martes, enero 17, 2012

Príncipe negro

Era un hijodeputa. Educado, elegante, con una gran conversación, mundo, inteligente, pero un hijodeputa. Raven se había enamorado locamente de él a pesar de que el tipo no la hacía ni caso, y en ocasiones la había humillado delante de todas sus amigas. No le importaba. A veces había conseguido una mirada, una caricia, algo que su corazón etiquetaba como cariño verdadero, cuando en realidad no eran sino las migajas que quedaban de una pasión animal. Con eso se conformaba, y cuando sus amigas le preguntaban qué veía en aquel canalla, ella se limitaba a sonreír y levantar los hombros.

Había estado viviendo con él, sirviendo a todos sus caprichos y deseos, incluso los más depravados, casi tres años cuando descubrió las cartas. Estaban guardadas en uno de los cajones de su escritorio, sin ocultar, casi como si él supiera que ella nunca entraría en su sancta sanctorum, que siempre le dejaría un espacio para él, comprensiva y enamorada.

Las cartas estaban fechadas desde hacía dos años algunas, y todas ellas seguían el mismo patrón: una mujer se declaraba a su hombre, en algunas ocasiones después de un largo galanteo, y él les escribía correspondiendo su amor. Había todas las variantes: desde el deseo más desenfrenado, con crudas y obscenas descripciones, hasta el amor más platónico, con frases tiernas que parecían surgidas directamente del alma de su amante.

Las leyó todas, algunas varias veces, hasta que la cruda realidad le llegó como un mazazo. Hubiera podido soportar un desliz, un flirteo con alguna de las muchas mujeres que él conocía. En su candidez pensaba que su hombre a veces podía tener necesidades que ella no fuera capaz de satisfacer, y estaba dispuesta a perdonar. Pero la enormidad del engaño era demasiado, incluso para una persona ciega de amor como ella.

Esa noche, cuando él regresó de su ronda tras el trabajo no la encontró en casa. Tardó unos minutos en darse cuenta de que ella no estaba; era extraño, siempre lo recibía con los brazos abiertos, deseosa de su presencia tras la ausencia. Recorrió la casa y no la encontró. No se preocupó, para él era casi un mueble más de la casa, y la cena estaba dispuesta, como siempre, incluso le había abierto una botella de vino. Cenó tranquilamente, viendo la televisión y se acostó temprano, satisfecho de su vida.

Despertó con un tremendo dolor de cabeza, aún de noche, y enseguida notó que no estaba en su casa. Sus sentidos internos le decían que estaba colgado, fuertemente atado, en el exterior; hacía frío y, aunque lo intentó, no pudo mover ni un músculo. Poco a poco la claridad de la mañana fue en aumento y pudo reconocer el lugar en el que estaba. Se encontraba colgado de una de las ramas de un viejo roble, en el jardín de una propiedad rural que usaba habitualmente para los encuentros furtivos con sus amantes. Volvió a intentar liberarse, ya con la cabeza más despejada, pero se dio cuenta de que estaba atado fuertemente.

Moviendo la cabeza hacia abajo pudo distinguir varias figuras, confusas al principio, pero luego inequívocamente claras: eran las mujeres que había engañado en los últimos años: Stephanie, Marie, la pequeña Cindy, incluso la secretaria que había seducido en el trabajo… y junto a ellas Raven, la mujer con la que convivía.

"¡Qué hacéis, locas, soltadme!" dijo con una voz pastosa que incluso a él sorprendió.

"No," dijo Raven, adelantando un paso hacia él. "Te has servido de nosotras para hacer tu vida más fácil, usando nuestros cuerpos y nuestras almas a tu antojo, sin tener en cuenta lo que nosotras sentíamos. Ahora es momento que hagas tu vida solo."

"Pero qué dices, puedo explicarlo todo…"

"Seguramente. Por eso te hemos traído aquí, a este lugar que tan bien conocemos todas, donde podrás explicar todo lo que quieras. Nadie podrá oírte. Nadie vendrá en tu ayuda. No podrás embaucar a nadie más."

Y dándose la vuelta, algunas del brazo de otras, sin lágrimas, decididas, el grupo de mujeres desapareció en la bruma de la mañana, dejando al hombre gritando obscenidades y bamboleándose en su capullo de cuerdas.

4 comentarios:

Candas dijo...

Madre mía, madre mía, madre mía...
Pienso que esta vez ni el adjetivo 'precioso' te salva...

Candas dijo...

Jajajajaaaaaa... (perdón!!), pero es que, cuanto más lo leo, más ganas me entran de decir: '... y al tercer día resucitó de entre los muertos...'

Teo dijo...

Bueno, bueno, no hagamos sangre, que todo genio tiene una obra mala :D

Anónimo dijo...

o un dia malo, un momento equivocado de ponerse a escribir... todo influye en el ánimo.