miércoles, enero 19, 2011

A las puertas

Dime, ¿por qué lo haces?

No lo sé, contesto el muchacho, es algo que me sale del alma.

El viejo escuchaba al niño con interés, intentando descubrir si mentía o decía la verdad. Había sido profesor durante muchos años, primero en escuelas parroquiales, y luego, cuando su fe decreció hasta desaparecer por completo, en escuelas de pueblo, donde sus conocimientos de latín y ciencias le situaban muy por encima de la media de maestros.

Estaban en una de las salas de la vieja escuela, ahora vacía de niños. El sol entraba por las ventanas e iluminaba los pupitres y sillas huérfanas, haciendo que el polvo de generaciones de tizas bailase en sus rayos. El viejo estaba sentado en la mesa del maestro, situada sobre una tarima poco elevada, mientras el niño se encontraba a su lado, de pie. La palmeta, sobre la mesa, indicaba a las claras el motivo de la reunión, y las miradas furtivas del chiquillo lo confirmaban.

Te lo preguntaré de nuevo, y más vale que la respuesta me convenza, dijo de pronto, con voz sonora el anciano, tomando el mango de la palmeta para hacer más real su amenaza.

El chiquillo le miró fijamente y luego a la tablilla, sopesando con cuidado una respuesta de la que podía depender su bienestar físico. Se mordía los labios, indeciso.

No sé, dijo finalmente, bajando la cabeza.

El golpe estalló en toda la sala, haciendo vibrar los cristales de las ventanas del extremo opuesto; las motas de polvo se movieron frenéticamente con las ondas que produjo. El impacto hizo que el muchacho metiera la cabeza entre los hombros, como si quisiera protegerla del inminente choque, cerrando con fuerza los ojos y apretando los dientes tan fuerte como podía.

Tan asustado estaba, que tardó unos segundos en darse cuenta que había sido la mesa la que había sufrido toda la fuerza del maestro, levantando décadas de polvo que ahora caían como una suave nevisca sobre ellos. Perplejo, abrió los ojos con mucho cuidado, mientras se relajaba poco a poco, la sorpresa aún le hacía retumbar el corazón.

El viejo estaba inmóvil, la mano que había golpeado la mesa marcada con un contorno de polvo, un ligero temblor en su cara. Márchate, dijo, ¡ahora!, gritó, desplomándose sobre la silla.

El muchacho salió corriendo, sin esperar a que el maestro cambiara de opinión, aliviado por haber escapado al castigo, deseoso de reunirse con sus compañeros y vanagloriarse de la hazaña.

El anciano permaneció varios minutos sentado, sin moverse. Finalmente, tanteó hasta encontrar el bastón que había dejado a un lado de la mesa, y se fue caminando, con una mano palpando el aire. Había acabado otro día de escuela.

4 comentarios:

Candas dijo...

Me ha sobrecogido!.

Teo dijo...

Gracias, he conseguido transmitir lo que quería entonces

Candas dijo...

Tal como se encuentra ya publicado en el libro, con las correcciones previas, es perfecto para enviar al 'megusta leer', no crees?
Venga, anímate a hacerlo, gustará!!!
;)

Teo dijo...

Tal vez, aunque quizás es mejor lo nuevo, no lo antiguo...