sábado, enero 21, 2012

Camino a la era (I)

Me he tumbado sobre la gran plataforma de piedra y he sentido el calor del día salir por sus vetas, mientras a mi alrededor los brezos y jaras destilan su olor, y los insectos zumban alegres. El sol ya ha comenzado su descenso por los cielos, y veo a los grandes alados surcar los vientos, en pos del aire caliente que necesitan para su supervivencia. El día ha sido cálido, y los dioses del aire piadosos con los buitres, que se elevan desde sus perchas hacia el firmamento, creando círculos cada vez más amplios hasta perderse de vista tras el horizonte o los roquedos.

Mientras siento como mi dolorido cuerpo se recobra me concentró en los sentidos con los ojos cerrados. Escucho el zumbido de abejas y otros insectos, que aprovechan las últimas horas de la tarde para continuar con su afanoso trabajo; la chicharra se pierde en la lejanía, posiblemente en alguna rama de los chaparros bajo el roquedal. Puedo saborear la sal de mi sudor, que rezuma de mi cara mientras el sol tuesta mi piel. La brisa me lleva los olores de los arbustos cercanos, cambiando de tonalidad con cada giro: jaras, brezos, genistas, la savia de los rebollos rezumando junto al camino, el fresco aroma de los lirios que crecen junto al regato, escondidos del sol…

El calor de la piedra, que ha almacenado durante el día para devolverlo en la noche, me conforta y calma mis cansados músculos, apenas conscientes de la rugosidad del granito que están bajo mis ropas. Mis dedos se desplazan inconscientemente por los caminos pétreos que los siglos han marcado, y entretanto, mi mente vaga por otros senderos, recordando la senda recorrida hasta acá. Vuelvo a subir por la vieja calle, buscando el final del pueblo y la ruta a los antiguos lavaderos; la hora de la siesta hace que me encuentre a poca gente, pero todos me saludan afectuosamente. Saben de mi gusto por estas caminatas vespertinas, por recibir los últimos rayos del sol en la cima de los canchares, por volver al pueblo con la luz de las estrellas. Y, aunque piensan que a este pobre hijo de la ciudad le falta algún que otro tornillo, son amables y no preguntan la razón de estas excursiones…

Continuo por el camino de herradura hasta llegar a las antiguas zonas de lavado, con sus piedras de lavar junto al arroyo, y recuerdo las historias que mi abuela contaba de sus días de aseo, con las mujeres hablando y colaborando mientras la ropa lavada se tendía sobre retamas y piedras, los niños jugando en el regato en los días de verano, los trabajos de los más pequeños ayudando con el jabón o oreando las blancas sábanas de tela.

2 comentarios:

Candas dijo...

Esperando la II ...

Teo dijo...

Complacida...