casa que han construido en el pueblo. Una casa grande, con muchas de las comodidades que la vivienda del campo no tenía, incluido el primer cuarto de baño de la localidad. Me la imagino durmiendo esos años en aquel cuartito en el que descansaban los dos, una cama y apenas un par de sillas, sin ventanas, con la puerta frente al hogar. Me la imagino, en fin, durmiendo y viviendo sola durante sus últimos años, tras la muerte del que fue su amigo y marido, siguiendo una rutina que muchas otras mujeres hicieron antes que ella: cocinar, lavar, limpiar la casa, esperar la visita esporádica de hijos y nietos, conversar con las vecinas, mirar en la tarde hacia el sol poniente, en el que se reflejaban aquellas sensaciones que habían vivido, tal vez recordando el olor de las flores en su puerta o el sonido del arroyo bajando por un costado de la casa. Tal vez, pensando en ese nieto que vive lejos, y que la extraña con todo su corazón…

3 comentarios:

Candas dijo...

:)Es muy bonito lo que has escrito. Seguro que a ella le hubiese gustado leerlo, o mejor, que se lo hubieses leido tú.

Paine dijo...

Precioso.

Teo dijo...

Merci !