sábado, marzo 19, 2011

Me uno al viento que va hacia ti

“Nunca sabes dónde se puede encontrar tu destino, el amor puede aparecer detrás de cualquier arbusto, la felicidad precedida de un perdón…”

Las palabras penetraron en su mente, y al instante las hizo suyas. Los postes telegráficos seguían pasando monótonamente, marcando el espacio y la velocidad de un tren que tomaba casi todos los días, volviendo a casa desde el trabajo.

Había encontrado el libro en una librería de viejo, en la cuesta Moyano, entre un montón de volúmenes de autoayuda y economía. Le llamó la atención de inmediato, su colorida portada destacando entre las grises y funcionales de los otros libros, con las letras en un hermoso oro, ya descolorido por el sol y el uso: “Amor a distancia”. Al principio había pensado que se trataba de una novela romántica, de esas que tanto parecían proliferar actualmente, y había seguido buscando por las librerías de la cuesta algún libro que llevarse a casa. Era un lector empedernido, pasaba mucho tiempo cada día en autobuses y trenes, casi siempre solo, y aprovechaba esos ratos para leer.

Llegó hasta el final de la cuesta, ya a la vista de la entrada del Parque del Retiro, y como hacía siempre, desanduvo el camino recorrido, ya con las ideas claras sobre lo que quería comprar: una novela histórica, el segundo tomo de una saga que estaba iniciando, un viejo volumen de crónicas de viajes… Cuando llegó al puesto de saldos, el brillo de la portada volvió a llamar su atención. El libro se encontraba ahora encima de la pila de ‘todo a 500’, su dorado título iluminado por los rayos de la mañana de domingo madrileña. Lo cogió, un tanto avergonzado, y comenzó a hojear sus páginas.

No era una novela romántica, como había temido, por lo que pudo leer, párrafos aquí y allí, mientras comprobaba que todo estuviera correcto. Si bien el ejemplar parecía en buen estado, le faltaban las hojas iniciales, aquellas en la que aparece normalmente un prólogo o los datos editoriales, pero las correspondientes a la historia parecían estar completas. No fue hasta que hubo pagado y bajaba hacia la estación de Atocha que se dio cuenta de que el nombre del autor no aparecía tampoco en la portada.

Comenzó a leerlo mientras esperaba el tren en el andén 3, bajo la bóveda de metal de la vieja estación, sentado en un banco de madera que había visto mejores tiempos. La historia le atrapó de inmediato, como si alguien la estuviera susurrando a su oído, una historia que parecía ser la suya propia desde las primeras palabras: “Juan nunca se consideró digno de ser amado, su infancia había sido tan dolorosa que no se permitía albergar sentimientos hacia nadie, para evitar el dolor de la pérdida que él consideraba inevitable…”

Perdió el tren y tuvo que esperar al siguiente, 40 minutos más tarde, y también perdió ese. Las palabras que emanaban de ese libro le llegaban directamente al corazón, inundándolo de una suave melancolía, al mismo tiempo que restauraban recuerdos largo tiempo dormidos. Recordó (o leyó, nunca supo qué pasó en realidad) a aquella muchacha que le gustaba en sexto grado, y los celos hacía su compañero de pupitre cuando descubrió que las miradas de ella no eran para él; volvió a ver a aquella profesora que con sus largas piernas, faldas cortas y provocativos escotes había aparecido para despertar su sexualidad; se encontró de nuevo sentado en la terraza de aquel bar, cuando la que sería su primera mujer le tomó de las manos y le declaró su amor; sintió de nuevo el remordimiento y la culpabilidad, cuando años más tarde le abandonó entre reproches y gritos, por su falta de compromiso; vio pasar por la historia (¿o eran sus recuerdos?) las distintas parejas de noche o fin de semana, con las que conseguía saciar su sexualidad urgente, pero que no le aportaban nada emocionalmente… No pudo, sin embargo, dejar de leer en todo el trayecto, ni durante el breve recorrido desde la estación a su casa, de pie en el atestado autobús urbano, con una mano en el pasamanos y con la otra sosteniendo el libro que ahora devoraba con atención.

Esa noche, madrugada ya, después de varias horas de lectura ininterrumpida, terminó el libro, llegando a la última página con la sensación de haber estado hablando con un viejo amigo durante todo ese tiempo, repasando una vida, la suya, que se había caracterizado por la soledad y el aislamiento.



Lo descubrió la señora de la limpieza, al llegar el lunes para hacer el aseo habitual. Estaba en la cama, con un libro en la mano, parecía dormido, pero la frialdad de su cuerpo indicaba que hacía varias horas que había muerto. El forense no logró encontrar una causa no natural de muerte, y a los pocos días era enterrado en el cementerio local, con la presencia de unos pocos amigos y familiares. No dejó testamento, por lo que sus bienes fueron a parar al pariente más cercano, un sobrino que apenas conoció a su tío, y que lo primero que hizo fue malvender la gran cantidad de libros que se encontró en el piso, deseoso de reformarlo y alquilarlo por una buena cantidad.

“Amor a distancia, autor desconocido, le faltan varias páginas del principio” cantó el ayudante del librero, mientras este tomaba nota para hacer el inventario del lote de libros que acababa de adquirir procedente de una herencia.

“Ese, directo al cajón de saldos”

1 comentario:

Candas dijo...

"¡Ojalá que a todos nos antecediera en el mundo una historia de amor!"

Don Snyder.