viernes, octubre 21, 2011

Una siesta y el olvido

Bebió un largo trago antes de pasar la botella al compañero. La noche era fría, y los agujeros en las mantas le quemaban la piel, necesitaba el falso calor que le proporcionaba la bebida, hoy más que nunca. Mientras el resto de vagabundos se confortaba con el alcohol, él se hundió aún más entre los montones de harapos y cartones que constituían su único hogar e intentó conciliar el sueño. No había vino suficiente para que acabara borracho, y la cabeza le ardía, arrancando ligeros quejidos a sus labios. Vio como el polaco le observaba por un instante, antes de volver la mirada indiferente hacia la posición de la botella; sabía que codiciaba su abrigo, y se arrebujó aún más en él.

La fiebre le hizo delirar. Imágenes y sensaciones de días pasados le rondaban la cabeza, intentando salir de su cerebro: el calor agrio del refugio bajo el puente, el tacto suave de aquella tela que encontró en el vertedero, el sabor fuerte y reconfortante de la sopa de las hermanitas, el dolor cuando se cayó y se rompió la cadera, la sensación de la lluvia de verano en su cara…

Acababa de despertar en una radiante mañana de domingo. La tibieza de las sabanas le llamaba y le prometía placeres temporales si se demoraba un poco más, pero él se levantó y corrió hacia la cocina, donde su madre se afanaba en prepararle el desayuno especial. Era su cumpleaños y sabía que ella estaría haciendo un pequeño pastel para comerlo luego juntos. Le sorprendió la frialdad de la cocina, normalmente siempre cálida y luminosa cuando su madre estaba en ella: no había fuegos encendidos, la habitación estaba en penumbra… Vio a su madre sentada en la mesa que usaban para comer a diario, una botella de vino a su lado, un vaso medio vacío en su mano, sus hombros moviéndose espasmódicamente con el llanto…

El movimiento de su compañero le sacó de sus ensueños, notaba el frio en el lado que había dejado descubierto al gélido aire de la madrugada. Buscó con la mano unos trozos de cartón y plástico y se tapó como buenamente pudo. Sabía que ardía de fiebre, sentía su cuerpo hirviendo, pero su cerebro aún le decía que se protegiera del frio, como tantas veces le había dicho su madre…

El día había sido duro. En los muelles había conseguido un trabajo como porteador y tenía una semana de paga en el bolsillo. No era mucho, pero bastaría para acallar al casero por una temporada y poder pagar algunas de las cuentas más urgentes, al menos hasta que pudiera encontrar alguna otra cosa. El color le llamó desde el otro lado de la acera. No seguía su camino habitual, y por eso la tienda de flores atrajo su atención tan repentinamente. Lirios, gladiolos, siemprevivas, grandes manojos de margaritas, rosas… Apenas fue consciente de su compra, se gastó casi todo el dinero en un hermoso ramo de rosas rojas, fragantes y frescas. Sabía que esa belleza desentonaba con su traje raido y polvoriento, pero con ellas en la mano se sintió distinto, como si la belleza de las flores se le contagiase. Caminó con esa dicha durante unas cuantas calles, hasta llegar a su destino. Llamó, nervioso y con miedo. Le abrió la puerta una muchacha algo más joven que él, con el pelo negro recogido en un apresurado montón. Llevaba un mandil de tela cubriendo un vestido gris y anodino, pero para él en ese momento era la mujer más bella del universo. Tuvo su recompensa cuando vio las flores. Sus ojos esmeralda se iluminaron por un instante, mientras tomaba el ramo que le ofrecía con miedo, como si temiera mancharlo.  Acarició los pétalos con una mano temblorosa, acercó su nariz hacia ellas, aspirando su aroma, y su cara se iluminó al sonreír, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla…

El ruido del tráfico en aumento le despertó. Varios de sus compañeros de refugio ya estaban en pie, recogiendo las pocas y dispersas pertenencias que tenían. Alguien había reavivado el fuego que les había dado calor esa noche. La cabeza aún le dolía, pero era un dolor conocido, ya presente, ya hermano. Con trabajo, se levantó y se dirigió hacia el rincón que hacía las veces de improvisada letrina para esa comunidad. A su vuelta guardó sus trapos y cartones en un montón que puso en el lugar habitual, en su cabeza aún persistían las sensaciones del sueño. El polaco le gruñó algo en la distancia, y él respondió con un agitar de manos mientras se dirigía al terraplén que le llevaría, a él y a los otros vagabundos, de vuelta a la ciudad, a la búsqueda de comida, alcohol y olvido. Esa mañana, sin embargo, un capullo de rosa daba una nota de color a su raido y sucio atuendo, y una sonrisa se dibujaba en sus cansados ojos, tal vez lo único que le quedaba ya…

1 comentario:

Candas dijo...

A veces me he preguntado, si es muy delgada la línea que separa la 'cómoda' vida que llevamos algun@s, a la que describes (desde mi opinión, muy bién!) en este relato Huelquén, la de la vida en la calle, la dura vida en la calle, y solo pensar, que sé de sobra la respuesta, me entran escalofríos...
Detrás de cada 'cama de cartón', hay vivencias, malas experiencias, falta de cariño, de atención, problemas económicos...
Se me escapa el tema, mientras el personaje, como puede, olvida...
Es muy completo este relato, con la temporalidad muy clara, y la descripción perfecta. Muy bueno.